Los buscó y los encontró. Llamó a la puerta. Difusos se presentaron en forma de otros y las deudas del comportamiento se acumularon, pesadas para su corazón reblandecido. No lo dejaron entrar en el símbolo. Lo apartaron los nuevos, sus sustitutos. Arriba, como petrificados y dispuestos en un polígono ceremonial de pésima construcción barata estaban los viejos puestos de trabajo (dos bancos curvos de piedra lisa, inútilmente ennoblecidos con granito). Aún más alto, lo nuevo: el centro comercial.
Guiándolo por el establecimiento ella lo precedía y lo arrastraba con su ausencia locuaz. “Cuéntame tu historia”. En el estacionamiento descubierto un perro de pelo corto vomitó presa de su cadena, sabía que alguien lo quería patear. Risa macabra la del vigilante que desencadenaba una escalera plegable para luego colocarla al lado del basurero. Entonces solo se podría bajar y gritar mentalmente: “¡Vine aquí, al mercado, a regatear un poco de navidad!” Por el resto de nuestras vidas, restar adiciones, rescatar perdones no natos. Pero no, el vendedor de lotería sabía que no. Lo había visto tomando fotos a esa pareja de mochileros perdidos leyendo sus mapas a la luz de la oficina de cambio monetario cerca de la catedral del cero por ciento de interés.
Entonces vio a las criaturas deslizarse graciosas y nerviosas sobre las vitrinas como babosas poseídas. Colores, formas, vapor de gente. Polillas girando perdidas alrededor de las luces de los semáforos, extasiadas al creer encontrar las medidas de la tapa del retrete y el ínter-eje comunal. Alguien pareció existir por un dudoso instante. La lava, el vacío. Huesos y dulces, merengue lleno de espinas fotografiaron los ausentes. Frutas confitadas, porcelana, escamas, perversiones geométricas. Una hoguera animal calcinaba anuncios publicitarios; un pedestal, un altar presente en distintas ciudades. Recordó el mini-meeting, el ser de los objetos, su sombra. Le gustaba saludar a su sombra y ella le respondía, diligente. Acaecía frecuentemente, aquella silla reflejaba la luz y de ella se proyectaba una sombra humana, ligada en sus pies y en sus manos a las cuatro patas, algo normal.
Protocolo, un viajero discutiendo contra un gracioso corazón de goma que lo miraba inocente, secular y pacifico. Fabulosamente apaciguados por la interacción con el ambiente del terminal y los gases de los jefes, los andantes esperaron su sofocada impaciencia lejos de la normativa de las rutinas. La estructura que sostenía la cubierta reclamó su atención. En medio a ellos, parpadeando, entendió que toma cuarenta días des-cristalizar una rutina hasta su esencia y, de repente, comenzó a dar desesperadas brazadas en el aire como tratando de romper gigantescas telarañas o dispersar medusas opacas besándose ante sus ojos. Era como caminar en las profundidades del mar, como estar desplazado del ser. El aire no hacia efecto. Charlas, charlas. Hablar de precios, indignados: “¿Hemos comido?” y “¿Hemos cagado?”
Seguían todos esperando y, deslizando su cuerpo por la silla, recordó, mientras nadaba en un sucedáneo de vida rentada hasta lograr recuperar el aliento, el amable eco, la imagen fantasma que en sus ojos de sostén asimétrico marcaron los sellos calientes de los anuncios mediáticos en medio del huracán feliz de anuncios y bocinas, de novedades conocidas y apariencias familiares. Testigo de la actuación secreta de Marvin y del saludo romano expresado instintivamente por traviesos niños de goma perdidos, recordó dónde yacía el curiosamente nada iluminado, monumento olvidado, del sacerdote y capellán militar Francis P. Duffy. “You see something, you say something”. ¡Aleluya!. ¿Perdón?