Se le perdía la mirada en el fondo de una fotografía, él junto a Bandido, cuando este apenas era un cachorro y Alberto daba sus primeros pasos en la universidad. Dudaba entre encender o no un cigarrillo. Quedaban tan solo dos, luego de un día cruzado por la tempestad. Comenzó a tragarse las lágrimas entre sorbos de café, eso le daba un tono salado a su amargoso sabor. Entonces volvía la mirada sobre su compañero, parecía decir a su modo cosas entre quejidos de dolor. Ese automóvil consiguió herirlo bastante, pero conservaba un aplomo indiscutible. Era un perro fuerte, con ojos profundos y desafiantes, no parecía derribarlo nada; un perro negro que podía custodiar las puertas del infierno. Sin embargo todo indicaba que ese día había contemplado su último intento de fuga. No le gustaba ir con correa, era muy inquieto y malhumorado. El carro no logro frenar a tiempo, Bandido quedo atrapado en el tren delantero de un Mustang 68; y pensar que esa era la máquina de sus sueños. El conductor se disculpo, de hecho muy nervioso como se encontraba le dio dinero en efectivo a Alberto, se ofreció a correr con los gastos veterinarios, todo lo que fuera necesario. Un hombre decidido a enmendar su error. Bandido estaba realmente herido en su cadera y una de las patas traseras. Alberto lo recogió en sus brazos, lo llevo a casa de inmediato, no quería llevarlo al veterinario; no confiaba en esos carniceros. Por alguna extraña razón les tenia aversión, con sus sonrisas hipócritas y su aparente sangre fría, no le transmitían seguridad.
Es así como escogió una salida que a simple vista era un exabrupto, pero que bien podía brindarle un punto final al sufrimiento de su compañero Bandido. El dolor de el mismo no estaba muy lejos de morder lo más hondo de su fibra. Aunque cabía el hecho, por justo, de brindarle unos cuantos años de vida a Bandido, este llevaría una vida marginal, llena de dolor y rabia como un prisionero. Estaba herido, era inocente, era su hermano, su amigo, su sangre. No podía imaginar a su amigo como una pesada carga, no después de brindarle tanto cariño y compañía.
Alberto apago el ultimo cigarrillo de la cajetilla, no había fumado tanto desde la muerte de su novia. Esto le indicaba que volvería sobre su vicio con desafuero. Por azar recordó que tenía una escopeta guardada bajo de la cama, con la intención no menos paranoica de defenderse de algún criminal por la noche, además nunca había disparado un arma. Los nervios le comían por dentro, se dijo que por alguna vez en su vida debía ser valiente, al menos por un segundo. Una lagrima bajaba por su rostro, pálido, lleno de tristeza, la misma que debía llenar el vacío que dejaban las lagrimas cuando ya no tienen salida posible. Dos disparos se escucharon esa noche, entre ambos hubo un intervalo de diez minutos. Luego un silencio pesado como un bloque, dejo a sus vecinos en vilo, fuera de sus viviendas esperando a que alguien abriera la puerta. Nadie contesto.