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La civilización del espectáculo: Pantallas, ídolos y consumo

«Eso es la frivolidad, una manera de entender el mundo, la vida, según la cual todo es apariencia, es decir teatro, es decir juego y diversión.»

«Hoy vivimos la primacía de las imágenes sobre las ideas.»

Antes de compartir estas notas sobre «La civilización del espectáculo» debo recomendarle al lector que intente separar la opinión personal que pueda tener sobre Mario Vargas Llosa como escritor y figura pública, de las ideas expuestas por él en este ensayo. Hago esta recomendación porque es lo más sano para el debate que su análisis pueda generar y porque trata varios de los problemas más importantes que enfrenta la cultura occidental en la actualidad. Independientemente de que se comparta o no la visión del autor, estas son cosas de las que tenemos que hablar.

Vale la pena aclarar que en este caso no se trata de densos argumentos académicos ni de nebulosas reflexiones filosóficas. La escritura de Vargas Llosa es clara, el vocabulario accesible y cada capítulo se encuentra íntimamente relacionado con los elementos que constituyen nuestra cotidianidad: la política, la educación, los medios de comunicación, el arte, la publicidad y la religión, entre otros.

«La civilización del espectáculo» es, en su esencia, un diagnóstico de ese conjunto de valores, costumbres y creaciones que llamamos cultura. El problema central, según la visión de del autor, es la reducción de los aspectos fundamentales de la vida humana a consignas y eslóganes publicitarios que tienen como objetivo vendernos la idea de que la comodidad y el entretenimiento son las máximas prioridades de nuestras vidas.

«…el fetichismo de la mercancía, que, en el estadio industrial avanzado de la sociedad capitalista, alcanza tal protagonismo en la vida de los consumidores que llega a sustituir como interés o preocupación central todo otro asunto de orden cultural, intelectual o político. La adquisición obsesiva de productos manufacturados, que mantengan activa y creciente la fabricación de mercancías, produce el fenómeno de la «reificación» o «cosificación» del individuo, entregado al consumo sistemático de objetos, muchas veces inútiles o superfluos, que las modas y la publicidad le van imponiendo, vaciando su vida interior de inquietudes sociales, espirituales o simplemente humanas, aislándolo y destruyendo su conciencia de los otros, de su clase y de sí mismo.»

Dentro de estas burbujas de confort pop, todo lo que recibimos ha sido previamente filtrado, digerido, cuatificado, monetizado y rediseñado para convertirse en un artículo de consumo. Aunque admite que hay algunas excepciones y deposita en ellas sus esperanzas, considera que no son suficientes para alterar el curso ni revertir las consecuencias que ya estamos padeciendo. El culto a la fama, la adicción al entretenimiento, el relativismo, la corrección política, la obsesión con el porno, el cinismo, el individualismo exacerbado y la pérdida de la espiritualidad, son algunas de las manifestaciones asociadas a la cosificación de la realidad y al colapso de nuestra confianza en el conocimiento.

«El verdadero escándalo en nuestros días no consiste en atentar contra los valores morales, sino contra el principio de realidad.»

La cultura occidental en su conjunto se está distanciando cada vez más de los ejes que en el pasado sirvieron a gran parte de la humanidad para alcanzar sus logros más importantes. Valores estéticos, morales y políticos que transformaron para siempre la manera en que vivimos y concebimos el mundo. El sistema democrático, los derechos humanos, el pensamiento científico, con los innumerables efectos positivos que han producido en las vidas de millones de personas, no formarían parte de la tradición occidental sin el compromiso colectivo que realizaron educadores, líderes políticos, intelectuales y académicos con el apoyo de la sociedad. A través de la historia, estas jerarquías reconocidas y legitimadas por la opinión pública, han generado y promovido la disposición intelectual y espiritual para enfrentar los complejos problemas que forman parte de la condición humana.

Vargas Llosa observa con preocupación que en medio de esta dispersión cultural la búsqueda de la verdad, el deseo de trascendencia y la pregunta por el sentido son fenómenos cada vez más raros. El cuestionamiento de la información y el conocimiento, el debate abierto y honesto de los valores que defendemos o rechazamos, el examen crítico de nuestras tendencias más destructivas, son proyectos con frecuencia ignorados y menospreciados. Aquellos que se han comprometido, reciben poca o ninguna atención de las masas sobre estimuladas y saturadas de contenido que prefieren el escándalo y el entretenimiento fácil que los medios de comunicación están dispuestos a ofrecerles. En medio de la disfuncionalidad cognitiva, la verdad se pierde diluida en la opinión y el sentimiento, que utilizan para rechazar cualquier cosa que perturbe su comodidad o cuestione su visión del mundo.

«En las antípodas de las vanguardias herméticas y elitistas, la cultura de masas quiere ofrecer novedades accesibles para el público más amplio posible y que distraigan a la mayor cantidad posible de consumidores. Su intención es divertir y dar placer, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de formación alguna, sin referentes culturales concretos y eruditos. Lo que inventan las industrias culturales no es más que una cultura transformada en artículos de consumo de masas»

Acusar a Vargas Llosa de elitista y de confiar demasiado en las jerarquías de la alta cultura resulta sencillo, pero no es suficiente para descartar sus argumentos. Sin lugar a dudas, la civilización occidental se está desplazando, la cuestión es hacia dónde. Pareciera que nos alejamos cada vez más de la realidad objetiva, compleja y desafiante, para acercarnos al subjetivismo light, caprichoso y egoísta, que sobre todas las cosas quiere escapar del aburrimiento y refugiarse en la evasión.

«En ellos (los libros) aprendí que el mundo está mal hecho y que estará siempre mal hecho —lo que no significa que no debamos hacer lo posible para que no sea todavía peor de lo que es—, que somos inferiores a lo que soñamos y vivimos en la ficción, y que hay una condición que compartimos, en la comedia humana de la que somos actores, que, en nuestra diversidad de culturas, razas y creencias, hace de nosotros iguales y debería hacer, también, solidarios y fraternos. Que no sea así, que a pesar de compartir tantas cosas con nuestros semejantes, todavía proliferen los prejuicios raciales, religiosos, la aberración de los nacionalismos, la intolerancia y el terrorismo, es algo que puedo entender mucho mejor gracias a aquellos libros que me tuvieron desvelado y en ascuas mientras los leía, porque nada aguza mejor nuestro olfato ni nos hace tan sensibles para detectar las raíces de la crueldad, la maldad y la violencia que puede desencadenar el ser humano, como la buena literatura.»

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