Orquídea
Los árboles del jardín trasero se acongojaron como presas en apuros; las aguas del río que se encontraba a un kilómetro comenzaron a correr más lentamente; las gallinas y los gallos invadieron con la afonía de sus voces toda la casa y los turpiales se encargaron de sobrevolar la tragedia para corear el réquiem anhelado y de enamorar al cielo rojo que una vez más anunciaba la muerte de otra orquídea.
En la parte trasera de la casa estaba el anciano observando la orquídea que acababa de asesinar. Miró al cielo y escrutó con rostro energúmeno las aves que no cesaban de cantar.
“Aves al coño que no hacen más que ruido” dijo convencido de su acritud.
Se acercó otra vez al cadáver de la orquídea, lo tomó y lo olió por más de tres segundos mientras sus cejas se encorvaron de incertidumbre. Arrojó de nuevo al piso lo que quedaba de ella y con la amargura eterna y verosímil de su corazón, se quitó su sombrero, se deshizo de los zapatos hediondos de toda la vida, se despojó de toda la ropa estropeada y se trasladó hacia el porche de su casa a esperar a la muerte de la misma manera en que había llegado a este mundo: desnudo.
Diez minutos más tarde llegó Marta, su esposa. Feliz, con dos bolsas de jabón en polvo que había comprado tras una larga espera que de unas seis horas en un supermercado (o al menso lo que queda de él). Lo observó con la mirada de costumbre. La anciana había aprendido a lidiar con la muerte psicológica de su compañero desde hacía muchos años atrás. Limpiaba sus desastres, le recordaba cada hora quien era, y lo vestía de nuevo cuando éste, dominado por el capricho de la paranoia, decidía esperar desnudo cada tarde en el porche a una muerte que no se molestaba en acabar con todo esto de una vez por todas.
“Debe ser que tiene algo mejor que hacer” decía cada vez el anciano refiriéndose a la muerte.
“Quizás tienes que hacerle una carta como si fuera el niño Jesús” bromeó Marta con tono sarcástico.
“O tal vez está haciendo una cola pa conseguirte los pañales” continuó.
Marta lo miró como si se tratara del hijo que nunca pudo tener. Agarró el sombrero rancio que se encontraba en el piso y con gesto de ternura se lo colocó a su marido en la cabeza mientras este la observaba con una mirada pueril.
“Toma viejo loco pa’ que te veas más bonito”
El la miró fijamente y comenzó a reír muy lentamente mientras le señalaba el patio trasero. Marta no comprendió. Sin embargo entró a la casa, se despojó de casi toda su ropa, observó todo el desastre que había en la cocina y la suciedad de las paredes que no se cansaba de pintar a diario porque el pobre demente se empeñaba todos los días en rallarlas para dejar mensajes a una muerte indiferente.
Marta respiró profundo y salió al patio. Sintió desde un principio que algo no estaba bien; por lo tanto se acercó un poco más, con el peso de la incertidumbre, a su jardín que era lo único impecable que siempre había podido conservar en esa casa de chiflados. Miró al tope del sauce y observó dos turpiales que también la observaban como si tuvieran conciencia de que algo malo acababa de suceder. Se abrió paso entre los lirios y las azucenas y llegó al fondo del jardín donde tenía a su eterna, su hija silvestre como la llamaba algunas veces.
Se trataba de la orquídea que el viejo demente había destruido algunos minutos atrás y Marta, al ver que su majestuoso milagro no se encontraba en su lugar se desplomó en el piso produciendo un sonido tan fuerte que hizo que todas las aves que se encontraban en los sauces de los alrededores de la casa se dispararan temerosos. Se trababa de una Orquídea que tenía un poco más de cuatro años sin marchitarse y con el tiempo su fragancia se había hecho más intima y exquisita. Fue por esta razón que Marta corrió hacia al porche a gritar como si un demonio la hubiese poseído y estuviera luchando por perpetuar su cuerpo. Gritó como jamás había gritado en toda su vida
“Esa Orquídea era lo único bueno que había en esta casa” gritó una y otra vez, incluso algunas veces muy cerca del rostro del anciano que permanecía inmóvil e ignorando con una sonrisa de otro mundo lo que su esposa decía.
La pobre mujer se desplomó completamente, impaciente y cansada de ser esclava de una circunstancia a la cual había tratado de acostumbrarse por tantos años pero que nunca había tenido la decencia de pagarle, al menos, con la muerte.
Se sentía agotada y con ganas de dejar este mundo. Sin embargo ella más que nadie sabía que era incapaz de quitarse la vida, así que se echó a llorar como un niño impotente y no le quedó más remedio que aferrarse a su desgracia y a lo que le había tocado vivir por tanto tiempo sin habérselo pedido a nadie. Se quitó toda la ropa; Se acomodó en el piso del patio como dios la trajo al mundo y se enrolló como una oruga asustada a esperar lo que su esposo esperaba cada tarde desnudo en el porche: la Muerte.
Duró un poco más de dos horas arrojada en la tierra mojada observando las hormigas que recorrían su cuerpo y las aves que sobrevolaban su desgracia, envidió y anheló la libertad que éstas poseían e incluso imaginó ser una de ellas y fue entonces en ese momento de epifanía cuando Marta se levantó y entró corriendo a su casa. Tomó una pala, se colocó encima los trapos sucios de trabajo y salió otra vez al patio trasero con la determinación de una tormenta perdida en el verano. Se abrió paso entre las fastuosas azucenas. Se amarró la herramienta entre sus brazos y comenzó a cavar tan vertiginosamente como un perro en búsqueda de su tesoro. Tomó una lámina de concreto que se encontraba arrojada en el piso y la colocó en el hoyo con más de la mitad de esta sobresaliendo hacia la superficie. Tomó un pincel y con pintura de un rojo sangre escribió:
“Aquí yace Marta de nadie,
Esposa de nadie
Madre de nadie”
Entró a la casa completamente sucia, mientras su esposo seguía en el porche esperando la muerte. Entró a su cuarto, se quitó toda la ropa de nuevo y salió desnuda como un ave despojada de sus plumas. Respiró más rápido que nunca y se largó de esa casa como un ave fénix endemoniada, sin ropas, sin recuerdos, marchando hacia la nada a seguir viviendo de la nada, solamente con la certeza y el desconsuelo de que sus fastuosas orquídeas no habrían de volver a crecer nunca más por los siglos de los siglos en esa casa de locos.
Fin