la nueva ley del trabajo

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El perro es el mejor amigo del vagabundo. Esta máxima la sostengo desde que conocí al borrachín que duerme en los bancos de plaza Venezuela. Esto se debe, por supuesto, a que paso cada mañana para ir a mi trabajo que queda a la altura de Los Caobos. Y allí se la pasan los compinches, el tipo apoya su cabeza entrecana, algo calva, barba a medio crecer, sobre el vientre del canino, al mejor estilo de una almohada. Las pulgas deben estar felices pienso, tienen doble vivienda. Con lo que respecta a mi curiosidad, que raya en lo metiche, me tome un sábado en la mañana para ir a charlar un rato con el vagabundo y porque no con el perro. Me habían comentado algunos buhoneros de la zona, que el tipo tenia entrenado al perro para robar comida, eso me parecía difícil de creer, otra excusa para conocer al susodicho. Siendo un hombre tan escéptico, así suelo definirme, no lo pensé dos veces y le dije a los compañeros de redacción que regresaría con una historia que los haría caer de culo. Era evidente que Cheo, el borrachín de la plaza, no me negaría una conversación, si me le iba por debajito, en tono de panita. Le brindaría un cigarrillo, un café y todo saldría de pinga. En efecto ese día llegue muy temprano, aun estaban acurrucados los compadres en el banco de la plaza, ni siquiera estaban los periódicos en el kiosco de la esquina. Se encontraban rendidos, en el quinto sueño después de una noche de farra. Aquellos dos parecían el gordo y el flaco en versión criolla con la mona a cuestas. Me aventure a saludarlo, con un ¡buenos días! Salido de un comercial de seguros. Le ofrecí un guayoyo bien caliente a Cheo, estaba destruido, lo podía intuir en su aliento; de todos modos accedió a charlar y se le soltó la lengua:

  • ¿Lleva tiempo viviendo en la calle? – dije
  • Un par de años, desde la muerte de mi mujer. – dijo Cheo
  • ¿Cómo sortea los peligros que le acechan?
  • Todo se lo debo a mi perro, es lo único que me queda. – me dijo
  • Y, ¿Cómo se llama?
  • Miguelito, y te advierto que duerme hasta el mediodía.
  • Me parece que te conoce muy bien. – dije
  • Hasta más que mis propios hijos, y le acaricio la cabeza a Miguelito, que dormía como un niño.

Le di un fuerte apretón de manos a aquel hombre de mirada triste, que veía dormir a su amigo, la caja de cigarrillos que cargaba se la regale, casi completa. Luego pude enterarme por medio de un buhonero que vende los libritos de la nueva ley del trabajo, que había visto a Miguelito robar perros calientes, asustando a las personas con un ladrido sorpresivo.

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