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El diario y las fresas.

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Su vida originaba de los frutos de una familia casi por desaparecer, producto de las bombas incipientes de una guerra que no era de nadie. Era una guerra donde todos morían y nadie reía con eterna tranquilidad. Toda esta situación generó que la familia Heiddeger saliera de la Europa azotada por la Segunda Guerra Mundial. Esta peculiar familia lograba desarrollarse y sobresalir en las artes y la música, tal como Ernest, hijo único de una relación tan monótona como la de sus padres Peter Heiddeger  Shophie Nusset. Peter y Sophie se habían conocido en un campo de concentración de la Alemania nazi. Los dos eran orgullosamente judíos, y serían perseguidos y dominados en una sociedad de contradicciones. Fueron uno de los pocos judíos que lograron escapar de las balas infernales y tomar uno de los últimos barcos con destino a un país tropical de América. Todo eso por allá a 1943.

 

Nunca se supo si Ernest era venezolano o alemán. Su existencia a veces da muchas vueltas, y hace que nazcas en un barco donde la esperanza era el pan de cada día, donde las lágrimas del pasado eran remplazadas por un futuro renovador, en un país donde el idioma era desconocido por muchos alemanes. La familia Heiddeger logró llegar a la tierra prometida del sur de América, a Venezuela. Junto a otros alemanes, logran formar cabañas en lo más alto de la montaña, en donde fundan la Colonia Tovar. Cosechando más que ilusiones en un mero paraíso tropical, se dedicaron a sembrar fresas por toda la parcela de tierra que le habían tocado. Años después, la pequeña parcela de doscientos metros se convirtió en uno de los mejores sembradíos de fresa de Venezuela.

Al igual que la mayoría de las familias de origen árabe en Venezuela, la familia Assef venía de Palestina, en Medio Oriente. Rebeca era hija de Olivia Hezzen y de Habeeb Assef, una familia muy estricta de las creencias musulmanas. Rebeca siempre fue una rebelde esperando llegar a su cometido: librarse de las reglas de los dogmas religiosos y ser una chica cualquiera. Sólo deseaba no ser otra árabe con Hiyab, quería ser la chica promedio, escuchar la música que quisiera, colocarse los tatuajes que quisiera, y salir con los chicos que más le llamara la atención.

-Pero madre –dijo Rebeca con cierto recelo a su madre-, no quiero ser la burla de todos al usar esa cosa en la cabeza.

-Pero hija, ya te acostumbrarás. Yo decía lo mismo a tu edad.

-Mamá, tú bien sabes que nunca me gustó eso de las religiones.

Olivia sabía bien que discutir con su hija Rebeca sobre los temas religiosos siempre conllevaba a un largo proceso de desencantos, en donde la rudeza de su esposo Habeeb harían acabar con la protesta de Rebeca con una simple –pero ruda- cachetada.

Con el fin de apaciguar los ideales de su hija, Olivia y Habeeb deciden, como toda familia caraqueña, despejar dudas, olvidarse de la abrumadora ciudad por un rato, y dedicar los fines de semana a un viaje hacia la Colonia Tovar.

Entre montañas y neblinas. Entre cabañas de fachada blanca y enormes sembradíos de fresas, la familia Assef pasaba un sábado. A Rebeca le encantaba ir a la Colonia Tovar. La verde montaña que arropa a los residentes de descendencia alemana –en su mayoría- le produce cierta relajación significante. Y entre tantas ofertas de las populares fresas con cremas del lugar, Rebeca se interesó en una tiendita, con una puerta tan pequeña que cualquiera podría pensar que ahí trabajaban duendes.

Le parecía una linda casa, con adornos fantásticos y únicos entre tanta monotonía comercial.

-Mamá, creo que me gustaría una fresa con crema.

-Bueno, Rebeca ¿En cuánto está?

-Creo que en 10 bolívares.

Rebeca, con su cara de adorno y de interés se queda viendo a la mamá. La madre, a su vez, se le queda viendo al esposo, Habeeb.

-Toma 50 bolívares, dice Habeeb mientras hurga su billetera.

-Pero eso sí -continúa el Papá-, tienes que traernos unos dulces a nosotros y tienes que darme un beso antes de darte el dinero.

A pesar de su furia interna por lo dogmático que llega a ser su padre, Rebeca no duda ni medio segundo para lanzarle un beso. Lo quiere, lo ama. A pesar de ser tan terco, ella sabe que él nunca perderá la condición de padre.

Rebeca toma el dinero y se va corriendo a la tienda. A ella lo que en verdad no le interesaba era la fresa con crema, sólo quería entrar en la casita y ver los adornos con que recibía a los turistas. Al entrar se dio cuenta de lo majestuosa y sencilla que era la tienda. En la repisa se encontraba un joven. Catire, pero con rasgos latinos. A ella le pareció lindo a primera vista, pero él no se dio cuenta de la presencia afrodisíaca de ella, solamente leía un libro pequeño titulado “El diario de Ana Frank”.

-¿Me puedes dar dos fresas con crema?- Pregunta la dulce Rebeca.

-Son 20 bolívares -responde el joven sin quitar de la vista las hojas del libro que tenía en sus manos.

-Aquí los tiene -evoca Rebeca con cierta rabia por la ignorancia del joven ante el pedido.

El chico no se apresura a tomar los billetes, sólo sigue leyendo el libro, como si estuviera hipnotizado con las palabras que allí yace. Ante esto, Rebeca se molesta de una manera iracunda.

-¡Mira, chico. Te acabo de pedir dos fresas con crema! –grita desaforada.

El joven, ante el grito necesario de la chica, se asusta y cierra el libro.

-Discúlpame chica. Ya te hago las fresas con…

Se calló por un momento, justo después que levantó la cara para conocer su rostro. Le gustó al instante, sin remordimientos de invitarle un café, o que ella le haya gritado en su cara.

-Ya, ya te hago la crema con fresa… Quise decir, la fresa con crema.

-Por cierto, mi nombre es Ernest, y discúlpame pero andaba leyendo un libro.

Ella se ríe de la cara inocente del joven. Al parecer a ella le gustó su manera de disculparse.

-Tranquilo, Ernest. Yo me llamo Rebeca, pero me puedes decir “Beca”. Por cierto, ¿qué lees?

-El diario de Ana Frank, ¿lo has leído? Pregunta con intriga Ernest.

-No. Lo he escuchado en la radio justo antes de venir, ¿de qué trata?

-¡Qué bien, Eres judío! Yo, bueno –dice Rebeca con cierto desaliento- soy musulmana.

-Y ¿Por qué lo dices con esa tristeza? Es bueno ser musulmana en un país de puros católicos. Bueno, eso creo. Además que tienen una música muy buena y ustedes las mujeres son muy…

Ernest detuvo su voz y su boca por un instante. Pensó lo que iba a decir, se le iba a salir un piropo sin querer.

Rebeca lo sabía, tanto ella como él se sonrojaron. Se rieron al mismo tiempo.

Para volver a romper el hielo, Ernest por fin le entrega las fresas con crema que ella había comprado. Y antes de salir de la tienda, Rebeca le extiende un saludo.

-Si algún día bajas a la capital, no dudes en llamar a este número.

Le da una de las servilletas que él le entregó junto a la fresa con crema, pero en él se encontraba el número de la casa de Rebeca.

-No lo dudes, Beca.

Al dejar de verse supieron que algo sucedió, que algo los marco pero no saben qué fue exactamente. Tal vez fue el suspiro de un amor a primera vista, o de que los dos se divirtieron mientras se hablaban. Ahí está el problema. Cuando tratas de entender cómo funciona el amor, se pierde toda claridad de la realidad sollozada. Porque el amor no se trata de funcionamiento, sino de que es y vive como ningún otro sentimiento inerte del ser humano.

-¿Habrá sido su sonrisa? -se preguntaron en voz alta los dos cuando trataban de dormir horas después de la inesperada conversación que sostuvieron.

Pero nada quedó en una mera conversación. Ernest bajó a Caracas tres días después de haber conocido a la bella y esplendida Rebeca. Llamó a la casa de la chica, lo había atendido la madre y desde ese día Olivia sabía que en la mente de su hija había un chico.

Luego de varias citas que tuvieron juntos, varios besos que se impartieron sobre ellos, decidieron confrontar cada uno a su familia. Básicamente para Ernest no le fue difícil informar a sus padres de la existencia inerte de Rebeca, la chica que conoció mientras atendía la tienda, la chica de su primer beso y que luego de varias citas se enamoró perdidamente. Peter, su padre, nunca tuvo problema con que ella fuera árabe, más bien le agradaba.

-Hijo, cuando conocí a tu madre supe a primera vista que era la chica más especial del mundo. Procura que ella sea especial para ti, y trátala como tal.

Su madre Shopie, a pesar de que nunca la aprobó como tal, siempre le daba consejos a su hijo de qué regalarle.

-A las mujeres nos gusta un hombre detallista, que sepa apreciar cada momento, cada instante. Tu padre, por ejemplo, lo primero que hizo para que llamara su atención fue escribirme un poema. Era corto, pero su significado fue muy único para mí. –Y tratando de ayudar a su hijo, Sophie le sugiere hacerle un poema.

Ernest pensó bastante el hecho de escribirle un poema a su Beca, pero al fin se decidió. Se sentó en la mesa de la sala de la pequeña cabaña en donde vivía la familia Heiddeger, esas cabañas alemanas, que por dentro son casi en su plenitud de madera barnizada. Ernest pensó varias horas cada palabra que escribiría en la hoja, hasta que por fin logró redactar.

 

«Tus ojos demuestran  que eres única y alegre.

Tu piel morena me contagia y me demuestra que en verdad

eres tan espléndida como la fresa que se cosecha en estas montañas.

Aquí sigo, loco y empedernido, porque te pienso cada instante,

porque te pienso sin cesar. Porque sí, porque te pienso… »

  

En casa de la familia Assef todo iba de mal en peor. Los padres de Rebeca, al enterarse de que con el chico que ella estaba saliendo era de origen judío, le prohibieron volver a verlo. Sentían un claro odio hacia los judíos.

-¿Qué es lo que tengo que entender? -pregunta Rebeca confundida y a la vez con ganas de llorar por el inexplicable odio hacia los judíos.

-Ellos son los culpables de la desgracia de miles de árabes en Medo Oriente. Nos quitaron nuestras tierras y nos tildaron luego de ladrones.

-Papá -replica Rebeca-, ¿Qué culpa tiene un joven de mi edad en lo que sucede en Medio Oriente, que que nunca ha pisado más allá de Caracas y sus aledaños?

-Rebeca –interviene Olivia de manera tenaz-, tu padre y yo habíamos pensado que por todos los problemas que has tenido, y porque nos importas, hemos decidido mandarte a Europa a estudiar.

Rebeca no aguanta, quiere llorar, no quiere irse a Europa. No por ahora. Rebeca no aguanta, y rompe en llanto. No sabe cómo decírselo a Ernest y entre tantas salidas a escondida de sus padres, Rebeca decide por fin decirle a su querido la noticia de su partida.

-Me voy del país. Mis padres no me quieren aquí. Me voy en tres días a Polonia –sonríe con cierto desaliento-. Allí mi papá tiene un primo con un sembradío de fresas. Las coincidencias a veces existen ¿No crees?

-¿Ya no te podré ver más?

Ernest no supo qué más preguntarle, sólo se quedó callado y mirando los ojos de su amada Beca. Ella hizo lo mismo por más de media hora, sentados en los jardines del Parque del este.

Se abrazaron como nunca lo habían hecho. Se dieron el último beso, el más doloroso de todos los besos: el de despedida, ese que nadie quiere dar o quiere llegar a esas circunstancias.

-Toma, un regalo que quise darte hace mucho tiempo, y creo que esta es la ocasión ideal -dice Ernest sacando de su bolso un libro-.

Allí se encontraba Rebeca, en los asientos del aeropuerto de Caracas.  A veces la vida depara futuros tan incipientes como el sonido nostálgico de un avión saliendo a un destino imaginario. El vuelo hacia Polonia se había demorado una hora por problemas de la turbina de avión. Saca de su mochila el libro que le regaló Ernest, que no era cualquier libro, sino con el libro con que se conocieron: El diario de Ana Frank. y mientras lo hojea cae del libro una carta sellada. Se sorprende ante su existencia, lo recoge del piso y lo abre. Lee poco a poco cada palabra que allí yace. No era de las chicas que le gustaban los poemas, pero ese en particular le pareció hermoso, sublime. Luego de terminarlo, sus lágrimas brotaron desde lo más profundo de su alma. Estaba perdidamente enamorada del alemán de las fresas, de su amado Ernest.

Los años pasaron. Ninguno contó el tiempo exacto en que crecieron sin verse o escribirse. Simplemente se dedicaron a lo suyo, a vivir su adolescencia, a graduarse del colegio y querer ser ingenieros, médicos o abogados. Nunca se supo si Rebeca logró llegar a Polonia o si se devolvió a su hogar. Nadie logró tener contacto con sus padres.

Ernest continuó con sus deseos de ser médico. Presentó la prueba en la Universidad Central de Venezuela y al buscar sus resultados tuvo la buena noticia de que había sido aceptado. Su gran noticia la quiso llevar a su casa. Al llegar, vio en la sala de su casa un pequeño sobre manila amarillo con las siglas E.H puestas en su frente. Ernest decide abrirlo y en su interior había una postal de Holanda, específicamente del museo de Anna Frank. En la postal tenía dos palabras escritas con sencillez pero con cierto aire de un porvenir mejor. Dos palabras que hacían de los recuerdos un buen acompañante:

 

“Te pienso”

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