Dios burro
Humanidad es una palabra que señala una multiplicidad de sitios y que de una manera persuasiva, pretende involucrarnos a todos. Tanto usted, quien lee, como yo, quien escribe, estamos, de una manera u otra, envueltos por esta curiosa etiqueta, una predicación bien conocida así como muy elástica. Las siguientes líneas constituyen una breve exploración a la mar de la humanidad. No se pretenden buscar sus límites más si una atenta navegación: en algunos casos la corriente nos podrá llevar, en otros, nuestras extremidades deberemos usar.
Una primera corriente ocupa la definición de la humanidad en oposición a la naturaleza. La oposición se puede considerar con el cartesianismo y sus dos axiomas, la supremacía de la razón y la invariabilidad de las leyes de la naturaleza. Desde esta postura, mientras la naturaleza opera legalmente, la humanidad existe sin ley como precondición, es su propia tarea su descubrimiento a la par del descubrimiento legaliforme de la naturaleza. El interés por la ley se sustenta en la mecanicidad que opera detrás, mecanicidad que se encuentra asimismo contenida en la humanidad pero en relación con algo fundamental que adolece la naturaleza, la voluntad. La separación de la naturaleza en torno a la voluntad como definición puede considerarse desde la transformación. La peligrosa noción del ser señala a la constante realización de la voluntad, ser alguien consiste en la capacidad por hacer, lo cual dentro de la vida moderna deviene en una suerte de obligación. La naturaleza ya está, manifestando con total claridad su finitud. El ser por otro lado expresa lo contrario, la trascendencia y la infinitud.
La extensión infinita de la transformación equivale a la realización técnica de la vida. A la par de la observación de la naturaleza, la humanidad también se interesa en observarse a sí misma. Con la supremacía de la razón es posible traducir la infinitud de la idea a la finitud de la herramienta. A través de la tecnología, la transformación se reviste en una comprensión micro atómica así como una visión macrocósmica. Esta comprensión deriva en la posibilidad actual de destrucción del planeta en su completitud con pulsar un botón o la propia explicación de las emociones como estados que le suceden al humano, no que decide por sí mismo. Esta última forma explicativa ocupa otra manera de reflexionar en torno a la voluntad desde el fiel apoyo de la herramienta, lo que ocurre dentro de nosotros, desde esta perspectiva, puede que sencillamente no sea nuestra responsabilidad. De tal forma, la humanidad se encuentra en la conjunción de la física del cuerpo y su contenido metafísico. El asunto del contenido es interesante en medida que traslada la voluntad a otra dualidad bien conocida, razón y pasión. La razón en sí nos define como humanos, mientras la pasión es otra lugar donde nos explicamos como animales ya que es algo que padecemos.
Desde la imagen mecánica del mundo como padecimiento es posible encontrar otro sitio fértil para la exploración, la humanidad y el don de la bondad y la maldad. Durante un largo trecho de la historia europea la prudencia aristotélica dominó con su especial atención a la practicidad y la imposibilidad por una definición moral de corte totalitario. La dificultad planteada por el griego puede leerse desde muchos sitios, sin embargo, un sitio interesante se encuentra en el salto al universal cuando tal universal se encuentra aún en realización. Por su propia realización, tomar partido por alguna de las dos opciones retrae el debate al reino de la sustancia y la esencia en oposición al movimiento y la impermanencia. La adhesión de la razón como vía para la consecución de la felicidad, o el cumplimento del deber del universal encuentra a lo largo de su promoción un rosario de derrotas y desilusiones. Se puede mencionar el holocausto como un evento capital dentro de esta noción: el cenit de la técnica aplicada a la muerte, la cámara de gas no sólo como una solución masiva, sino como una despersonalización del acto que conlleva quitarle la vida a otro ser humano.
La propia necesidad o reflexión por tomar solo una de las dos opciones permite avistar otro sitio común, el derecho al error como definición. Esta concepción se puede rastrear hasta una idea común durante el propio auge del cartesianismo y que mientras algunos pretenden obviar, se encuentra tanto en la obra del propio Descartes como en documentos de Newton, la perfección de Dios. La propuesta del francés apuntaba a elevar el conocimiento a su más alto grado de perfección, su idea nunca estuvo en abierta oposición a los paradigmas dominantes de su época. El hombre aspira a la perfección la cual sólo conoce porque existe Dios y su obra. Desde la historia heredada el proyecto de la razón se plantea adverso a la tradición religiosa de su momento, pero esa actitud fue más la de los seguidores que la de quienes se reconoce como los fundadores. Dios es perfecto y la humanidad perfectible, la posibilidad a la perfección es realizable a través de la generación de los utensilios.
La búsqueda por la perfección manifiesta el revestimiento de la voluntad con la noción del propósito. Como fue mencionado previamente, el ser y su infinitud dominan al efectivo estar. No es suficiente estar, ya que nos rebaja al propio estado de la naturaleza, al mero estado mecánico. La acentuación a esta separación podemos formularla con Jenófanes, quien sostenía que si los burros hubiesen tenido manos, hubiesen pintado a sus dioses tal cual como ellos son. Con esta ingeniosa afirmación se puede percibir como la humanidad aún se delinea y define en aquella idea crítica en Nietzsche, la ilusión de ser la corona de la creación. Desde el relato occidental podemos conseguir la adecuación del ser con el hacer en el muy conocido “hágase la tierra”, desde otros relatos orientales lo podemos observar en deidades destructoras como el caso de Shiva. Hacer y deshacer son potencias de la humanidad las cuales además de suponer acciones valorativas, son objeto de constante duda. Son potencias capaces de re configurar drásticamente el entorno y el sí mismo, permitiendo desbordar la infinitud sobre el aparente lienzo en blanco que supone la naturaleza.