Antes de irme de viaje, todos mis conocidos me advirtieron de las cosas que podrían pasar en el aeropuerto, pero nadie me preparó para eso.
Irina Sposito
Vertió mi agua en el vaso, volvió a salir y a entrar, y el líquido tenía un color blancuzco. Supuse que era una especie de diurético, ya que, a todas estas, pensaba que la prueba era de orina.
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Era el 22 de abril del 2015 y mi trayecto de Puerto Ordaz a Caracas transcurría sin tropiezos. Mi próximo avión —que me llevaría a salir por primera vez de Venezuela— partía a las cinco de la tarde, por lo que tenía que estar con cuatro horas de anticipación en el aeropuerto para poder chequearme. Antes de la una de la tarde ya hacía la fila para mi vuelo de Conviasa hacia Madrid.
Luego del chequeo me dirigí a la puerta que conduce a inmigración, con una primera revisión de documentos sin problema. Un poco más adelante observé a un militar preguntándole a los viajeros su destino, con una cara seria que rayaba en el enojo; cuando es mi turno le respondí “a Madrid, España”. Me quedó viendo un segundo, uno muy largo, sentí como dudaba de mi palabra, y acto seguido me pide mi pasaporte, el que sin miedo alguno le doy, pensando que era una cuestión normal. Con tal, nunca había tomado un vuelo internacional.
Creía que todo iba bien y continué avanzando en la fila sin mi documento, paseando entre los cordones de seguridad. Veo al mismo guardia pasar frente a mí, sosteniendo tantos pasaportes entre sus manos que tenía que utilizar ambas manos. Unas señoras que me acompañaban, al ver la escena, me dicen que saque mi pasaporte, ya que por ese tramo me lo iban a pedir, a lo que les respondo tranquilo que el mío lo tenía aquel militar. Sus semblantes se transforman en muecas de preocupación, e ipso facto yo también comienzo a sentir lo mismo. No sabía qué estaba pasando.
Aunque tenía la sensación de que algo iba mal, me quité los zapatos y pasé por el detector de metales y mis cosas por los rayos equis. Seguí derecho y comencé a hacer una pequeña cola para las taquillas donde me pedirían una vez más mis papeles. Es mi turno y de entrada le conté a la muchacha del puesto por qué no tenía mi documento de identidad, ella, con un agudo tono de hastío, me replica “ay no, tienes que buscarlo, eso está por allá atrás, busca al guardia que te lo quitó y pídeselo”. Coño. Me salgo de la cola y siento como todos se me quedan viendo.
Intento divisar al guardia que me había quitado mi pasaporte y no lo encuentro. Veo a otro que parecía ser de mayor rango, un hombre blanco de lentes, que tenía entre sus manos unos veinte pasaportes, además de unos cuatro guardias y ocho civiles alrededor, todos hablándole al mismo tiempo. La gente le pedía sus papeles de regreso, demanda a la que él respondía, soberbio, con preguntas sobre quiénes eran o qué hacían, mientras comparaba la cara de cada persona con la foto en los documentos.
A algunos de ellos se los devolvió, pero aún quedaban, y entre esos se encontraba el mío. Me acerqué para reclamar la retención de mi pasaporte, alegando la arbitrariedad del asunto y la falta de comunicación precisa. Tanto discutí que el funcionario reveló la causa de tanto problema: nos iban a realizar una prueba antidroga. Comenta al grupo de viajeros que íbamos a tener que “firmar un papel”, que llega al rato en mano de uno de sus compañeros —un militar gordito, negrito y de rasgos aindiados—. Era una autorización para ser examinado.
Sabor agua de mar
Entre los rostros de las personas había conformidad y miedo. Uno de los militares se llevó un primer lote de personas, mientras otro se quedaba con el resto del grupo. El guardia que tenía los pasaportes nos sacó a través de los cordones, dirigiéndonos al módulo de la guardia, que se encontraba debajo de las escaleras eléctricas del terminal internacional. Fui uno de los primeros en ingresar al lugar, quería salir rápido de eso. No fue hasta ese momento que le presté atención a la gente que estaba conmigo en esa situación: ocho individuos, cuatro mujeres y cuatro hombres.
El guardia gordito, que resultó ser el inspector del examen —el cual era en extremo mal hablado—, nos entregó los papeles que habíamos firmado y explicó para todos el proceso, “bueno, les vamos a hacer una prueba antidroga. Esto dura máximo veinte minutos. Yo les voy a preparar una cuestión, y cuando les den ganas de hacer, me avisan para llevarlos al baño, nosotros tomaremos la muestra, les devolveremos su pasaporte y eso está listo”. El escenario me dio mala espina.
El inspector pregunta quién empezaba, me ofrecí sin dudarlo. Para mi sorpresa, señaló el pote de agua que llevo siempre conmigo, pidiéndomelo, y yo se lo doy. Repitió lo mismo con todos los que tenían frascos en la mano. El hombre se los llevó y volvió a entrar con un vaso de plástico pequeño de color violeta, como los que venden en las licorerías. Vertió mi agua, volvió a salir y a entrar, y el líquido ahora era de color blancuzco. Supuse que era una especie de diurético, ya que, a todas estas, pensaba que la prueba era de orina. Tenía un sabor que me recordó al agua de mar.
El guardia volvió a salir y las personas a mi alrededor me preguntaban por la bebida, nerviosos. Poco después sentí que podía ir al baño, así que avisé que “ya estaba listo para orinar”. El funcionario se me queda mirando. No es pipí lo que quieren, “sino que haga pupú”, me aclaró. Quedé petrificado. Las demás personas escuchan la conversación y empiezan a protestar, ¿cómo iban a hacer si estaban asustados o no habían comido nada? El inspector, haciendo caso omiso, siguió repartiendo los vasos de agua blanca y se dignó a declarar para todos que la prueba, efectivamente, era de heces fecales. El descontento era palpable.
Las fotos
Yo no sé de dónde saqué las ganas, pero le indiqué al encargado que iba a intentar evacuar. Cuando nos dirigimos al lavado el inspector me pregunta si tengo mi celular entre mis pertenencias, yo respondo que sí. Llegamos a unos grandes baños de puertas metálicas. Entré y el militar me indicó que tenía que hacer “una buena cantidad”, y que luego tenía que agarrar mi propio celular y tomarle cinco fotos a lo que hubiese hecho. No salía de mi estupefacción.
Me senté en el trono y solté tres mojones, y con los interiores arriba y los pantalones por los tobillos, comencé a llamar al militar para que fuera a «ver». El personaje se encontraba afuera sin supervisar realmente lo que hacía. Le daba grima entrar. Entra un segundo guardia y le grita al que me acompañaba:
—¡Coño! ¿Qué estás haciendo? ¿Eres estúpido? Tienes que estar pendiente con la puerta abierta. A ver si le echa algo o baja la poceta.
—…Ok.
Aún con los pantalones abajo, y sin poder creer tanta incompetencia, abrí la puerta y el guardia asomó la cabeza dentro del cubículo. Tomé las fotos en su presencia, agarré mis cosas y regresé con el resto. Todos me recibieron con miradas perplejas. Ya había transcurrido hora y media desde el momento que me habían quitado mi pasaporte, yo solo veía, en esa pequeña habitación repleta de gente, a los militares, sentados son las piernas abiertas revisando sus celulares.
Uso pediátrico
Entre las mujeres del grupo, una comentó que estaba embarazada, y preguntó a los militares si, tomando en cuenta su condición, era recomendable tomarse el “agüita esa”. Ellos desconocían totalmente si la sustancia podía causar daños a una mujer en estado. La señora mostró los papeles que corroboraban su palabra, y tras mucho hablar y negarse a injerir la salada bebida —en contra del deseo de los uniformados—, la dejaron tranquila. La cereza del pastel fue que uno de los retenidos, un farmaceuta, reveló a todos que el brebaje que nos habían dado, era de uso pediátrico.
Solo a tres personas las dejaron ir sin hacer el chequeo. Ahí comenzó el papeleo. Nos hicieron firmar otro papel en el que declarábamos no haber sido víctimas de ningún abuso verbal, físico o psicológico. El documento necesitaba tres firmas: la de la persona inspeccionada, la del inspector y la de un testigo. Yo firmé como testigo de seis personas, “pero no lo pongas a firmas más, que se ve feo” le escuché decir uno de los guardias a otro.
Al salir, estaba entrando el lote sobrante que se había quedado en el punto de partida. No los quise ni ver, sentí pena por lo que iban a tener que pasar. Nos devolvieron nuestros pasaportes, ya solo quedaba correr al avión. Cuando por fin llegué a la zona de embarque, luego de pasar por toda inmigración de nuevo, me sentí aliviado. “Por fin, aquí estoy”, pensé.
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Crónica de una experiencia real.