Un estudio del psicólogo sueco K Anders Ericcsson concluye que el único método para hacerse doctor en un área determinada consiste en practicarla por diez mil horas. Técnica aplicada con insistencia por el fallecido presidente Chávez en torno a su concepto de revolución, caracterizado por el endilgamiento de epítetos a sus contrarios y la porfiada tesis de magnicidio. Esta última ha sido rasgo característico de los regímenes totalitarios que con un ‘a mí me quieren matar’ entre ceja y ceja, proyecta en sus seguidores una ilusoria valentía, devenida en teatral supervivencia. Poderíos como el de Josif Stalin y Fidel Castro se afianzaron sistemáticamente por las monsergas magnicidas que fungían como excusa para ‘seguir en la lucha’.
Es secreto a voces que en políticas radicales una cosa es la historia y otra la historiografía; pero la historia siempre será la historia y demostrará, sin mucha alharaca, la cara que los estatales de turno no querían que fuese vista: Stalin murió de una apoplejía; Fidel, por longevo cedió el poder a su hermano y Hugo Chávez murió de cáncer. Cada uno con más de las diez mil horas de práctica en su arenga, hasta que el desgaste de la vida los alcanzó.
Personajes como Abraham Lincoln y John Kennedy, ambos presidentes de la potente cuna del Uncle Sam, murieron de bala. Y sin ir muy lejos, una tarde bogotana de abril de 1948 sorprendió a Jorge Eliecer Gaitán con varios disparos en la entrada del Hotel Continental. Ninguno de ellos gritó o sollozó que alguien iba tras sus cabezas, más la historia los recuerda como víctimas de pugnas políticas e intereses contrarios que desembocaron en sangre.
En el caso venezolano, si hay algo que la ‘revolución’ no permitiría en sus acomodaticios modos de malear la historia, es una muerte tan simple y cotidiana como la de Hugo Chávez. El cáncer con el que batalló por dos años fue distinto al del coterráneo común. ‘Fue inoculado’. El líder de la revolución bolivariana pudo morir de lo que sea, menos de causas naturales, porque él es el Comandante Eterno, Supremo, Galáctico y un largo etcétera. Su prédica sobre el magnicidio, y el reiterado ‘a mí me quieren matar’ se hizo realidad. Quizás el rasgo más denotativo del militar devenido en político es la hincha de su ego. Adorados en vida y recordados como soldados después de muertos; sin batallas; redentores sin cadenas; héroes sin épica y dioses sin milagros. Quijotescos peligrosos que hacen mella en la historia.
Hoy Nicolás Maduro, heredero de la revolución, porta gustoso la denuncia constante del magnicidio y la represión y a punto de cumplir dos años en el poder, suma más presos políticos que los que acumuló Chávez en trece años. En el ensayo El simple arte de matar, Raymond Chandler afirma que ‘la literatura de ficción siempre, en todas sus formas, debe ser realista’. Cualidad de la que carecen las ‘acuciosas’ investigaciones de los cuerpos de seguridad del Estado cuando capturan supuestos magnicidas, denuncian golpes de Estado o decretan 10 días de júbilo para conmemorar a alguien que ya no está.
Toda ficción cae si el protagonista se pierde en la trama. Como pasó hace dos años, por más que intenten encontrarlo. Mientras, se aplican las diez mil horas del guión hasta que la audiencia se agote y se den las condiciones para una nueva función.