Que un texto esté bellamente escrito o que su escritura sea “inmaculada”, como alguien lo calificaría, pertenece al ámbito de la retórica, no al de la lógica. Esta última tiene que ver con los aspectos formales del lenguaje; es decir, con su verdad o falsedad como parte de una argumentación coherentemente elaborada.
“Si a entonces b, y si a y b, entonces c, a entonces c, y b entonces c”, es una proposición lógica.
Pero si x roba a z, y lo descubre w, quien lo denuncia, y x va (o no va preso), eso no pertenece al ámbito de lo lógico solamente, sino al terreno de lo factual. Aquí están involucrados hechos, no simples signos lingüísticos. “Actos”, acciones o eso que los filósofos de la “Escuela Crítica de Frankfurt” llamarían “praxis”.
En un cuento “bellamente escrito”, sin embargo, pudiera suceder que el ladrón, como resultado de sus actos no terminara preso sino que, más bien, fuese la víctima la que terminara detrás de las rejas. Eso podría formar parte de una trama perversa que daría placer al “instinto perverso” del lector. Por ejemplo, en un cuento de Kafka. En este ejemplo el lenguaje podría ser usado con fines retóricos diferentes a los fines puramente lógicos y factuales. Los signos lingüísticos podrían estar siendo usados de manera “bella” o “inmaculada”; es decir, “retóricamente” bien empleados.
Sin embargo, se cometería una falacia lógica si de algo escrito para expresar una denuncia se intentara inferir consecuencias normativas, (ético-morales o políticas), partiendo de aspectos factuales descritos, intentando persuadir con ello al lector a través de un contra-texto (un análisis del texto como instrumento retórico-político, por ejemplo), sobre un pretendido “error” moral de quien hizo la denuncia, o de quien hizo la defensa de dicha denuncia. Veámoslo de otro modo, o desde otra perspectiva.
Cuando se afirma que se está en todo derecho a expresar una protesta porque x situación ocurrió, ¿quién podría negar tal derecho? El expresarlo es una forma de acción subjetivamente válida; es decir individualmente justa. “Yo fulano de tal, denuncio que x”. Eso es válido; es para mí “correcto”.
No obstante, el sustentar la (mi) denuncia es otra cosa bien diferente. Podría ser que los aspectos relevantes para el denunciante no lo fuesen para quienes leyeran su denuncia, por diversos motivos, intereses o deseos escondidos, suprimidos o reprimidas; consciente o inconscientemente.
De ahí que se haga necesario que el denunciante, si es racional, en lugar de sustentar su denuncia en aspectos subjetivos solamente, la deba fundamentar sobre aspectos objetivos, a los cuales se les califica de “factuales”. Ha de sustentarla, entonces, en hechos. En suma, en un texto-denuncia se presentan tres aspectos lingüísticos juntos o entremezclados: un aspecto retórico, otro aspecto lógico y otro de tipo factual.
Pero sucede que en este último aspecto, en lo factual, siempre hay algo valorativo escondido que mancha, por así decirlo, los hechos y que exige limpieza lógica o “formal”.
A ello se le denomina “análisis” lingüístico-conceptual.
La mezcla de los valores, (morales, religiosos o políticos) con los hechos, sirve magníficamente para confundir, engañar y manipular cuando quienes leen o escuchan discursos con gran persuasión retórica, carecen de las habilidades en este tipo de análisis; es decir, para separar lo valorativo de lo factual. A alguien le hicieron una trastada: a un individuo con nombre y apellido, un “alguien” factualmente existente. Y la trastada (un hecho, cabe suponer) se la hizo un ente abstracto, no un individuo: “El Estado”.
Recordemos un caso abominable como ilustración. “El Estado Nazi” eliminó a muchos individuos judíos. A través de otros individuos obrando como “representantes” o “encarnaciones” de ese ente abstracto llamado “Estado Nazi”; muchos de tales seres humanos –bien reales, individualmente considerados- sufrieron persecución, tortura y muerte.
Demostrar que el exterminio ocurrió factualmente es algo diferente a demostrar que eso mismo ocurrió porque un individuo (Hitler), o muchos lo hicieron. Al ser crímenes colectivos, las responsabilidades morales se diluyen o diseminan, convirtiéndose en una “verdad moral” con validez o fuerza persuasiva, y de acción, para muchos, quienes podrían obrar individualmente, creyendo o no creyendo en la validez de las acciones así emprendidas como “acciones correctas”. Entonces, demostrar que alguien formó parte del exterminio de los judíos llevado a cabo por los Nazis, y que lo hizo de manera moralmente perversa, es mucho más complejo que demostrar que ese hecho histórico y factual ocurrió realmente. Aunque haya quienes lo nieguen.
En uno y otro caso los argumentos y la manera de argumentar son de diferente tipo lógico.
Pero es un hecho que al argumentar lo hacemos como lo que somos: como seres humanos encarnados, con un cuerpo y viviendo colectivamente con otros seres humanos también corporales. Por ello no argumentamos sólo lógicamente, sino que lo hacemos cargados de emociones, intereses o deseos. Estamos corrientemente interesados en el placer o en el éxito, o en el poder que todo eso produce. Si todos nuestros intereses se resumen en una palabra: “dinero”, al argumentar se argumentaría, no por amor a la verdad lógica o factual, sino por amor al dinero involucrado.
Eso exactamente es lo que ocurrió en el caso del detenido Leopoldo López y del acusador, el Fiscal Nieves. Ambos son individuos con nombres y apellidos, pero ambos forman parte de estructuras institucionales y organizativas que los convierten en entes tan abstractos como “EL Estado”. Que uno no haya realmente llamado a la rebelión, y que el otro lo haya condenado sin pruebas, es tan válido como haber llamado a la paz y que el otro busque apoyarlo igualmente con pruebas. La fábrica de las “pruebas” podría ser de un signo valorativo a favor o en contra de una causa o de otra. Todo depende de las motivaciones, intereses o deseos de los involucrados.
Y desde luego, de los hechos.
Pero precisamente lo que se somete a prueba, por simples intereses valorativos, son los hechos.
Dedicarse a discutir el aspecto legal de lo ocurrido temporalmente, las acciones de quienes llamaron o no a la rebelión de un colectivo, para “persuadir” al lector de un escrito en el cual eso se discute (un artículo periodístico en una revista política, por ejemplo), no se reduce a un solo aspecto discursivo (lo jurídico), sino que involucra otro aspecto que difícilmente se disociaría de ese primer aspecto: lo moral. Y es difícil de disociar lo jurídico de lo moral, ya que lo jurídico siempre implicaría lo moral, siendo que no siempre su contraria es posible. Hay aspectos morales ajenos a los aspectos jurídicos. Casos de actuaciones morales que contradicen y hasta entran en conflicto con los aspectos jurídicos.
El caso del juicio a Sócrates, es en este sentido paradigmático.
Entonces lo jurídico-legal no siempre es moral, y viceversa. De ahí que cuando se dice que es tan importante el sufrimiento individual como el colectivo, por simple motivos legales o jurídicos (por los Derechos Humanos que supuestamente a todos los seres humanos asisten), se dice una gran verdad, pero que se queda corta, muy corta al referirse al ser humano y sus circunstancias existenciales. Quien sufre no es el colectivo, sufre el individuo: Ud., yo, él de más allá. Los individuos en plural no sufren, pues conforman eso que llamamos “colectividades”, o totales de “todos”.
Analizar tales “todos” es tarea de las ciencias humanas, sociales o de la conducta. Y la discusión sobre la “realidad” de esos “todos” es motivo de agudas controversias metodológicas, epistemológicas y ontológicas en cada una de las disciplinas científico-sociales involucradas.
Entonces, a lo único que podríamos señalar haciendo uso de nuestro sentido común, o sin temor a equivocarnos, es al sufrimiento individual y a quien sufre concreta o realmente; ese alguien que carece de lo básico para sobrevivir, y que frente a nosotros muere en la cama de un hospital del Estado, por ejemplo. Todos los grandes redentores de la humanidad, los héroes y libertadores, han señalado ese tipo de sufrimiento, y han partido de él para llamar la atención de los colectivos en relación a la necesidad de erradicarlo. Buscando hacerlo, ellos como individuos, (muchos de ellos, quizás la mayoría), sin embargo, quedaron atrapados en las marañas y ambigüedades que la conexión entre lo individual y lo colectivo entraña. Muchos de ellos carecían de los instrumentos lógico-conceptuales para realizar los correspondientes análisis racionales.
Y por carecer de tales instrumentos lógico-racionales, muchos se dejaron conducir sólo por sus aspectos valorativos: intereses, deseos, emociones, etc. Un caso paradigmático lo representa Chávez. Su excelencia en cuanto al uso retórico del lenguaje nunca corrió pareja a la excelencia de sus análisis factuales y morales. Todo en él se redujo al uso y abuso de las descripciones retórico-políticas. Y quienes heredaron su legado político, heredaron sus errores y perversiones morales, tanto como sus errores lógico-factuales. Tales “errores” se podrían resumir en una sola palabra: “corrupción”.
Corrupción moral sobre todo, pero sustentada en aspectos legales y factuales cuidadosamente armados y utilizados.
Podríamos, entonces, señalar únicamente el sufrimiento individual; que dicho sufrimiento se convierta en sufrimiento colectivo debería ser demostrado, aunque los “hechos” los tengamos frente a nosotros.
Eso es así –y no podría ser de otro modo- cuando se actúa pública e institucionalmente; no sucede lo mismo al actuar de manera personal o privada.
Que alguien sufra frente a mí ha de mover mi compasión. Yo, como individuo, podría evitar -si cuento con los recurso necesarios-, ese sufrimiento individual. Pero podría nunca hacerlo. Por el interés o motivo que sea. Si ese es el caso, sin embargo, soy culpable, moralmente hablando, del sufrimiento del otro.
Exactamente eso fue lo que hizo Chávez en el caso de Franklin Brito.
El sufrimiento de ese ciudadano venezolano, uno más del colectivo “Venezuela”, pero un individuo bien real, fue diluido retóricamente por Chávez, ignorándolo por no ser parte del sufrimiento colectivo del “pueblo pobre” a quien él, supuestamente estaba totalmente entregado. Y ahí radica su falta moral, que con su muerte y la de Brito, se transformó en falta eterna. En vida nunca buscó su redención en relación a ese caso tan denigrante moralmente considerado. En cualquier religión, tal falta moral conduciría a quien en vida la cometiera, al castigo eterno; de no arrepentirse en vida. En el caso de la religión cristiana, por ejemplo, a un individuo actuando de esa manera le esperaría el infierno eterno. Nada más ese caso lo condenaría.
No es excusa, entonces, el saber si hay otros que sufren como ese que, frente a nosotros, sufre realmente; y que él sufre del mismo modo, o de modo diferente, a como sufre un supuesto “colectivo”. Por no haber prestado atención a tal situación de sufrimiento individual, sino por el contrario, por usarla perversamente con fines aviesamente retórico-políticos, el caso Brito resalta como un caso de perversión moral que señalará a Chávez eternamente.
De lo dicho hasta ahora una cosa se nos hace evidente: lo “colectivo” existe de otra manera a como existe lo individual.
Es la confusión de ambas realidades la que le permite a los políticos y a los religiosos, vender sus mercancías ideológico-valorativas como si fueran hechos; o confundir aviesamente espejitos “sentimentales” con joyas factuales verdaderas.
Entonces, son esos aspectos supuestamente universales, “El Sufrimiento” por ejemplo, en los cuales creemos que todos participamos colectivamente, los que se han de clarificar individualmente.
Que X persona o individuo haya sido estafado por “EL Estado”, por ejemplo, es tan reprobable como lo es que el mismo Estado estafe a los pensionados en el cobro de sus pensiones, o a los profesores universitarios en el cobro de sus prestaciones sociales. En ambos casos, que eso ocurra es moralmente reprobable. Pero no lo es en el mismo sentido, ni factual ni moralmente, que a alguien lo estafe el mismo Estado en un concurso literario, por ejemplo, porque en lugar de darle dólares SIMADI le dieron dólares a 6,30.
Colocar este caso particular, individual, al mismo nivel del caso de los ancianos estafados en sus prestaciones, o de los enfermos tirados en las camas de un hospital público, usándolo como un caso universal de inmoralidad pública-política, es lógicamente inválido, y además moralmente perverso. Hacerlo señala a algo deleznable en quien argumenta de esta manera falaz (lógicamente) para persuadir (retóricamente) a alguien que lo escucha o lee, de sus “sufrimientos” (factuales y morales). Tan deleznable lo es en el caso individual, como deleznable es que “El Estado” estafe a alguien ofreciéndole lo que nunca le daría, para luego, a través de sus funcionarios, buscar justificarlo. Por ello, alguien que dice haber sido estafado en un concurso literario, por ejemplo, si recibe el premio en metálico, por aceptarlo factualmente, ya ha convenido, igualmente de manera factual, en que “El Estado” le ha dado “lo suyo”, legal y factualmente.
Que el “premiado” considere que no le dieron el premio factual recibido, como “moralmente” él cree que le correspondía, es la interpretación valorativa de un hecho que exigiría un tipo de argumentación que en última instancia se acercaría a la decisión moral y factual de Franklin Brito, de morir en una huelga de hambre defendiendo sus propiedades y sus valores ideales.
En efecto, a Brito no lo movieron sus tierras; con su muerte quedó demostrado que lo movieron sus valores.
Pero en un país como la Venezuela en la cual dominaba para el momento cuando ocurrió el caso Brito, la retórica de Chávez, esa actitud moral, propia de un héroe o un santo, cayó en un vacío, precisamente moral.
El colectivo –de derecha y de izquierda, pudiente o pobre- estaba en ese momento histórico drogado, o encantado por la retórica “inmoral” de ese sofista pésimo pero muy locuaz, y falso retóricamente hablando, que era Chávez. Su discurso siempre estaba “bellamente” armado para sus seguidores. Y aun rechazándolo, todos los venezolanos permanecían embelesados –paralizados ética y políticamente- por su “carisma” comunicacional, mientras que Brito –y otros como él- morían en el anonimato o gritando su injusticia, como lo hizo Brito tan valientemente. De ahí que este real mártir del desprecio del chavismo por el sufrimiento de los “individuos venezolanos” –no del “colectivo”- desapareció como la briza, y su rastro se perdió en la noche de los tiempos morales. La historia ha de redimirlo.
Hoy, nadie en este país lo recuerda, ni aun cuando los hechos exigirían recordarlo y ponerlo como ejemplo y ejemplar moral. Continuamos drogados. Borrachos de retórica politiquera, sea de izquierda o de derecha. Muy ajustada a lo “colectivo”, creyendo aún que los “venezolanos” –todos- son intercambiables con los “individuos” venezolanos.
Al obrar de ese modo cometemos una falacia lógica y, a la vez, somos corruptos morales, si sabiendo que entre ambos niveles de realidad no hay equivalencia, insistimos en identificarlos –el individuo y la masa o el colectivo- por intereses, motivos, o deseos “factualmente inmorales” (lo que de hecho nos conviene individualmente).
Eso ocurre exactamente así al hacer equivalente una aparente estafa individual, a la real estafa de una nación llamada Venezuela, por parte de quienes hoy tan aviesamente la gobiernan.