A los 18 años, después de una primera experiencia sin importancia, conseguí el que sería mi primer trabajo formal: recolector en un peaje. Corría el paro petrolero y no había casi autos en la calle. Supondrán bien que fue un trabajo cómodo. Sin embargo, había un punto de presión importante: el de cerrar caja sin excedentes ni faltantes. Esto podía controlarse en la mayoría de los casos, pero cada tanto se incurría en fallos que no había cómo reparar, aunque no eran muy importantes si ocurrían en un canal liviano. Pero, de ocurrir en un canal de camiones, el faltante podría ser una porción o más de tu pago diario, que, por supuesto, sería descontado de tu sueldo.
La primera vez que tuve un fallo en el canal de camiones, lo supe al mismo momento, y desde ese instante hasta mi llegada a tesorería no se me escapaba que al cuadrar caja quedaría con números rojos. Así se lo advertí a la tesorera, que contabilizó mi dinero, vio que los números rojos coincidían con mi cálculo previo y no hubo mayor problema. Afuera de tesorería, un compañero de trabajo me preguntó, extrañado, cómo es que si yo tenía claro que me faltaría ese dinero no se lo pedí a los mismos camioneros. Pensando que se trataba de un chiste, le pregunté que cómo se hacía eso, y me dijo, con naturalidad: «Bueno, fácil, le dices que si te pueden dejar alguito del vuelto pa’ los frescos». «¿Y funciona?». «Claro que sí. Además, aquí todos lo hacemos».
Y efectivamente todos lo hacían. Se podría decir, por dar un ejemplo simple, que la máquina de refrescos que teníamos fuera de las oficinas del peaje, estaba alimentada por completo con dinero de los usuarios, que gustosamente habían donado de su bolsillo a los trabajadores, para que ellos literalmente se compraran unos frescos. Ocurría lo mismo con la máquina de café, de chucherías, la gasolina de los empleados con carro y uno que otro lujo adicional. Dentro de las instalaciones de ese peaje, y hablo de ese con afán generalizador, corría muchísimo dinero de la mano de los usuarios a manos de trabajadores, fiscales, policías y militares, que jamás tocaba las arcas de la tesorería, pues formaba parte de otro sistema económico, independiente a todo ello. Es el mismo sistema que funciona en gestorías, aceras públicas, autobuses y muchísimos sitios más, en un país que bien podríamos llamar, sin resultar reduccionistas, el país del pa’ los frescos. Un país donde nos mojamos las manos los unos a los otros, y viceversa, en tantas direcciones, que ya no es posible hacer un diagrama fidedigno. Todos parecen participar, y en todos los rubros parece presente. Hoy, a propósito del anuncio de la reactivación de los peajes al país, no he podido dejar de pensar en esta historia del peaje, y su relación con Venezuela y su idiosincracia.
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Porque esta es una verdad que no podemos matizar. Los venezolanos hemos convertido la acción del «dame pa’ los frescos» en todo un rubro de servicio. En uno de uso obligatorio. Y con ello alimentamos un sistema de burocracia diseñado para apadrinar gestores, pues sin ellos los procesos no se cumplen. Un sistema de corrupción diseñado para la impunidad ciudadana y gubernamental, porque si yo me libro de esta multa por comerme la luz del semáforo gracias a un pequeño soborno, no hay mucho que pueda hacer para que el Guardia Nacional reciba su merecido por aceptarla, o que el alcalde reciba millones por una licitación fraudulenta.
El sistema que nosotros mismos hemos creado al darle de comer al monstruo cuando todavía no tenía tanta hambre, se nos ha salido de las manos, y ahora los que quieren salir de él no se sienten seguros de hacerlo. Negarse a pagarle a un cuidador de carros en una acera pública, nos expone a perder nuestro carro o encontrarlo vandalizado. Negarse a pagarle al policía, exigir la multa, puede llevar a recibir daños físicos o morales de importante nivel. Negarse a pagar la cuota diaria a tu familiar encarcelado, puede traducirse en su muerte. No darle dinero a los que piden en autobuses, puede promover que intenten obtenerlo por otros medios. No pagarle a los tipos del aseo urbano, te lleva directamente a ver cómo se acumula la basura frente a tu hogar.
Sobre este tema, siempre recuerdo la escena inicial de Reservoir Dogs, donde Mr. Pink trata de explicar a los demás por qué no cree en dar propinas. Cuando uno come en un restaurante convencional, reciba el trato que reciba, la sociedad te dice que debes dar propina. Pero si vas a un local de comida rápida, no tienes esa necesidad socialmente instaurada, y por ello nadie da propinas, por ejemplo, en un McDonald’s. Ambos empleados, en esencia, hacen lo mismo, de modo que lo merecen por igual. Pero solo a algunos consideramos dignos de la propina. Entonces, dentro de un restaurante convencional, ¿solo los mesoneros son dignos de propina? ¿Y los cocineros, fregadores, contadores? Todos son parte del sistema y todos influyen en la calidad del servicio que recibes. ¿Por qué no se les da propina a ellos? La respuesta no es compleja. Porque se nos ha enseñado a sentir vergüenza por el hecho de que nos sirvan y lástima por quienes lo hacen. Para pagar esa culpa, escogemos socialmente a algunos representantes de esa miseria de servir al otro, y nos decimos a nosotros mismos que si no les damos propina somos nosotros los miserables. Pero ellos en realidad son empleados de otros sujetos. Son sus empleadores los que deben velar porque ellos tengan un sueldo digno. No es nuestra responsabilidad hacerlo, pues para ello ya hemos pagado el servicio, cuyo costo ha de haber sido calculado en función de cubrir todos los gastos operativos.
Constantemente nos engañamos diciendo que somos un país de personas serviciales. En realidad el único servicio bien instaurado en este país es el de «dame pa’ los frescos». Los servicios que no son aptos para pedir limosnas, por lo general no funcionan de la misma forma. En la caja de un supermercado, es muy probable que la cajera nos dé un trato meramente funcional, saludándonos con la palabra «cédula», como clave para pedir nuestros datos y pasar al mutismo inexpresivo con el que realizan su labor, hasta que vuelven a hablarnos para decirnos el monto de la compra, y luego, si hemos pagado con débito, preguntarnos «¿corriente o ahorro?». Y eso es a todo lo que podemos aspirar dentro de los estándares de un buen servicio. Pero el chamo encargado de meter nuestras compras en bolsas, que sabe que le daremos «alguito», es quien realmente nos intenta seducir con un mejor servicio. Ese que embala nuestras compras es un reducto del héroe picaresco, que siempre sabe qué decir para agradar al otro. Y cuando termina su operación, nos sentimos avergonzados de su servicio y, para el buen karma, le damos algo pa’ los frescos. En ocasiones, es justo allí donde termina ese mito venezolano del buen servicio, porque puede que lo que calme nuestra consciencia no sea compatible con las expectativas de quien nos ofreció el «servicio», y ahora pase a insultarnos y tratarnos de tacaños.
Por ello pregunto, para cerrar el ejemplo, ¿por qué se lo ponemos tan fácil a la empresa, que es la verdadera responsable del embalador? En el supermercado al que yo voy, los embaladores tienen la obligación de ir a cuatro turnos durante la semana hábil, si quieren ganar el beneficio de trabajar los fines de semana, que es cuando se recolecta más. El empleador no solo no les paga un sueldo, sino que les impone condiciones en función de nuestra «obligación a la colaboración»… contando de antemano con ella. Y ese es el mensaje que le dejamos a esos chicos, por lo general menores de edad que han abandonado los estudios: en el país del pa’ los frescos el mejor negocio es la lástima. O el chantaje, en caso de que tengas algún poder, como el de los gestores, policías y afines.
Otro asunto bastante común es el de los malabaristas en semáforos, raperos en autobuses y toda la legión de hombres y mujeres del entretenimiento forzado que recibimos solo por salir a la calle. El rapero del autobús te dice que a cambio de su canción lo ayudes con dinero para gestionar su grabación, que es la base de que en algún momento tenga éxito. Pero, ¿por qué debemos financiar el emprendimiento de esos sujetos? ¿Porque al menos no está robando? Hay muchísimas personas en el mundo, que «al menos no están robando» y no es nuestro compromiso darles el pan que se llevan a la boca. Hacerlo es el verdadero robo. Uno que perpetra el Estado, que es el que debería contar con un mejor sistema de seguridad social adecuado para que todos puedan canalizar sus emprendimientos sin tener que pedir pa’ los frescos.
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Volviendo al peaje, y a mi anécdota personal, no pasó mucho antes de que tuviera otro fallo en un canal de camiones, y me dejara llevar por la tentación de pedirle el dinero a los usuarios. Cuando vi lo fácil que resultó, lo hice de nuevo, cuando «hubo la necesidad», y luego con el objetivo de quedarme yo con el dinero donado. Y ya con el dinero en la mano, una vez gastado, sin escarmiento, la sensación de poder fue suprema. Un mes después, ya pedía con total descaro que me regalaran el vuelto, y con ello sumaba más dinero del que me correspondía a diario por mi sueldo. Como todos los demás, empecé a cenar todas las noches, con refresco de la máquina, llenando la gasolina de mi carro, pagando las fotocopias de la universidad, sin involucrar un solo centavo de mi pago formal. Me había vuelto un adicto más del sistema, hasta el punto de ofenderme cuando alguien no me quería regalar dinero. Para entonces, estaba convencido, como lo está el embalador, el mesonero, el gestor, el policía, el fiscal, y para usted de contar, que era el ciudadano promedio quien debía patrocinar mi nuevo estilo de vida. Y la mayoría de los que lo patrocinaban, parecían estar convencidos de exactamente lo mismo.
Cuando lo noté, me sentí como un mendigo, y la vergüenza afortunadamente pudo más conmigo, lo que me llevó a iniciar mi rehabilitación. No miento cuando digo que incluso llegué a tener sensaciones similares al síndrome de abstinencia por el hecho de no pedir dinero a los usuarios del peaje. Pero una vez depurado del vicio, la moraleja me quedó más clara: el país del pa’ los frescos hará todo lo que esté en su poder para arrastrarte a su sistema, y solo la disciplina interna y la convicción firme te pueden sacar, a medias, de ese barco.
Los peajes son centros neurálgicos del soborno, la mojada de mano, el hacerse de la vista gorda, y mueven mucho, pero mucho dinero, tanto en sus tesorerías, con lo que el usuario paga en ley, como fuera de ellas, con lo que dona «voluntariamente» para la causa. Por eso no me extraña en lo absoluto que en el país del pa’ los frescos, hayan eliminado los peajes cuando las vacas estaban gordas, pero que ahora regresen cuando al gobierno le falta el dinero. Porque en este país no hay nada más fácil que hacerse con un buen dinero del bolsillo del ciudadano promedio.
A decir verdad, no tengo nada en contra de los peajes (sobre todo cuando sirven para lo debido), ni contra los impuestos. El problema es cuando este tipo de medidas son tomadas para recuperarse de crisis. Como si nuestra responsabilidad fuera pagar el sueldo del embalador, del mesonero, el rapero, y también pagar el desfalco, la mala administración del gobierno. No quiero decir con esto que cuando te cobren tu peaje arranques con el carro rompiendo en pedazos la barrera de contención, en señal de desaprobación. Pero, creo que vale la pena saber que cuando te paras frente a una casilla de peaje, y pagas lo que corresponde en ley, del otro lado de tu ventana el que está es el gobierno pidiendote «alguito ahí, tú sabes, pa’ los frescos».
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