«Nunca son los cambios que queremos los que cambian todo.»
Suelo escribir estas notas en cuanto termino un libro. Me tomo un par de días para pensar, luego me siento a organizar las ideas que tengo y elijo las citas de los párrafos que marqué durante la lectura. Esta vez escribo varios meses después de haber finalizado la novela. La pausa no tuvo nada que ver con «La maravillosa vida breve de Oscar Wao», sino con un período de distanciamiento sobre el que tal vez escriba en algún momento.
Menciono esto porque durante estos meses he pensado sobre «La maravillosa vida breve de Oscar Wao» y mis impresiones han cambiado. Creo que de haber publicado las notas inmediatamente, habría escrito algo distinto.
Junot Díaz es un escritor talentoso, su prosa es ingeniosa y fluida. El narrador que creó para la historia es un tipo común, un hombre del barrio que utiliza un spanglish repleto de referencias a la cultura pop, pero sus observaciones son agudas e inteligentes. Su voz es uno de los elementos más interesantes de la novela. Por momentos el escritor dentro de mí desplazó al lector para analizar la técnica y descubrir algunos secretos de su escritura. Pienso que parte del éxito y el reconocimiento que ha recibido Díaz por «La maravillosa vida breve de Oscar Wao»se debe a su prosa y es merecido.
«…y entonces, de buenas a primeras y sin advertencia, sientes algo. Un nudo justo bajo su piel, apretado y secreto como un complot. Y en ese momento, por razones que nunca llegarás a entender, te sobrecoge una sensación, un presentimiento, de que algo en tu vida está a punto de cambiar. Te mareas y puedes sentir tu sangre palpitar, un golpe, un ritmo, un tambor. Luces brillantes resplandecen a través tuyo, como torpedos de fotones, como cometas. No sabes cómo o por qué, pero no tienes la menor duda. Es estimulante. Toda la vida has sido medio bruja; hasta tu mamá lo admite a regañadientes. Hija de Liborio, te llamó cuando escogiste los números ganadores de la lotería de tu tía, y tú pensaste que Liborio era algún pariente. Eso fue antes de Santo Domingo, antes de que supieras de la Gran Potencia de Dios. Lo siento, dices, en voz demasiado alta. Lo siento. Y ahí mismo, todo cambia. Antes de que termine el invierno, los médicos le extirpan el seno que tú amasabas y el ganglio axilar. Debido a las operaciones, le será difícil levantar el brazo sobre la cabeza durante el resto de su vida. Se le empieza a caer el pelo y un día se lo arranca todo ella misma y lo mete en una 55/358 bolsa de plástico. Tú cambias también. No enseguida, pero cambias. Y es en ese cuarto de baño donde todo empieza. Donde tú comienzas.»
Cuando comencé a leer recuerdo haber pensado en las primeras cien páginas de «Los detectives salvajes» de Roberto Bolaño, que en mi opinión están entre las mejores que se han escrito en la literatura reciente. Pero menciono esto porque quiero separar el golpe de efecto que produce el narrador de la historia en sí.
«La maravillosa vida breve de Oscar Wao» parte de las raíces de américa latina, de las profundidades geográficas en las que se encuentran los orígenes culturales del continente, para retratar la vida de aquellas generaciones de inmigrantes que abandonaron sus países en busca de una vida mejor. Casi siempre huyendo de la pobreza y de las brutales dictaduras militares características de la región, particularmente en el siglo XX.
Los antepasado se Oscar y su familia son los habitantes de Macondo, un lugar que está en todas partes y en ninguna, porque en él se conjugan la esencia y la identidad de los latinoamericanos. Un pueblo de ingenuidad y fantasía que resultó ser demasiado pequeño para los hombres y mujeres que, al ver tantas promesas incumplidas por parte de políticos, empresarios y caudillos, comenzaron a soñar con el progreso: la tecnología y la riqueza que solo las ciudades podían ofrecerles.
«Al final de su vida, cuando el cáncer se la comía viva, Beli hablaría de lo atrapados que todos se sentían. Era como estar en el fondo del mar, diría. Sin luz y con todo el océano arriba, aplastándonos. Pero la mayoría de la gente se había acostumbrado hasta tal punto que lo veía normal. Había olvidado que arriba había otro mundo.»
Pero aunque es indudable que la expansión de la cultura occidental y sus valores tuvieron un impacto en la migración latina, el núcleo de la historia que Díaz nos cuenta es la violencia estatal encarnada en la figura de Trujillo. Padre de una dictadura demencial y sangrienta que torturó cuerpos y trituró espíritus durante décadas, invadiendo y controlando los espacios vitales de sus ciudadanos hasta que eran convertidos en piezas del engranaje, de la maquinaria que sostenía su estructura.
En los días de Trujillo, y en realidad de todos los regímenes totalitarios, el individuo tenía dos alternativas: ser agente del sistema o enemigo del sistema. Los enemigos cumplían su propósito consolidando el poder a través del terror, siendo mártires o chivos expiatorios. Ni siquiera aquellos demasiado insignificantes para llamar la atención del dictador podían vivir sin miedo, pues una mujer o una mirada que se mal interpretara podían ser suficientes para encender la ira de un esbirro y despertar desnudo en una celda o abandonado en un monte en medio de la nada con un disparo en la cabeza.
«…pero les pregunto: ¿Y qué? No existía optimismo capaz de obviar el duro hecho de que era una adolescente que vivía en la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo Molina, el Dictador más Dictador de todas las Dictaduras de la Historia. Era un país, una sociedad, diseñada para que fuera prácticamente imposible escapar. El Alcatraz de las Antillas. No había agujero de Houdini en la Cortina de Plátano.»
La única posibilidad de tener una vida digna, que mereciera la pena de ser vivida, era escapar. Pero el inmigrante sabe que más allá de la frontera se encuentra lo desconocido. Un lugar en el que cada calle le recuerda que no pertenece, y las palabras le dicen que siempre será el otro. El que vino de alguna parte, el que busca un hogar, que muchas veces no es el que quiere sino el que puede tener.
Sin embargo, la verdadera tragedia de Oscar es la genética. Una lotería que decidió combinar en un solo cuerpo una obesidad mórbida, rasgos poco agraciados y una de las personalidades menos populares en la historia de la literatura. Un nerd de pura cepa, un geek en estado puro.
El heroísmo de Oscar radica en su residencia, en la obstinación de un corazón que sobre todas las cosas quería amar y encontrar la felicidad. Como suele suceder, la desesperación lo llevó a buscar en los lugares equivocados, pero cuando eres un inmigrante dominicano en los Estados Unidos, gordo, feo y fanático de la literatura fantástica, ¿acaso existe un lugar para ti?
La vida es dura, pero sin duda es más dura para unos que para otros. A veces la felicidad se pierde o se esconde, se encuentra entre las grietas del poder, la violencia, la discriminación y el rechazo. A algunos les toca luchar, como el héroe contra el dragón, para alcanzar esos pequeños instantes de satisfacción. Deseando que la suerte cambie y la voluntad, finalmente, sea capaz de torcer el destino.
Oscar es el perdedor que llevamos dentro, el que se angustia antes de dormir y el que siente miedo, el que se siente solo y quisiera que las cosas fueran distintas. Pero también es el que sueña y apuesta aunque sabe que va a perder. Su torpeza amable y la colección de fracasos sentimentales despiertan compasión, recuerdan a esas etapas incómodas de la adolescencia, y a veces de la vida, en las que todo se siente extraño y fuera de lugar.
«A la vista, Óscar simplemente parecía cansado, ni más alto ni más gordo, solo la piel bajo sus ojos, inflamada por años de callada desesperación, había cambiado. Por dentro, habitaba en un mundo de dolor. Veía flashes negros ante los ojos. Se veía a sí mismo caer por el aire. Sabía en lo que se estaba convirtiendo. Se estaba transformando en la peor clase de ser humano del planeta: un nerdote amargado y viejo. Se veía en el Game Room, escogiendo miniaturas el resto de su vida. No quería ese futuro, pero no veía cómo evitarlo, no sabía cómo salir de él.»
Mi única crítica a «La maravillosa vida breve de Oscar Wao» tiene que ver con lo conceptual. A medida que avanza la historia, la visión de Junot Díaz se aleja de Oscar, viaja al pasado, recorre la historia familiar y la periferia de una vida peculiar que es parte de algo más grande y complejo. La identidad, la cultura, la familia y el amor, la superstición y la violencia, el poder y la muerte. Cuando todo ha terminado, permanece una sensación de dispersión, como si el núcleo de la historia se hubiese desplazado. Porque en realidad la esencia de la novela está más cerca de una épica familiar contra la brutalidad y la opresión que de la vida de un muchacho desafortunado. Tal vez contribuya a la confusión que el nombre de Oscar aparece en el título y es presentado en la sinopsis como el protagonista.
Salvando las distancias, imaginen que García Márquez hubiese titulado a «Cien años de soledad» así: «La existencia surrealista del Coronel Aureliano Buendía». El intrincado relato generacional de la familia seguiría teniendo sentido, pero nos invadiría la sensación de que en algún punto el héroe se convirtió en el instrumento de una historia que lo supera. Como si el autor, a través de él, hubiese encontrado aquello que en realidad quería decir. Macondo es un mundo en sí mismo, la vida de Oscar Wao sin duda es breve, pero también incompleta.
«Así es la vida. Toda la felicidad de la que te rodeas, te la barre como si nada. Si me preguntan, diría que no creo que las maldiciones existan. Pienso que solo existe la vida. Y eso basta.»