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Lo que pude aportar

Regent St 3 0060

Ése es el título de mi libro.

En él cuento, sin reserva alguna, todo lo que he vivido desde que me fui de Venezuela.

Comencé a escribir su primer capítulo esa primera noche que pasé en Londres, mientras lloraba recordando el estado en el cual había dejado a mis padres en el aeropuerto. Me propuse cargar siempre encima un pequeño bloc de notas para no perder registro alguno. Las efímeras alegrías, las largas tristezas. La calma, la plenitud; el caos, la desesperación. Todo sería llevado al papel.

Al cabo de dos años me parecía que estaba creando una detallada y completa bitácora personal; y, sin quererlo, mis apuntes respondían a reiteradas dudas de personas que deseaban emigrar, así que mis anotaciones mostraban cierto potencial de guía práctica para cualquier emigrante.

Pero luego decidí que el libro no iba a ver la luz jamás.

Regresaba de pasar vacaciones en Venezuela con mi familia. Salía de la estación y el peso de la maleta se había duplicado. O no, más bien creo que yo tenía la mitad de mis fuerzas. Caminaba a casa y ya sabía lo que encontraría… O lo que no encontraría: a ella.

Abrir la puerta y ver ese cuadro es desolador y amargo. Tiré a un lado la maleta e hice un recorrido por el pequeño apartamento, viendo las mitades vacías de todos los muebles que solíamos compartir. Los portarretratos que encerraban a nuestras fotos juntos, fueron dejados estratégicamente en la sala, uno al lado del otro, como suerte de comité de bienvenida. El eco molesto de un baño deshuesado era lo único que acompañaba a una minúscula panela de jabón que estaba seca y quebrada en el lavamanos. Un papel cagado y débil sobresalía como flor marchita de la papelera. Así que era imperante hacer algo de aseo: tomé una bolsa de Tesco y barrí con la mano todos los pequeños portarretratos que llevaban en su estómago personas con emociones y sentimientos que algún día existieron. Uno a uno iban desplomándose en la bolsa, haciéndose espacio entre ellos, y teniendo más que presente que su misión en la casa había terminado. El papel cagado y el jabón los dejé, sería estúpido acentuar aún más el eco incómodo que ya reinaba.

Me senté en el sofá y tomé el celular para chequear mi saldo bancario. La aplicación estaba consciente de la mala noticia que traería, así que se retrasaba, fingiendo que cargaba algún proceso. Dos años en Londres y mi saldo era de 342 libras. Y una espera de 23 días para llegar al día de cobro de mi sueldo. Siempre he pensado que lo mejor que se puede hacer cuando se tiene un problema grande, y se está a punto de perder la cabeza, es dormir. Así que me quité la ropa y eso hice.

Los dos días siguientes me tocó trabajar. Ofrecer una buena atención al cliente cuando se está con la mierda en la cara es una tarea complicada; mantener ocultos tus peos y vida personal, también. Pero al menos podía comer gratis y disfrutar de saber que al salir volvería al apartamento y ningún drama de pareja me esperaba. Eso valía oro.

También caí en cuenta de que, por primera vez, estaba soltero trabajando en la recepción de un hostal. Eso me dio una inyección de optimismo y alegría. La renta estaba paga hasta finales de febrero, así que tenía más de veinte días para disfrutar de este hermoso escenario.

—¿Y andas sola en Londres y te vas a quedar aquí encerrada de noche? —pregunté, mientras anticipaba en mi cabeza la respuesta de ella, que era lo que buscaba.

—Sí, ni modo. Es que a ver, no voy a salir sola a tomar algo, ¿sabes?

Bingo.

—Pero a ver, si ese es el problema, falta de confianza que no me habías dicho. Mira, salgo en tres horas del trabajo, así que te propongo algo: date una ducha, relájate en el cuarto, descansa; si recuperas energía de tu vuelo y aún deseas salir por unas cervezas, baja a las once que aquí estaré. ¿Te parece?

—Ok, trato hecho. Pero no te garantizo nada, ya que estoy algo cansada.

Sí, sí. Te creo que no bajarás.

—Dale, no hay problema, sin presión alguna —dije.

A las 10:55 pm la hermosa francesa de Lyon se aparecía en el lobby, bañada y perfumada. Así que fuimos por unos tragos a un pub. Luego a una discoteca. Si algo se agradece de este lado del mundo, es la poca presencia del síndrome moralista de novayasapensarquesoyputa. En la discoteca nos besamos. Luego, a las cuatro de la mañana, la acompañé caminando al hostal y la iba a despedir en la puerta, pero quise arriesgarme a subir la barra.

—¿Te agrada la idea de compartir el cuarto con cinco mujeres más que roncan?

—Bueno, no tengo muchas opciones, ¿no?

—Yo tengo una cama king size, en un flat encantador. Vacío, pero encantador —mencioné.

—Y no roncas, supongo.

—En lo absoluto. Ni sufro de alergias ni sinusitis —señalé con seguridad, sonriendo.

—¿Tienes acondicionador y toalla adicional en casa? —preguntó.

—El acondicionador te lo debo, pero la toalla, las que quieras y recién salidas de la secadora.

—Es suficiente con eso. Vamos a tu casa —respondió, al tiempo que sonreía y me tomaba de la mano.

A las cinco de la mañana llegamos al apartamento, listos para refrescar el ambiente y borrar el olor corporal viejo que seguía clavado en las sábanas y el lado de la cama donde solía dormir ella.

Luego de unos cuatro años estando con la misma persona, resulta extraño tocar unas tetas y un culo nuevo. Pero toda esta confusión se aclara una vez metido el animal.

Esas tres semanas de soltería fueron mi bienvenida y reencuentro con la libertad. Tres banderas fueron conquistadas satisfactoriamente. Una misma toalla usada por las tres. Y el mismo juego de sábanas, que ya era una mezcolanza de diferentes olores y fluidos que, una vez secados, acartonaron levemente las telas y le dejaron un intenso olor a mujer.

Pero la fiesta había acabado. El dinero también. Alcohol, mujeres, condones, café y comida chatarra. Faltaban dos días para cobrar y lo que quedaba en monedas lo invertí en un frasco de Nutella y pan integral. Con esta práctica dieta sobreviví, evitando además cualquier tipo de esfuerzo físico que me exigiera energía.

Recibí un correo de la agencia inmobiliaria, en el que se exigía la entrega de llaves el 27 de febrero. Empaqué mis cosas y asimilé la idea de que estaba en la calle y hundido en la mierda. Pero tenía salud, como dicen las madres. Y trabajo.

Dejé mis maletas en el cuarto de equipaje del hostal. La bicicleta en la oficina. Dependiendo de quién estuviese trabajando en el turno de la noche, y de la disponibilidad de camas, me infiltraba en algún cuarto compartido y dormía ahí. Debía levantarme antes de las seis, darme una ducha y dejar el hostal para no ser visto por el personal que entraba en la mañana. Si me tocaba trabajar en la mañana, salía con la bicicleta a las 6:40, daba una vuelta a la cuadra y regresaba dando los buenos días y fingiendo estar cansado de tanto pedalear.

No todos los días eran así de entretenidos. Los viernes y sábado el hostal estaba lleno, y si eso coincidía con alguna persona trabajando que no fuese de confianza, me veía obligado a dejar el hostal y dormir en la calle para no ser descubierto. Y durmiendo en la calle, en las escaleras de una iglesia cercana a mi trabajo, fue que conocí a James y Matt.

Esa noche tenía miedo, no quería llegar invadiendo un espacio que fuese de otro sin casa y buscarme un problema. Me pareció buena idea llevar unas cervezas y tres hamburguesas, fingiendo ser un buen samaritano, para luego confesar que andaba en la calle por un matrimonio fracasado. James y Matt chocaron sus latas de cervezas con la mía, diciendo que el amor los condujo a ellos a la calle y miseria también.

Pero más tarde descubrí que era el amor por las drogas. Eran buenos sujetos, pero todo el dinero que agarraban pidiendo se lo aspiraban en las escaleras de la iglesia. Si no estaban ebrios, estaban drogados. Pero eran mis roommates ocasionales, y uno debe saber respetar las mañas de ellos. Algunos roncan y son desordenados; otros se masturban con la almohada. Pues los míos eran alcohólicos y drogadictos.

James no compartía mucho sobre su pasado, era un tipo más de mirada perdida, dura y reflexiva. A veces cuando me preguntaba algo, me escuchaba, pero sin quitar la vista al infinito, haciendo extrañas muecas que denotaban un profundo procesamiento y análisis. Luego daba una opinión absurda y sin sentido, consecuencia del gran daño cerebral que sufría.

Matt, en cambio, se explayaba cuando le preguntaba sobre su pasado. Con mucho orgullo decía que llegó a ser gerente de un importante local de Starbucks en el centro de Londres. Emocionado, me explicaba cuáles eran los secretos para hacer un buen café. Con la punta de su dedo índice metido en una taza llena de cerveza, simulaba que era el pito del steamer y me enseñaba la correcta posición de éste al momento de calentar la leche, dependiendo de si querías hacer un capuccino o latte. Trabajaba como un burro para mantener su local entre los mejores y más productivos de la cadena en Londres, y cuando físicamente no daba más, comenzó a consumir drogas para mantenerse despierto y con energía. Ya estando en sus días libres, en casa, seguía consumiendo sin parar. Bastó menos de un año para que perdiera su trabajo, su carro, su casa y su esposa. Quedó en la calle y ahora pedía monedas a los clientes que algún día él mismo sirvió, tirado en la acera, al lado de la puerta de su antiguo local. La vida es una mierda.

Un día estaba escribiendo y Matt trajo cervezas del supermercado. Me emborraché y me puse nostálgico. Lloré. Ellos me hicieron contención y me dieron un fuerte abrazo con una manta verde que hedía a orine. Tenían gestos bonitos, eran personas muy humanas.

Rodeado con mi nueva manta, me puse a mirar en retrospectiva mi historia en esta ciudad. Sin dudas, yo era una mejor persona. Aprendí a valorar cosas que antes no hacía en Venezuela. Aprendí a llorar de verdad. A escarbar en cada persona que conocía hasta encontrar su lado humano y sus miserias, y así ver qué podía extraer de utilidad de ellos que complementara mi vida y me siguiera ayudando a ser un mejor sujeto.

Pero nada de esa cursilería me ayudó a sostener mi matrimonio. Ninguna pendejada de estas logró que el dinero dejase de ser un problema. Trabajar como un burro, pagar renta, servicios, transporte, hacer mercado, dormir cuando llegaban los días libres para superar el agotamiento y volver a repetir el ciclo de manera infinita; por supuesto, siempre cubierto por la depresión que esta ciudad bien sabe darte.

Y en el ínterin, tus conocidos te hacen sentir más miserable, esperando algo de ti que a lo mejor ni buscas:

—Épale, marico, ¿qué andas haciendo por allá?

—Trabajo en un hostal, en la recepción.

—¿Un hostal? Verga… tú eres mejor que eso.

—…

—¿Y limpias camas también?

Maldito germen latino, ¿por qué nos castigas así?

Pero bien, en medio de una borrachera, y una penetrante melancolía, asumí que luego de estar durante casi dos años trabajando en el hostal, era un pobre diablo sentado en las escaleras de una iglesia, con dos indigentes drogadictos a mi lado. Con casi 32 años, finalmente acepté el hecho de que era un mugroso pelabolas, un don nadie listo para hacer carrera en la indigencia; eso sí, en el primer mundo, como a muchos les excita decir.

Y rememoré un consejo que me dieron repetidas veces: «Gabriel, debes aportar algo que la mayoría de la gente allá no puede aportar. Debes tener habilidades que te diferencian del resto. Busca eso y ahí encontrarás el trabajo profesional y harás billete».

En su momento me partí el cerebro para identificar algo que pudiese aportar diferente. Pero supongo que perdí el tiempo en la vida, porque no encontré qué era eso que me diferenciaba del resto. Busqué durante días y no hallé cuáles eran los superpoderes que me hacían alguien único e imprescindible para una prestigiosa compañía.

Y volvía al fin del círculo, porque no veía algo realmente malo en mí como ser humano, yo seguía siendo el mismo venezolano que emigró. Entonces, ¿mi problema fue no hacer dinero? ¿No encontrar un trabajo que, ante los ojos latinos, fuese digno, profesional y que diera orgullo poner en Facebook?

Sí, ése fue mi maldito problema, pensé mientras me derrumbaba lentamente en la espalda de Matt, vencido por el cansancio y la frustración.

El siguiente día lo tenía libre. Quería quedarme acostado y burlar a la tristeza durmiendo; pero James y Matt no querían dejarme solo en ese estado, así que insistieron en que los acompañara a pedir algo de dinero por Westminster. Un paseo hermoso que servía para recordarme por qué Londres era la ciudad correcta para ser indigente y poder disfrutar siempre de maravillosas vistas que quitan el aliento.

Luego del paseo decidimos regresar metiéndonos por Soho. Y mientras James meaba en un muro fue que vi paseando con lentitud a Daniel Craig. Estaba con su esposa, Rachel Weisz, una flaca hermosa de piel blanquísima con labios carnosos nacidos para mamadas. Hacía unos cuatro meses que había visto en bluray Skyfall. No acostumbro a ladillar a alguna persona famosa cuando le reconozco en la calle, pero me emocionó la parsimonia y cariño con la que la pareja paseaba a sólo metros de mí, ajenos al resto del mundo. Me acerqué con una sonrisa, abordándolos diagonalmente en su camino.

—Hola, Daniel, solamente quería felicitarte por tu gran trabajo como actor —comencé diciendo, mientras estiraba mi mano para estrechársela—, te vi hace poco en Skyfall, y estuviste excelente.

Rachel se llevó la mano a la cara, cubriéndose de inmediato la nariz y boca. Sus ojos se voltearon, deseando que desapareciera de su vida. Mi mano seguía extendida en el aire, esperando por la de Daniel.

—Lárgate, amigo, no tenemos cambio —dijo Daniel. Su mano derecha simulaba quitar polvo en el aire  repetidas veces. Y yo era el polvo.

Mi mano continuaba extendida. Y ya el tiempo reglamentario de tener la mano así sin respuesta había expirado. Pero era ya muy tarde para bajarla fingiendo locura. Lo poco que me quedaba de dignidad estaba siendo pisoteado por unos delicados tacones color crema, y unos impecables zapatos de cuero marrón con broguing que vestía Craig.

—No, no, creo que esto es un error, Sr. Craig, yo no estoy pidiendo dinero; yo soy un fan felicitándolo, sólo eso. —Acerqué hacia su cuerpo mi mano extendida, esperando que, ya aclarado el punto, los ánimos se calmaran.

Daniel asintió con su cabeza y acto seguido alguien me cargó, tomándome por la nuca y una pierna, alzándome por los aires y estrellándome contra la acera. Con una rodilla recostada en mi pómulo izquierdo, y sin entender nada de lo que pasaba, pude oír una voz ronca que dijo: «El señor Craig quiere seguir disfrutando de su paseo y que te largues a joder a otro. Y eso es precisamente lo que harás, ¿verdad?».

Con el peso de esa bestia, ni siquiera pude asentir, mi cabeza estaba inmóvil. Pero supongo que él imaginaba mi respuesta, así que se levantó y se hizo a un lado, dejando pasar por encima de mí a la famosa pareja.

Me quedé acostado y comencé a llorar. Matt y James, que observaron lo ocurrido desde el otro lado de la calle, corrían hacia mí abriendo la mugrosa manta para darme contención y calor de nuevo.

—Ya no perteneces a la sociedad, Gabriel. No vuelvas a hacer estupideces como la de hoy, jamás —dijo James, donde por primera vez, decía algo con sentido y en tono molesto—. Perteneces a la calle. Asume eso y te evitarás problemas. Pedirás dinero y te ignorarán; hablarás y nadie te oirá. Acepta que eres invisible, eso es tu nueva vida. Nadie puede verte, y si insistes en ser visto, sólo saldrás herido.

Sus palabras tenían sentido, yo mismo ignoré toda mi vida a la gente que me pedía dinero. Pero me negaba a aceptar esa nueva vida. Matt y James cayeron dormidos, pero yo no tenía sueño. Era viernes en la noche y, sentado en las escaleras de la iglesia, podía ver cómo pasaban manadas de mujeres que vestían sus mejores minifaldas. Una brisa fría, cargada de múltiples perfumes caros femeninos, chocaba en mi cara y me recordaban mi miseria…, y la manta orinada que tenía encima. Cinco carajos borrachos pasaron riendo al frente de nosotros. Uno de ellos tiró una botella vacía a sólo metros de la pierna de Matt. El más imbécil de los cinco sacó el celular y dijo para tomar una foto. Los otros cuatro trotaron y se sentaron detrás de nosotros, posando y pegando gritos. Yo permanecía inmutable, viendo al frente. Y sentí una ira impresionante.

Estuviesen en Venezuela para que les cayeran a tiros por sapos, cabrones…

Y ahí, como un relámpago, apareció de nuevo la voz en mi cabeza: «Gabriel, debes aportar algo que la mayoría de la gente allá no puede aportar…». Y me di cuenta de que durante dos años la respuesta siempre estuvo ahí, presente ante mis ojos pero no fui capaz de verla. Venezuela me había preparado durante 28 años para esta mierda, y yo, bloqueado por la continua presión y necedad de la gente que conozco, decidí inconscientemente enterrar todo ese valioso aprendizaje. La respuesta era ser yo mismo. Ser venezolano y apelar a nuestra esencia, a lo que nos define, a lo que nos rodea desde que nacimos en ese país. Y eso es lo que puedo aportar mejor que nadie aquí en Reino Unido. Me quité la manta hedionda y saqué del morral mi bloc de notas, finalmente estaba listo para cambiar mi vida y dejar de ser invisible para la humanidad.

Eran las nueve de la mañana y mis compañeros despertaban. Yo no había dormido nada.

—Ok, chicos, hay mucho que hacer hoy —dije, levantando mi bloc y apuntándolos con éste.

—¿No entrabas hoy a las 6:45?

—Sí, pero me reporté enfermo. Y si todo funciona no volveré más.

Escondimos las mantas detrás de la papelera y fuimos a tomarnos un café. Les dije que necesitaba de su ayuda, que me dieran una oportunidad para hacernos visibles. James dijo que perdía el tiempo y que no ayudaría. Le respondí que tendría suficiente dinero como para aspirarse toda la droga de Londres. Cambió de parecer y dijo que contara con él.

Nos dirigimos a Oxford Street. Las tiendas comenzaban a abrir y ya los turistas eran hormigas que colmaban las aceras con desespero y confusión. Pedí a James y Matt que me llevaran a ver carteristas en acción. Me señalaron a cuatro sujetos que conversaban recostados de la entrada de la estación de Oxford Circus. Era cuestión de ser paciente. A los pocos minutos uno de ellos se activó y comenzó a caminar detrás de una hermosa rubia que llevaba dos bolsas de Primark. En segundos, una mano ágil y muy entrenada se había hecho con su monedero. Y yo había grabado todo con mi celular.

—Tranquilo, no tienes que fingir que no sabes de lo que hablo. Y por la pinta que llevo, debes estar claro que policía no soy —le dije calmadamente al ratero de poca monta—. Ven, te invito un café.

—Te repito, no sé de qué hablas.

—Escucha, te tengo grabado aquí. Soy amigo de James y Matt. Deja de hacerte el tonto y ven conmigo, que el tiempo corre y hay trabajo por hacer.

Él hizo una seña a sus amigos, indicando que todo estaba en orden. Entramos a la cafetería. Abrí mi bloc y comencé a señalar anotaciones y gráficos. Su nombre era Antanas, era de Lituania.

—Puedo potenciar tu negocio, Antanas. Estás trabajando a ciegas, y tomas un riesgo que a veces te deja de fruto sólo monedas y fotos de novios. ¿A cuántas personas puedes robar en un día?

—Depende. Debo cuidarme mucho de la gente que rodea a la persona y las cámaras regadas en la ciudad. A veces puedo sacar unas 15 o 20 personas al día.

—Ok. Te expones demasiado por nada. Si trabajamos en equipo puedo darte los objetivos y las claves de las tarjetas que robarás a las víctimas —expliqué, mientras dibujaba en una hoja para que entendiera mejor, asumiendo que la droga lo debía tener vuelto mierda también—. Debemos alejarnos del centro de Londres. Aquí tienes mucho mercado, pero también cámaras en cada cuadra. Vamos a medias en esto, tú te entiendes con tus amigos, yo con los míos.

—¿Y cómo obtendrás las claves? —preguntó.

—Ese es mi área. Y por eso es que me necesitas. Tú eres el de las manos ágiles, así que por eso seremos un equipo. ¿Estás dentro?

—¿Cuándo comenzamos?

—Ya mismo, para que veas que no miento.

Tomamos un par de buses y nos fuimos a Seven Sisters. Entré a Tesco y le dije que me esperara afuera. Tomé una manzana y fui a la máquina de pago automático. En dos minutos salía comiéndome la manzana y con una clave memorizada.

—La que viene con los jeans negros y el cabello pintado de morado —le dije a Antanas cuando le pasé al lado.

Nunca dejé la normal paranoia con la que vives en Venezuela. Tapar con la mano el teclado donde pongo la clave es algo que hago automático, así esté solo en toda la avenida en plena madrugada. Pero aquí pocos hacen eso. En todo este tiempo creo que habré visto a unas cinco personas hacerlo. Así que, con solo estar atento y mirar de reojo al que tienes al lado mientras pagas, ya tienes su clave.

Antanas volvió a los diez minutos con la billetera. Él fue al cajero portando un hoodie y unos lentes oscuros. Retiró 300 libras. Repetimos la operación todo lo que quedaba de día, alternando los supermercados a los que yo entraba y los cajeros de los cuales sacábamos el dinero. A las nueve de la noche regresaba a la iglesia con 2.850 libras. Les di 500 libras a cada uno. Vamos, pusieron los contactos, pero los que se ensuciaban las manos éramos Antanas y yo.

Renuncié al trabajo, pero de vez en cuando regresaba en la madrugada para lavar mi ropa en la lavandería. Mis maletas seguían en el casillero, todavía no era momento de dejar las calles. Pero se acercaba, ya que en mi primer mes de trabajo hice 32.000 libras.

Al tercer mes alquilé un apartamento de un cuarto para mí solo. Semanalmente pasaba por la iglesia para dejarles una mesada a mis amigos. A veces me quedaba para tomar un par de cervezas con ellos. En un primer instante pensé en alquilar algo más grande y llevarlos a vivir conmigo; pero no, ya son de la calle y es difícil que puedan volver a una vida normal y civilizada. Son felices gastándose todo en droga, y tienen la dicha de no tener a ningún güevón que les diga qué hacer o qué no hacer con sus vidas. Yo los tuve en exceso.

Comencé a comprar ropa nueva y cuidar nuevamente de mi imagen. Debía cortarme el pelo y estuve buscando una peluquería por la nueva zona en la que andaba viviendo. Encontré una que tenía un aviso bastante colorido, con la bandera de Colombia en éste. Entré saludando y pidiendo una cita en inglés: de forma automática me respondieron en español. La puerta era un vortex a Colombia. Pero el sitio y las peluqueras eran geniales. Todas vestían minifaldas. Todas tenían las tetas operadas. Todas estaban divinas. El corte de pelo no era muy bueno. Siempre me lo cortaba con una diferente, para así conocer un poco sus historias. En mis primeras visitas siempre pensé que era algo más que una peluquería, ya que las tetas se desbordaban de las blusas, y la amabilidad y manera en la que te hablaban era muy peculiar. Pero eran tonterías mías, en varias ocasiones me puse a hablarles sucio y ninguna sugirió algún servicio adicional.

Un día escuché que taladraban algo en el piso de abajo del salón. Bárbara me dijo que preparaban cubículos para montar un pequeño salón de masajes. Imaginaba a esas ricas colombianas con la manos llenas de aceite amasándome el cuerpo, mientras que sus monumentales tetas caían y me rasguñaban la espalda con los pezones. Ponía piche a cualquiera pensar eso. Sí, esto no podía quedarse en un ridículo salón de masajes tontos. Pregunté si el dueño de la peluquería se encontraba. Lo llamaron desde recepción y subió enseguida.

—Hola, soy Gabriel, cliente habitual de tu negocio. ¿Podemos hablar en privado unos cinco minutos?

—Claro, hermano. Soy Camilo, mucho gusto.

Camilo abrió la puerta de su pequeña oficina. La bandera de Colombia se encontraba guindada en la pared, al lado de un afiche de Shakira cargando los guilindajos que le sonaban al mover la cadera.

—Cuéntame, Gabriel, ¿en qué puedo ayudarte?

—Bárbara me estuvo comentando que montarás un pequeño salón de masajes abajo.

—Sí, creo que puede ayudar a mejorar los ingresos de la peluquería.

—¿Puedo preguntarte algo directamente, Camilo?

—Claro, hermano, pregúnteme.

—¿Has pensado en poner a trabajar a las chicas? ¿Es acaso el salón de masajes un eufemismo para ese negocio? ¿Ves la misma mina de oro que veo yo acá con todas estas tetas falsas y minifaldas?

Camilo me peló los ojos y esbozó una sonrisa. Tomó una carpeta de la gaveta de su escritorio; al abrirla cientos de currículos caían de ésta.

—Inicialmente mi idea era contratar peluqueras bonitas de Colombia, pensando en que esto atraería muchos clientes hombres y haría buen dinero —Camilo paseaba por cada currículo y me señalaba la foto de la aspirante—; pero nada de eso sirvió muy bien. Los clientes vienen, babosean, me comentan lo lindas que son las chicas y ya. Pero el negocio no está dando mucho dinero. Con respecto a la palabra que mencionó, no le entendí…

—¿Eufemismo? —interrumpí.

—Sí, eso.

—Te lo planteo así: ¿es el salón de masajes una fachada para iniciar un pequeño servicio de putas en esta área?

—No, hermano, cómo va a pensar usted eso de mí. Estas chicas están capacitadas, han hecho cursos en Colombia de masajes.

—Camilo, no sé cómo será en Colombia o cuántos años llevas aquí viviendo en Reino Unido, pero en mi país, si un hombre va a darse un masaje, es porque quiere una mamada, como mínimo, al terminar la sesión. En Venezuela, casi que la totalidad de spa de masajistas es, simple y llanamente, un centro de putas que prefieren mantener la cosa discreta y políticamente correcta en la prensa y en donde se publiciten.

—Mierda, hermano, cómo va a ser… ¿siempre?

—Sí, Camilo. A ver, si cuando llegas las masajistas son horribles, es posible que sean masajistas profesionales y no ofrezcan más que sólo masajes. Pero cuando llegas a un sitio donde hay puras caballotas, como las que tienes aquí, siempre tendrás tu mamada o polvo al final de la sesión. Y es que estemos claros, Camilo, ningún hombre va a pagar para que le den un masaje solamente. Eso es para mujeres o pacatos. Si a un hombre le duele la espalda, con una mamada se le quitará eso; si está estresado, también. Una mamada alivia todo. Además, tus peluqueras apestan, ellas de vaina saben agarrar una tijera; sin embargo, no pongo en duda que sí deben saber tirar muy bien.

—Verdad que sí eso, parce…

—Entonces, Camilo, podemos trabajar en equipo. Deja que yo te ayude con los gastos de la remodelación, ofrezcamos buena paga a las chicas, para que se animen en el proyecto. Deja que te asesore y me encargue de levantar esta “peluquería”.

—¿Hay que aumentarles?

—Por supuesto, Camilo. No pienses miserablemente. Ellas a lo mejor no son putas, eso no lo sabemos. Pero sí que podemos volverlas putas si les damos la motivación adecuada, eso no lo dudes. Deja que yo hable con ellas. También me encargaría de dar a conocer el negocio, siempre en el hostal nos preguntaban por sitios de putas baratos, y créeme, ninguno esperaría encontrar tetas de este calibre. Yo puedo hacer que mis compañeros manden a docenas de clientes al día. Iríamos a medias luego de darles el pago a las chicas. ¿Qué dices?

—¿Que qué digo? ¡Pues que le demos, parce!

Las peluqueras ganaban 1.200 libras mensuales. Les pregunté directamente si estarían dispuestas a, aparte del masaje, dar sexo oral al cliente y dejarse coger por unas 2.000 libras netas al mes, más comisión por cada cliente. Se ofendieron, no aceptaron y me llamaron enfermo. Les dije que bien, serían 3.000 libras, más comisiones y bono por desempeño: la que más tirara en el mes podía llevarse 500 libras extras. Todas aceptaron.

En sólo mes y medio la peluquería había hecho el doble de dinero que en sus dos años previos de existencia. El pequeño burdel colombiano era una sensación. Las chicas se esforzaban muy bien: al cortar el pelo a algún cliente nuevo, comenzaban a meterle mano y recostarle las tetas en su hombro. Todo corte de pelo terminaba con un buen posterior «lavado de cabeza». Eso era un hecho. Por mi parte, pasaba comisión a mis antiguos compañeros de trabajo del hostal; ya era habitual ver madres con sus hijos saliendo del hostal para ir al London Eye, Big Ben, o tan sólo para conocer la ciudad, mientras sus maridos salían al rato perfumados, con la coartada de ir de paseo al estadio del Arsenal o el Chelsea. Muchos preferían hasta comprar los tickets, para así tener la mentira bien soportada.

Mi imperio era indetenible, y ya sus bases estaban forjadas.

En una agradable tarde de trabajo con Antanas, éste me trajo un Samsung S5 que había sacado del bolso de una señora. Al final de la noche nos sentamos en un parque para revisarlo pero ya estaba bloqueado. Esto me pareció una oportunidad de mejora a nuestro negocio.

Hice un par de llamadas y un amigo de Camilo me recomendó visitar a un paquistaní que tenía un pequeño local de reparación de celulares en Brixton. Tomé un taxi y le dije a Antanas que yo me encargaba del asunto.

—¿Guebrel? —preguntó el escuálido hombre, al tiempo que apartaba una bolsa que contenía cientos de forros de celulares.

—Gabriel, asesor de negocios —aclaré mientras le daba la mano—. Tú debes ser Hamid, ¿correcto?

Si hay algo que Venezuela te regala, por el simple hecho de vivir o haber vivido en ella, es la valiosa habilidad de saber cuando estás al frente de un malandro. Puedes sentir su pestilencia a millas de distancia. Hamid era uno. Y su bigote canoso certificaba su vasta experiencia. En diez minutos ya tenía otro socio: el que nos desbloquearía y prepararía los equipos para su venta. Hamid se quedaría con el 40% de la venta, más un bono de incentivo a final de mes.

Los chicos de Antanas dijeron que robar celulares era un poco más difícil, por el hecho de que la gente siempre está caminando con el celular en la mano. Me senté en Piccadilly una tarde para observar cómo podía solucionar este pequeño inconveniente. Sí, era cierto, pocos caminaban sin andar hablando o perdiendo el tiempo en el celular. Así que compré cinco bicicletas de carretera Specialized. Problema solucionado: tres días a la semana los chicos paseaban en bicicleta por Londres y con sólo pasar rodando a buena velocidad y extender la mano, podían arrebatar celulares a pendejos que caminaban revisando redes sociales al filo de la acera.

«Gabriel, debes aportar algo que la mayoría de la gente allá no puede aportar…». Vaya…, qué buen consejo.

Pero el costo de ver todo con claridad es que este libro sobre mi vida acá no será publicado. Y es lamentable, porque de verdad sería de mucha utilidad en estos tiempos de éxodo venezolano. ¿Pero saben qué?: no me da la gana de tener competencia en mi negocio; no necesito a nadie que venga a aportar lo que yo ya aporto.

Y hablando de cosas lamentables, hace dos días me llamó mi ex para confesarme que estuvo stalkeando mi Facebook e Instagram. Dijo que me mantenía muy bien y lucía bastante feliz.

—¿Andas trabajando para alguna compañía? —preguntó.

—Se pudiese decir que sí… Aunque, de hecho, son varias.

—¿Será que tienes alguna oportunidad para mí, o conoces quizás a alguien a quien pueda enviar mi currículo?

—Mira, tengo ahorita vacantes en una peluquería. De hecho, es un pequeño salón de masajes con servicio adicional de satisfacción a nuestros clientes —expliqué.

—¿Hablas de putas?

—Bueno, ésa es una palabra muy fuerte. Pero sí, es algo así.

—Ay, no, qué horrible… ¿Cómo puedes estar involucrado en algo así?

—Ellas son muy profesionales, y ganan muy bien, de paso. Al final del mes pueden hacer fácil unas 4.000 libras.

Recibí su currículo ayer. Pero no, creo que no me gustaría volver a verla. Además, si algo es imprescindible y clave en el éxito de mi negocio, es la calidad.

Gabriel Núñez

www.conidayvuelta.com

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