Desde la ventana de la camioneta, la tarde caraqueña se ve incluso provocativa. El fin de semana en la capital se mueve a un ritmo distinto, ofreciendo unas oportunidades que no se dejan ver tan fácil entre semana. Los puestos vacíos en el transporte hablan de otras vías de movimiento para las masas de Caracas, que en días hábiles atestan estos espacios. Los fines de semana la presión baja un poco y baja también la atención en los pequeños movimientos de la calle. Se baja la guardia.
La señora sube a la camioneta con el teléfono en la mano y se ubica en un asiento vacío. Casi de inmediato un hombre sube tras ella, alto, desaseado, intimidante. Se dirige directo a la mujer que acaba de abordar y le pide el teléfono. «Dame», dice, con la autoridad de un padre que le pide a su hija un objeto que la niña no debería tener. El hombre materializa un cuchillo de algún lugar debajo de su ropa. Un cuchillo enorme, que no da espacio a ningún sueño o intención de escape. «Dame», repite, ahora amenazando con el arma.
Es entonces cuando lo escucho.
Un sonido un tanto estertoroso viniendo de la garganta de la mujer. Una especie de sollozo apagado, un grito que no termina de salir, un alarido a medias. Pienso que eso es lo que los autores llaman «grito ahogado». Pienso que esa es la única equivalencia sonora posible a aquella imagen literaria tan utilizada. Me entran ganas de revisar todos los libros que he leído. Me provoca repasar cada novela, cada cuento e incluir aquel sonido cuando el autor indica que un personaje «soltó un grito ahogado». Cada lectura que he hecho y que haré se llena de nuevos matices con la inclusión de aquel sonido que encierra el terror. Aquel episodio ha cambiado mi percepción de la literatura.
Cuando vuelvo al presente, a esa camioneta de Caracas, ya el hombre se ha bajado y los pasajeros buscan culpables o responsables. Para unos, el conductor no debió tener la puerta abierta en esa zona. Para otros, la señora no debió tener el celular en las manos, a la vista. El chofer opina que a la mujer la venían siguiendo y que no había mucho que hacer para evitar lo sucedido.
Una niña le dice a su madre «no era un carajito, era un viejo», dejando entrever lo deshonroso de llegar a edad adulta siendo un maleante. Robar no es cosa de viejos, es un nicho laboral exclusivo para jóvenes a los que nuestro sistema les ha fallado garrafalmente. Mientras mis compañeros de viaje siguen buscando culpables, veo al hombre caminando por la calle, con un cuchillo en la mano a plena luz del día. El tipo se interna en una de esas callejuelas sucias y descuidadas de Capuchinos que tanto recorrí en mi infancia.
Las voces de los demás pasajeros se ahogan detrás de la cortina de indiferencia que he montado. En lugar de oírlos, veo cómo aquel hombre del cuchillo se lleva no sólo el celular de la señora, sino también otro pedacito de la esperanza que tengo en esta sociedad.
César Aramís Contreras Parra