Conocí una vez a una señora de origen asiático. La India creo que era su origen. Con frecuencia me hablaba de cómo en su juventud fue perseguida y asediada. Ella y su familia huyeron por sus vidas de aquel pueblo en el que era odiada y en el que le lanzaban piedras. Numerosas cicatrices en su cuerpo me hablaron con más precisión que cualquier palabra sobre la violencia encarnecida que esa mujer sufrió.
Luego me contaba como en otro pueblo fue alabada y tratada como una especie de enviada por algún Dios. En vez de piedras le lanzaban pétalos de flores y polvos de colores. Su familia era tratada con todos los honores y su palabra era irrefutable. Pronto las heridas de su alma cicatrizaron y de ellas solo quedaron los recuerdos.
Aquí en Londres, en el Tube, la gente de vez en cuando le dedica una mirada escrutadora.
Ella nunca entendió el porqué de estos azares.
Yo creo que era por el enorme lunar que tenía en la cara.