El bolero del emperador

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De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso.  NB

 

Estaba condenado por la soledad, mas sus libros le hacían compañía. Desde un apartado rincón se le veía tomar parte dentro de las historias, leía mucho, copiosamente en voz alta. Sus allegados no dejaban de escucharlo, era un hombre grueso de carácter fuerte y estatura baja. Recorría las planicies de una isla desierta, olvidada en el océano atlántico, con pocos habitantes. Pero la grandeza de este invitado desbordaba el paisaje estéril de esta pequeña roca flotante. Se le veía animado al evocar epopeyas en las tierras de Francia, España, Polonia. Era tanto melancólico como obstinado, eso lo hacía disimular su pena. Cuando jugaba ajedrez iba apartando fichas, como quien va dejando en el campo de batalla a sus adversarios. Daba órdenes, era el jefe de un ejército en miniatura. Así mismo daba órdenes al sol para que se escondiera, luego impartía órdenes a la luna para que le iluminara su paseo nocturno. Por las mañanas, salía antes de que se descubriera el sol, le daba órdenes para que brillase con todo su esplendor. Era un hombre pequeño con una boca muy grande. Amaba sus botas tanto como su portentosa voz, iba a caballo por las tardes al desafío en el ajedrez. Un día en el que no quiso dar instrucciones, se guardo su mano derecha dentro del chaleco, como lo había hecho en la batalla de Waterloo. En esa ocasión la adversidad se lo había tragado, cerró los ojos y pensó en su imagen coronada por la historia. Era injusto verlo hablar solo, con su caballo de palo, tropezando los enseres del cuarto. La imagen característica de un romántico sempiterno del poder.

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