Necesariamente, no todas las cosas están destinadas a suceder, a materializarse, y las ávidas de grandeza suelen tener esa chispa interna que las prende en fuego, con la tristeza de un gran llano asoleado a sus alrededores, donde todos nos hemos concebido alguna vez, equiparando las travesías por el Sahara y los viajes a la luna con nuestra rutina.
Y no es que el quehacer cotidiano no tenga la misma validez que despertar un día y recordar: «¡Por amor a todo! ¡Encontré el eslabón perdido!», al contrario, todas las tareas son tan importantes como perecederas, en algún momento caducarán, pasarán a un lado o a través de nosotros, unas nos despelucarán y otras nos darán un abrazo, o simplemente abofetearán sin reparo; pero claro, las grandes faenas nos permiten un margen de error, un grado de condescendencia apreciable y muchas veces hipócrita, terrible y violento, que nos arropa cada vez que nos encaminamos a revalidar una proeza o transfigurar los vestigios de algún mal comediante de antaño. Incluso imponer, de algún modo, nuevas formas de algo o de nada, bien se cree verdaderamente es posible crear algo a estas alturas de la humanidad.
Lo cierto es que las revoluciones contemplan, a todo nivel, el asesinato sangriento y brutal de lo establecido -veces más, veces menos-, y el asimiento de una manifestación lactante, cruda y por qué no, abortada, que a todo esto nos evocan las grandes acciones, los grandes problemas y sus soluciones, la premonición, esa de la que tanto retrechan los fácticos, y que si bien no nos explica nada, nos da una razón para permanecer atentos a la explicación, o a buscarla por nosotros mismos.
Amemos a nuestra cotidianidad, en ella yace el arte, natural y espontáneamente como nunca lo hallarán en otro sitio.