Y todo estaba en blanco. El piso, como blanco puro de la nieve, reflejaba los vestidos de las niñas que iban a probar por primera vez la hostia consagrada; los colmillos de las tías esperaban la oportunidad para despotricar sobre la esmerada fiestecita que le habían preparado a la niña de la criada, las cuentas del rosario como un nácar recién pulido. Un olor a flores con agua podrida invadía la salita de rezos matutinos de las monjas del colegio. Todo lo demás oscurecía cuando Nancy fijaba su mirada de desprecio. Sus ojos, bellísimos y acaramelados ostentaban cierta alcurnia disonante, una finura en sus manos y cuello, una elegancia sincronizada al movimiento. A mi hermano le daba miedo mirarla a los ojos. Ese día a todas nos arropaban los velos, los guantes, las medias veladas; todas cansadas sosteniendo una vela y el librito de catequesis forrado con satén, el calor se nos metía por debajo del ropaje como si el diablo soplara el aliento de mil almas penando. Nancy se estremecía. Un trueno seco irrumpió en el sopor justo cuando sacaba la lengua para recibir el “cuerpo de Cristo”, y los tristes ecos de las letanías huyeron despavoridos de las puritanas del coro. Al terminar la ceremonia, afuera, haciéndosele más agua la boca, nos esperaba el fango. Las tías de Nancy atravesaron la plaza, las tetas de las señoras brincaban salpicándoles lluvia en la cara; mojadas y exhaustas le trajeron unas botas negras de caucho, las pantaneras que usaban cuando iban a cortar plátano. Rehusó a calzarlas. Primero muerta, dijo. Se quitó las zapatillas, las medias, mientras caminaba afanada fue sacándose el vestido por arriba y tirándolo al lodazal que se había extendido por todo el camino principal. Las tías corrían detrás de ella, pero patinaron en el barro y cayeron como dos marranas paridas. Nancy seguía apresurada y desnuda tratando de llegar a su casa, que ya la veía al frente; pero una de las monjas a la otra orilla de la plaza se le atravesó para detenerla. Lo único que consiguió fue un beso en la boca que le dejo una efervescencia corrosiva. Persignándose toda temblorosa, la cruz le salía ilegible, se apartó, dejó que siguiera su camino al verle la mirada desorbitada y que en su mentón salía una baba volcánica. Al llegar a la puerta tocaba desesperada, pero las criadas estaban al otro lado, matando gallinas, y no escucharon los golpes en la madera. Vio entonces que la única puerta abierta era la del boticario que se encontraba en la otra esquina, pero sus fuerzas solo le alcanzaron para desplomarse en medio de la calle y caer bocarriba, diáfana y delgada , extendiendo brazos y piernas a la entrega de sus tormentos. Cuando todos llegamos, un círculo de espectadores la rodeaba viendo como resplandecía su cuerpo, era una blancura que fue difumándose mientras tomaba forma ya cadavérica. Contrastaba toda ella, y su ensortijado vello púbico color naranja tenía salpicaduras de lodo seco. Un disparo de alucinación me atravesó la frente de sien a sien. Entonces empecé a ver muchas nancis, flotando como medusas, durmiendo en edredones de cuadros florecidos, unas se chupaban el debo y otras apenas despertaban.