Confesión corporativa: por allá en 2003, cuando era yo un párvulo post-adolescente y necesitaba trabajo para terminar de sacar mi bachillerato en la noche, atendí una curiosa oferta de empleo en el periódico. Decía el clasificado algo como: “Trabaja medio tiempo en empresa trasnacional, 4 horas al día, ingreso de XXXX semanal”. No recuerdo la cantidad del supuesto ingreso semanal, pero era casi que un sueldo mínimo. Cuando llegué al lugar, cerca de San Agustín, me hicieron pasar a un salón junto con otras 50 personas. Un tipo con traje nos dio un discurso sobre el positivismo y luego nos repartió un cartoncito blanco en el que debíamos colocar “sí” o “no” en una lista consecutiva, como respuesta a las preguntas que nos hacían oralmente. Cosas como: ¿Sé trabajar en equipo? ¿Me gustan los retos? ¿Estoy dispuesto a adquirir rutina que hagan que mi vida sea mejor? Luego, nos quitaron los cartoncitos, nombraron a unas 20 personas a las que invitaron a salir del lugar, y justo cuando creíamos que aquellos eran los seleccionados, el señor de la corbata nos dijo que nosotros habíamos sido seleccionados para la capacitación de una semana que nos permitiría ingresar en la empresa como Junior Maters en el área de recursos humanos. La empresa, por cierto, se llama Daldemar y es de perfumes. Y son estos mamagüevos de aquí —->> http://www.ve.h1phone.com/reclutamiento-de-personal-1073c/daldemar-c-a-11353e/
Lo que siguió a aquello fue una semana de charlas motivacionales, y de competencias de autoestima, en las que se dividía a las personas en grupitos que se llamaban “alegría”, “optimismo”, “virtud”, y el mío, que era “entusiasmo”. La gente se ponía a llorar luego de cada juego, les revolvían las memorias personales, les sacaban los más hirientes recuerdos, les destruían el autoestima, majomenos de la misma forma en que funcionaban los movimentarios de aquel glorioso capítulo de Los Simpsons. Al finalizar la semana, los presentes debíamos “colocar” 20 fragancias de la empresa; de lo contrario, no obtendríamos el certificado de PNL y nos lograríamos el cargo. Yo no pude, solo logré vender 5. Todavía hoy recuerdo mi salida de aquel lugar, llorando como un idiota, rumbo al nuevo circo para regresarme a San Antonio, realmente frustrado por no haber podido alcanzar lo que el instructor de aquel taller llamaba “el estado de limpieza espiritual que te permitirá alcanzar tus sueños y ser una mejor persona”.
Claro, mi adolescencia fue, en esencia, un asco. Era yo un chamo tímido, casi incapaz de hablar, acomplejado por todo, odiaba a mis padres, me odiaba a mí mismo, me empericaba, me sentía solo, no me gustaba nada, no sabía hacer ningún trabajo, no me gustaba estudiar, y un largo etcétera que compondría una de esas canciones que cantaba Good Charlotte. Es cierto que yo era emocionalmente manipulable, pero también había humillaciones de la empresa y su cursito. No fui el único que salió así. De hecho, nadie quedó; todos salieron humillados y vueltos mierda.
Puede que esto sea un prejuicio (lo es), pero desde aquellos días he desarrollado una animadversión bastante grande por todos los pendejos sonrientes-positivistas-optimistas-hermosos-la-vida-es-bella-Roberto-Benigni del mundo. Me he hecho un poco inmune a toda la cursilería optimista, al mercadeo de la felicidad. Poco a poco la vida me ha enseñado que las personas realmente optimistas no son aquellas que tapan sus problemas con inciensos y frasecitas de Osho, sino quienes enfrenta sus problemas y salen adelante; quienes se han hundido en la mierda más absoluta y han sabido encontrar en su interior la fortaleza para reconstruirse y resurgir. La gente que más admiro es depresiva, mala leche, amargada, cínica, pesimista. Lo son porque el mundo es horrible y se enfrentan a él. No gustan de las injusticias y miserias, más bien suelen atormentarse por ellas y muchas veces la única respuesta ante tanta mierda es el cinismo y el desencanto. Se joden porque son honestos, en un mundo donde ser honesto y jugar limpio se paga muy caro. Tienen relaciones que terminan mal, se despechan, llora, sufren; no andan con matrimonios perfectos de postalitas hipócritas, como tantos otros predicadores del bien que se cogen a su secretaria a escondidas mientras fanfarronean su felicidad marital. La gente que admiro fuma, bebe, tira, dice groserías y no andan con su “buena vibra” todo el puto día. Y en el caso de Venezuela, puedo decir con certeza que las mejores personas que conozco solo pueden estar amargadas y frustradas ante la horrible situación que nos ha tocado vivir. Muchos de ellos ya se han ido del país, y constantemente compartimos la amargura del desgarro de ellos por haberse ido y nosotros por habernos quedado. Creo que si alguien percibe todo este horror que nos circunda y no se llena de veneno y amargura, tiene un serio problema de sensibilidad y empatía por el dolor ajeno.
En los últimos años, Venezuela ha mostrado su cara más miserable. Y no hablo del conflicto en su vertiente política, sino en su peor faceta, la humana, la personal. Ese gentío haciendo cola para comprar comida. Gente amputada por falta de medicamentos. Una carnicería humana que parece no detenerse. Viejitos que pasan horas esperando para comprar algún producto básico. Familias y amigos desarrollando redes de información para poder conseguirle el pote de fórmula infantil y pañales para algún bebé, o medicinas para alguien necesitado. Y claro, un Estado cada vez más canalla y miserable, ejecutando toda clase de tropelías contra los derechos de la gente, en una escalada de represión que, a diferencia de años anteriores, ya no se preocupa ni por guardar las formas.
En este contexto, ¿quién puede ser positivo? Es decir, positivo tal y como lo entiende, digamos… ¡Barney el Dinosaurio! No hay espacios para “positivismos” (Por cierto, a ver si investigan qué significa realmente esa palabra): todo es una gran mierda y no hay forma de decir lo contrario. Y mucho menos hay espacio para descalificar a aquel que no tenga ganas de unirse a una fiesta de dinosaurios morados que cantan canciones felices cuando tienen un problema.
Poca cosas me causan más ladilla que ese discurso sobre la fuerza de las energías y el supuesto impacto negativo que tienen en el ambiente las personas que gustan de la amargura, el humor negro, el cinismo, el pesimismo. La tontería según la cual los “negativistas” tienen una “energía mala” capaz de contagiar a todos y arruinarlo todo. Me molesta tanto como el pesimismo forzado, el nihilismo como marca registrada. El ser humano está hecho de toda clase de emociones, negativas y positivas, sonrisas y lágrimas, momentos de amor y ternura y ratos para el odio y la desesperanza. No hay nada censurable en las cosas negativas del alma humana porque de ellas no solo han surgido cosas fenomenales, como todo el arte que se alimenta de lo peor de la gente, de sus depresiones y miserias, sino porque el primer paso para el cambio es reconocer que algo está mal. Las personas deben estar tristes y molestas, deben sentirse miserables y desoladas, porque de lo contrario jamás estarán alegres y tranquilas. No existe forma de reconocer lo que nos hace sentir bien si antes no reconocemos lo que nos daña y nos incomoda. Si un aporte le hacen a la sociedad los “negativos”, como bien han señalado muchos que escriben mejor que yo al reconocer el valor de los sátiros de Charlie Hebdo, es el de poner el dedo en la llaga de lo que está mal, de lo que no funciona, de lo que no cuadra, de lo que desentona. Toda sociedad, incluso una que aparentemente funciona muy bien como la francesa, necesita de estos niñitos malcriados que no quieren sonreír y pintan una paloma en la foto. En el contexto venezolano, andar censurando la crítica y soltar ante cada problema que atravesamos una ristra de cursilerías infestas sobre la necesidad de ser optimistas y no criticar ni quejarse, es un acto de vanalidad y frivolidad absoluta.
Hay que tener los cojones bien grandes para proponer, frente la injusticia y miseria, una suerte de actitud de evasión permanente en la que, el día en que se nos muere toda nuestra familia, en vez de llorar y sentirnos desolados, debemos asomarnos por la ventana de la morgue para apreciar ese hermoso atardecer que a pesar de todo nos regala papá Dios. Creo que alguien que desprecia con tanta facilidad el dolor y la tristeza, o tiene serios peos mentales que le impiden relacionarse con el sufrimiento humano, o vive en una cueva y nunca ha experimentado la tristeza, la soledad, el luto, la rabia, el rencor, el deseo frustrado, todas esas emociones que nos conforman como personas y que hoy, en estos tiempos de pseudos-gurúes, parecen estar mal vistas.
Hace rato, leyendo esta insoportable colección de lugares comunes y pangoladas de Sumito en Prodavinci, recordaba aquel curso de PNL. Y no es la primera vez. A veces uno lee cada pistolada por ahí. Unos señores muy correctos, tan equiláteros como aquellos de los que hablaba anteayer, que declaran orgullosos su pensamiento “apolítico”, su disposición a no amargarse con nada, y, sobre todo y muy especialmente, su profundo desprecio por todos aquellos que, oprimidos por el poder, humillados hasta lo indecible, agredidos en lo más íntimo, forzados a sobrevivir en un país cada vez más miserable, expresan su muy legítima rabia y frustración. No se trata de gente positiva ésta, sino de unos elevaditos morales con una patológica necesidad de restregarle al mundo lo superiores que son. Ellos no se despechan, no se arrechan, no se entristecen, nunca han tenido ganas de partirle la jeta a alguien que los ofendió, nunca se les parado el güevo cuando desean a una mujer, nunca se tiran un peo, nunca lloran, no le guardan rencor a nadie. Uy, Dios mío, qué gente más arrecha. Y encima habla con un tonito a medio camino entre Los Pitufos y Los Teletubbies. Con decir que hasta he leído a unos ilustres bolsas estar alarmados porque hay largas colas en los mercados, pero no en las librerías (sobre los acomplejados recién leídos que se creen la gran güevonadas porque se leyeron dos libritos hay que hacer un tratado filosófico).
Desde el fondo de mi corazón: váyanse al coño de su madre, cuerda de gafos.
Una última cosa: soy una persona muy positiva y sana emocionalmente. Gracias a eso llevo años sin joder a nadie. No me gusta causar sufrimiento, no me gusta la deshonestidad. Creo en el amor y la amistad. Cultivo lo que creo es el mayor elemento de paz que existe: la palabra y el pensamiento. Si llevo años escribiendo sobre lo que odio y me molesta, es porque creo en el poder del pensamiento crítico y de la palabra. He visto a quienes escriben muy pulquérrimos y correctísimos, hacer cosas horribles en privado. Aborrezco de esa gente que en público son pura sonrisa y están podridos por dentro. No soporto la hipocresía de quienes proclaman a los cuatro vientos su pensamiento ultramegapositivo, y en privado son unas basuras. Se me viene a la mente el nombre de Bill Cosby y su programita de mierda, hoy acusado de horrendos crímenes sexuales; en contrapartida a David Lynch, tan atormentado en su obra, tan miserable en su estética, como honesto en su vida personal. Me quedo y me quedaré siempre con quienes hablan desde el dolor y la rabia, en vez de aquellos señoritos de la corrección.
Soy positivo, porque la única forma de sobrevivir en este mundo inhóspito es siendo optimistas, pero no creo que el optimismo sea sinónimo de mirar hacia otro lado, sino, al revés: los problemas se afrontan, se resuelven, se asumen y es de allí de donde puede provenir una esperanza por un futuro mejor. En el caso de Venezuela debo ser optimista, es la única forma en la que podría vivir en medio de todo esto y aún así seguir teniendo ganas de trabajar y apostarle a la cultura (interrumpí la corrección de un libro para escribir esto). Pero jamás confundo eso con la cursilería. Y más importante, jamás confundo pensamiento positivo con superioridad moral. No creo estar más allá del bien y del mal. Soy tan humano como cualquier otro, con la misma capacidad para el bien y la miseria, con los mismos deseos oscuros y la misma podredumbre humana que todos llevamos en el alma y contra la cual luchamos éticamente a lo largo de toda nuestra vida.
Respecto a Venezuela, creo que saldremos de todo esto. Esta no es la primera, y parece que tampoco será la última, sociedad sometida al socialismo. El socialismo ha sido derrotado siempre. Lo fue en la poderosa Unión Soviética, en la policíaca Alemania Oriental, y lo será en Venezuela. Pero creo que se vienen, en lo inmediato, tiempos muy dolorosos y desoladores, en los cuales, sí, hay que conservar la pureza emocional y la cordura mental para no descender a la locura, pero también darle voz al descontento y la incomodidad, darle vías de salida a las miles de personas que están jodidas y escoñetadas por la manada de hijos de puta que gobiernan a este país. Porque no podemos acostumbrarnos a esto, porque como dice un gran hashtag que anda rodando por ahí: #Noesnormal. No es normal que un padre esté ofreciendo libros a cambio de pañales en sus redes sociales, y que salga algún becerro a decirle que se calme, que lea un poema y sea feliz. El conformismo no es positivo ni es felicidad. El horror asumido y asimilado, tampoco lo es. Estos son tiempos para que hablen los descontentos, los que queremos decir que sí, que seguimos viviendo nuestras vidas, no porque queramos evadir nada, sino porque no queremos que el horror tenga la última palabra. Pero al mismo tiempo, llegó la hora de luchar, y eso es una acción política en la que todos debemos involucrarnos, porque este desastre no se nos puede hacer cotidiano, porque el cambio hay que promoverlo y construirlo, y eso solo lo haremos con nuestra indignación por la injusticia, desde nuestra rabia y desde nuestra tristeza, que es de donde siempre se ha levantado el ser humano, para cambiar y ser mejor.
Pana, tremenda descarga, pude sentir cada una de tus arrecheras, ¡Brutal tu redacción!
Excelente articulo y suscribo cada una de tus líneas. Lo único que me hubiera gustado que tocaras es la relación entre “pensamiento positivo” y disociación. El venezolano es por lo general bastante disociado y una de las tantas cosas en la que se manifiesta esta condición es en el “pensamiento positivo”. Pero lo primero es la disociación mental.
Solo alguien que está muy disociado o es extremadamente cursi puede escribir un artículo como el de Sumito al que haces referencia arriba.
Es interesante lo que plantea Gordon. Hace unos meses leí una encuesta del Pew Research Center según la cual Venezuela era uno de los países mas «felices» del mundo. En Venezuela tenemos la costumbre de aparentar de la calle para afuera que «estamos bien» aun cuando no lo estemos ni subjetiva ni objetivamente. Y el «pensamiento positivo» es de las formas en las cual se manifiesta ese falso «estamos bien» y la otra es el reírnos de situaciones que la verdad no merecen ninguna risa, sino soluciones. Los estudios de la psicología científica han llegado a la misma conclusión que John: no hay un vinculo claro entre el estado de animo y el desempeño. El desempeño, es el resultado de destrezas técnicas-sociales-actitudinales individuales y de las oportunidades del entorno. Por otra parte, obligar a una persona a estar con una sonrisa falsa todo el tiempo tiene consecuencias dañinas para la salud mental.
Esto es de lo mejor que he leído sobre el tema. Es bueno encontrar argumentos y apoyo para no participar en el festival de felicidad de folletín, generalmente falsa. Gracias.
Es arrecho cuando alguien pone en palabras exactamente lo que uno siente y de manera tan clara y efectiva. ¡Gracias! Compartiré tu texto a reventar.