«La muerte es el mayor de los pesares. La muerte es lo único que enfrentamos. Es todo en lo que pienso. Hay una única cuestión aquí: quiero vivir.»
Un antiguo mito griego cuenta que al principio de los tiempos cada ser humano conocía la fecha y hora exacta de su muerte. Aterrados, hombres y mujeres se refugiaban en cuevas a esperar juntos la llegada del final. No había sueños, planes ni proyectos. La implacable certeza de la muerte, precisa hasta los segundos, despojaba a la vida de cualquier sentido.
Al ver esto, los dioses decidieron otorgarle a la humanidad el don del olvido. De ahora en adelante cada uno estaría consciente de su propia muerte pero no sabría cómo ni cuando sucedería. Poco a poco los escondites fueron abandonados y comenzó la construcción, la búsqueda de un propósito y la proyección hacia el futuro protegidos por la apertura de la incertidumbre.
Este mito simboliza una especie de pacto celebrado en los inicios de la civilización y la cultura humana para universalizar el olvido. Desde entonces, la ilusión de la inmortalidad, la posibilidad de su existencia, constituyen la esencia de nuestra confianza en la vida. Solo somos capaces de enfrentar el paso del tiempo cuando logramos olvidar el hecho de nuestra propia mortalidad, cuando la consciencia de la muerte se diluye en la rutina, en el trabajo, en el entretenimiento y en nuestras relaciones con otros seres humanos. La ilusión del olvido es un puente que construimos sobre el vacío a través del cual cruzamos en busca de tierra firme.
Sin embargo, esta maniobra no ha sido ni será suficiente, en lo más profundo de nosotros sabemos que la vida humana solo será plena cuando logre trascender las barreras del tiempo, porque la verdadera libertad es la eternidad.
«Resulta muy extraño. Padecemos estos miedos terribles, profundos y constantes en torno a nosotros mismos y a la gente que amamos. Sin embargo, vamos de un lado a otro, charlamos con la gente, comemos y bebemos. Nos las arreglamos para funcionar. Nuestros sentimientos son profundos y reales. ¿Acaso no deberían para paralizarnos? ¿Cómo es posible que sobrevivamos a ellos, al menos durante un tiempo? Conducimos un automóvil, impartimos una clase. ¿Cómo es que nadie advierte cuán atemorizados nos hemos sentido la noche anterior o esa misma mañana? ¿Se trata de algo que todos ocultamos entre nosotros por acuerdo mutuo? ¿O quizá ocurre que compartimos el mismo secreto sin saberlo? ¿Que llevamos el mismo disfraz?»
«Ruido Blanco» (en español fue traducida como «Ruido de Fondo» pero no considero que sea el título más acertado), está permeada por la presencia ancestral de la muerte, por el reconocimiento de nuestro fracaso para perpetuar la ilusión del olvido. Es una novela llena de ideas que examina con un humor corrosivo la relación del hombre occidental con la modernidad, la tecnología y el progreso que en algún momento prometieron la felicidad.
Al no poder controlar lo que sucedía en la Tierra, intentamos alcanzar la inmortalidad a través de Dios, confiábamos en la llegada de un salvador, de un paraíso eterno otorgado por Él que de algún modo expiaba el mal en el mundo. Pero cuando su existencia fue puesta en tela de juicio y nuestras relaciones con Dios comenzaron a deteriorarse, la promesa del paraíso iba perdiendo su poder redentor, se desvanecía su presencia y le daba cabida a la duda, a la sensación de absurdo y vacío.
La ciencia y el progresivo dominio de la naturaleza a través de la tecnología intentaron convencernos de que Dios era una idea creada por nuestras mentes, una proyección que nos hacía soñar con un paraíso inexistente y nos impedía hacernos cargo de nuestras vidas. Esta vez sería diferente, el poder de la razón, que crecía exponencialmente gracias al impulso del progreso, nos permitiría construir en la Tierra el reino celestial que esperábamos de Dios, donde el dolor y el sufrimiento serían sombras de un pasado primitivo en el que no éramos dueños de nuestro destino.
«Podrías depositar tu fe en la tecnología. Si te ha conducido hasta aquí, también debería poder sacarte. De eso se trata con la tecnología: por una parte, crea un apetito por la inmortalidad; por otra, amenaza con la extinción universal. La tecnología es lujuria suprimida de la naturaleza.»
Entonces masificamos la producción de objetos, diseñamos estilos de vida que se ajustaran a esos objetos, construimos lugares para disfrutarlos y nos consagramos a la creación de un paraíso artificial. Entonces las cosas dieron un giro y algunos empezaron a sentir que confundíamos el fin con los medios. En este punto Delillo interviene para señalar que los resultados podían variar y de hecho, lo hicieron.
No hay hombres libres que realizan el propósito que diseñaron para sus vidas, hay ciudadanos medicados que trabajan demasiado, entumecidos por el exceso de información y de entretenimiento banal, condicionados y manipulados por sistemas políticos y económicos que no controlan ni comprenden. Sobreviven alienados en espacios iluminados artificialmente, realizando labores que no guardan ninguna relación con sus sueños o pasiones, y cuyo único objetivo se reduce a mantener y desarrollar la máquina de producción. Mentes adoctrinadas y apaciguadas para asimilar y obedecer leyes, órdenes y procedimientos. cuerpos dóciles que ocupen su lugar como consumidores productivos en el engranaje del progreso y de la técnica.
Pero más que cuestionar, los personajes de Delillo parecen preguntarse: ¿No es esto exactamente lo que nos habíamos prometido? ¿No es este nuestro gran paraíso artificial? ¿No realizamos el nihilismo tecnológico que tanto deseábamos? Pues, qué es la televisión sino la voz de Dios, cómo alguien podría dudar de que los supermercados y los centros comerciales son los nuevos templos, los antidepresivos y los ansiolíticos los cuerpos sagrados de nuestra comunión con la hiperrealidad. ¿Qué podrían necesitar hombres y mujeres modernos que la trinidad Mercado, Corporación y Ciencia no puedan ofrecerles?
Tenemos infomerciales, enlatados y comida de microondas, horóscopos semanales y abducciones extraterrestres, cirugías estéticas, gimnasios 24 horas, yoga y talleres espirituales, regresiones y vidas pasadas, videojuegos, televisión real y psicoanalistas, televangelistas, exorcismos y satélites, revistas sobre la vida de famosos, comida rápida, franquicias y automóviles familiares, cámaras circuito cerrado, políticos y profetas, talk shows, programas de opinión, terroristas y activistas, noticias ininterrumpidas, aire acondicionado, computadoras y simulaciones que trascienden el día, la noche y las estaciones, espacios siempre disponibles en los que no transcurre el tiempo, inmutables y asépticos, inmaculados bajo la luz blanca de los reflectores, envueltos en el estertor de la maquinaria que transporta, almacena y conserva nuestros productos, medidos, pesados, clasificados, contabilizados, facturados, monetizados, siempre a disposición del consumidor gracias a la omnisciencia del lector de códigos de barras.
«Algunas de las casas de la ciudad comenzaban a mostrar signos de abandono. Los bancos del parque necesitaban ser reparados, y el asfalto de las calles necesitaba ser pavimentado nuevamente. Sin embargo, el supermercado no cambiaba, excepto para mejor. Siempre se encontraba bien abastecido, musical y resplandeciente. Nos parecía que ésta era la clave. Todo parecía perfecto, continuaría siéndolo, y eventualmente sería incluso mejor mientras el supermercado no fallara.»
Sin embargo nada de esto angustia a Jack y a Babette, pues lo que irremediablemente define sus vidas es el miedo a la muerte y no tienen fuerzas para enfrentar el terror original. El gran fracaso de la humanidad es no haberse elevado por encima de la aniquilación del ego, no haber logrado enfrentarla o abolirla. La ilusión del olvido fue suficiente cuando estaba acompañada por la presencia de Dios, pero ahora que no puede sostenernos el desencanto y el cinismo nos han manchado. Estamos solos en nuestro imperio decadente.
Acaso sin planearlo ni quererlo, al menos no del todo, el engranaje desplazó la felicidad humana a cambio de su infinita colección de objetos. Aunque algunos clamen por el retorno a las raíces y otros sueñen con la trascendencia de la especie, lo cierto es que no existe un engaño tan astuto para que el mago pueda creer en su propio truco.
«Ruido Blanco» es expresión de la condición humana, trágica, patética y disfuncional. El ruido de las máquinas intenta disimular el sonido del silencio y la luz artificial de un blanco incandescente busca iluminar la oscuridad de la nada sobre la que flotamos. Delillo, con gran agudeza y una ironía que lacera y provoca carcajadas, crea uno de los retratos más inteligentes y desoladores del siglo XX.
«Pero al final no importa lo que ven o creen ver. Las terminales han sido equipadas con lectores holográficos que descodifican infaliblemente los secretos binarios de cada artículo. Este es el lenguaje de las ondas y la radiación, o el modo en que los muertos se comunican con los vivos. Y aquí es donde esperamos juntos, independientemente de nuestra edad, con nuestros carritos cargados de mercancías brillantemente coloreadas. Una hilera que avanza lenta y satisfactoriamente, dándonos tiempo para echar un vistazo a los periódicos clasificados en los expositores. Todo cuanto necesitamos que no es alimento o amor se encuentra en esos expositores. Historias de extraterrestres y de fenómenos sobrenaturales, las vitaminas milagrosas y las curas para el cáncer, los remedios para la obesidad. Las cultos de los famosos y de los muertos.»