Había una gelidez impresionante esa noche, entre el cigarro y la conversación se nos parecía olvidar el frío polar que estaba haciendo. Realmente no era un frío polar, pero la exageración Caribe no exime nada y aunque esos 10 grados no eran nada en Moscú, acá era para cagar pingüinos.
Cuando llevábamos 20 minutos esperando le increpé a mi hermano:
– Mira, ¿y tú amigo que pasó?
– Nada, estaba saliendo de la casa la última vez que lo llamé.
– ¿Y trae la cuestión?
– Bueno, las caras no nos viene a ver, por supuesto que las trae, deja las ansias, ese vino vale la pena, no se parece en nada que hayas probado.
Arrojé el cigarro al suelo y me concentré viendo un charco, el frío de la noche hacía irreal el calor con el que el día había corrido, recordaba que antes de la gran lluvia de las 4 de la tarde yo veía las líneas de calor sobre el asfalto, que también camino a la facultad se desmayó una vieja en la parada del bus y que el dinero de hoy se me fue en agua mineral y un par de cigarros detallados porque es mejor pasar hambre que pasar calor.
A pesar de estar en toda la entrada de uno de los barrios más peligrosos de la ciudad no tenía miedo, mi hermano y yo nos hacíamos compañía, y aunque reconozco que nos veíamos robables a la distancia, el saber que solo cargábamos lo necesario nos hacía sentir un poco mejor, teníamos poco que perder. No esperamos mucho cuando vi de lejos las luces, era un sedán de color azul oscuro, la falta de alumbrado lo hacía ver negro mate pero las pocas luces sobre la pintura y la humedad de la noche lo hacía ver reluciente en la penumbra. El carro se detuvo y salieron sus ocupantes, el amigo de mi hermano y su novia, luego de saludarnos se presenta, Cayayo se llamaba. Nos pidió esperar, se acercó al asiento del conductor y nos puso dos botellas en las manos; “el mejor vino de arroz que van a probar en sus vidas.”
Tenía en mis manos la botella, a pesar de la oscuridad podía distinguir el líquido, una bebida turbia blancuzca en una botella sin etiquetar y que era obvio que pudo haber sido de vino o de cerveza artesanal, era transparente y perfectamente limpia, la botella tenía una particularidad, y era lo que nos tenía esperando en ese peligroso barrio tanto tiempo, este vino era un vino especial de arroz que se añejaba con cadáveres de conejos, los cadáveres tampoco eran algo pequeño que podía entrar por la boca de una botella, eran unas criaturas mórbidas del tamaño de mi puño y en posición fetal, la sola visión de lo que parecía ser un conejo – Porque ni siquiera de que fuese un conejo estaba yo seguro – bastaba para asquear a cualquiera persona normal, supongo que en ese momento me di cuenta de mi peor temor, tal vez yo no era una persona normal.
Voltee a ver a mi hermano abrir la botella con temblorosa premura, no era la libido de un yonki, era algo más parecido a un niño al que le dan su bebida favorita, no alcancé a ver si la tomaba; volví a mi botella, ahí estaba el cadáver, viéndome con medio ojo abierto, el líquido turbio me provocaba de una forma extraña así que abrí la botella. El licor tenía un pálido aroma dulce encerrado en una fuerte pestilencia avinagrada, el olor era placentero y difícil de describir, vi la botella una vez más antes de tomarla con los ojos inquisidores de Cayayo sobre mi viendo como consumía el licor, me tomé media botella de un solo trago, tenía un sabor que combinaba con su olor pero el grado alcohólico era fortísimo. Cuando bajé la botella, Cayayo me dijo que la tomara a fondo blanco, que si había algún problema, como pude le dije que como yo tomara o no mi trago era asunto mío y que yo difícilmente consumía una cerveza a fondo blanco pues con más dificultad iba a consumir una botella de vino de arroz con cadáveres de conejos, Él tomó el asunto de chiste y nos invitó a dar con el algunas vueltas por la ciudad, mi hermano decidió quedarse en el lugar, algún asunto tendría pendiente, yo decidí irme con mi anfitrión y su novia, no sé que me hizo querer montar en el carro de un desconocido que me estaba dando de tomar cadáveres pero eso no fue lo único impulsivo que hice esa noche, ni fue lo más raro que tomé.
Dimos vueltas por una hora en la ciudad, entre las subidas y bajadas veíamos muchachos correr de un lugar a otro, algunos irían a sus residencias, nadie iba a ir a una discoteca con semejante lluvia, le dije eso a Cayayo mientras compartíamos unos cigarrillos en el carro, me dijo que de todas formas a bares no íbamos, iríamos con su amiga, la de los vinos, que tenía algo en su casa y que lo había invitado. La amiga vivía en los chorros, relativamente cerca de la ciudad pero al otro extremo de donde nos encontrábamos, llegamos eventualmente sin novedades y sin mucha pompa; al entrar a la casa nos encontramos a la dueña, que iba a pensar yo que fuese mi ex novia, de paso no una de mis favoritas. Me abrazó con cariño y me besó, sentí una áspera indiferencia pero la diplomacia pudo más y le retorné la efusión de su saludo cuanto pude; ella estaba sentada sola en una casa gigante ubicada en esa urbanización, se encontraba en medio de una mesa llena de comidas y bebidas variopintas, las comidas eran cosas normales, panes, antipastos, parecía preparada para una fiesta, las bebidas por otro lado eran harina de otro costal. A su lado había botellas de diferentes formas, tamaños y colores, cada una con licores diferentes, había vodkas, vinos, fermentados de frutas andinas y llaneras y cuantos alcoholes pudiera caber en todas esas botellas, habían las que tenían ramas, hojas y cogollos pero la mayoría tenían animales; la botella de la que ella tomaba era una botella de limoncello, con toda la pinta artesanal, sellado por un bello corcho decorativo y con una tarántula del tamaño de un guante de beisbol infantil apretujada al fondo de la botella, con cada trago que consumía asumía que algún pelo travieso se le escaparía a la tarántula y entraría a su organismo, verla sonreírme me era indiferente, pero me daba algo de risa pensar que la ponzoña de la tarántula no la podría matar porque su propia ponzoña era el antídoto, sentir resentimiento al verla después de tantos años me alegró levemente, tal vez no era del todo un anormal.
Conversamos plácidamente durante la noche, los licores iban y venían, cada botella traía un animal más grotesco que el anterior, los licores tenían sabores diferentes a sus versiones más tradicionales, era obvio que los cadáveres le daban un je ne sais quoi a las botellas pero el vigor de la conversación no nos permitía prestarle mucha atención al asunto. Aproximadamente a las 12 de la madrugada llega Sandra, una amiga de mi ex, un poco menor que ella pero considerablemente más hermosa, Sandra los saludó a todos dejándome a mí para el final, se sentó en la mesa y con prisa tomó una botella de un licor amarillo lleno de ramas y frutas silvestres, conversamos un poco más y llegamos a un punto en que mi ex quería mostrarnos la casa, Sandra llevaba rato largo haciéndome invitaciones con la vista, algo la llevaba a querer compartir en privado conmigo pero el alcohol lejos de aumentar mi libido solo me hacía más densamente indiferente, me levanté y acompañé a mi ex, Cayayo, y su novia a dar una vuelta, Sandra se quedó en la mesa sola. La casa era tan grande por dentro como parecía por fuera, era de construcción moderna pero distribuida como las viejas casas coloniales con cuatro pasillos que rodeaban un patio central que se encontraba apenas iluminado por las luces de la calle, toda la casa estaba totalmente oscura, probablemente por el desorden. Veía el contonear de mi ex con la sutileza de las luces desnudándome su figura, remitiéndome a las noches frescas en el jardín de su otra casa o la mía, cuando a la luz de la luna me la vivía navegando en sus redondeces, sentí lujuria y en mi cabeza solo retumbaba “plus ultra”, sus glúteos danzarines y sus piernas de porcelana me hacían perderme en mis propias fantasías, eso fue hasta que sentí el golpeteo juguetón en la espalda de Sandra. Sandra se había fastidiado y se decidió unir a nosotros al tour, mi ex hablaba y nos mostraba el lugar pero estaba muy ocupado concentrado en su figura para prestarle atención y luego muy ocupado con Sandra para darle importancia, habríamos terminado de dar la vuelta por la casa cuando vi a plena luz a mi ex, había una delgada cuerda invisible que me empujaba hacia ella, quería volver a poseerla, pero Sandra me agarraba fuerte del brazo, de vez en cuando volteaba a verla, se veía preciosa esa noche, su cabello café caía sobre su ojo derecho, ambos ojos de un intenso castaño claro me veían fijamente, sus labios rosas parecían quererse juntar a los míos con vigor y su hermosa piel blanca y pecosa se sonrojaba tímidamente con mi presencia, Sandra parecía querer ser mi ancla, pero mi ex estaba aún ahí y la deseaba.
Me solté de Sandra y me acerqué a mi ex, ya a estas alturas de la noche no coordinaba, solo quería hacer algo estúpido, llevaba la noche entera tomando de cadáveres y viviendo como un idiota imprudente, terminar la noche con un intento de violación creo que sería casi lo más normal que podría pasar, así que sin prisa no solo le robé a mi ex novia el más lujurioso beso que borracho alguno jamás pudo haber hecho sino que también decidí meter la pata completo y la tomé fuertemente como cuando estábamos enamorados “si me voy al infierno voy a hacerlo bien” era una frase que me decía y esta vez no era diferente, la besaba y en mi cabeza corría una cinta de Kubrick, recuerdos opuestos vinieron de diferentes direcciones de mi sien, no solo veía la relación pasada que había tenido sino que también veía una cantidad de cosas que no iban al caso, pinturas de Goya, citas a Schopenhauer, la primera vez que tuvimos sexo ella y yo y cuando ya iba a soltarla, una frase latina que me quedó tatuada en el subconsciente pasó a saludar justo cuando iba a separar mis labios de ella: “Omnia per carnalem concupiscentiam, quae quia in eis est insatiabilis” al separarme, sonreí, no por la satisfacción de besarla, sino por la frase, le combinaba mejor que el ron con cola.
Metí la pata y la metí bien, el beso ocasionó que ella saliera corriendo a su cuarto. Algo en mi le revolvió las tripas, la acción, yo mismo, la culpa, sus mentiras, todas las anteriores. Fui a conversar con ella pero no por la necesidad de disculparme sino por esa necesidad orgánica de meter el dedo en la llaga, algo en mi la hizo llorar y quería descubrirlo y sacárselo un par de veces antes de pedir disculpas artificialmente y retirarme a mi casa a dormir con la barriga llena, el hígado alado y la satisfacción de treinta orgías. Entré a su habitación y la encontré envuelta en si misma llorando con el mayor silencio y calma posible, no recuerdo que tanto alcancé a decir pero lo que sí recuerdo fue una mano que me tomó del brazo, era Sandra, me hizo salir y cerró la puerta tras de mí. Cayayo estaba ocupado con su novia y no le prestó menor atención al asunto, me vi sentado en la misma silla en la que estaba mi ex, encendiendo un cigarrillo y sirviéndome un shot de el limoncello de tarántula que tenía reposando sobre la mesa, con lo fría que se estaba poniendo la madrugada no estaba de más calentarse con un buen trago. Decidí llevarme toda la botella al patio con unos cigarrillos y pasé un buen rato compartiendo del licor con los pinos y los barbapalo de la montaña. Sandra me silbó desde el pasillo y me hizo señas de que nos fuéramos, tomé mis cosas y partimos. Caminamos una cuadra bajando la montaña hasta la carretera, la madrugada estaba llena de neblina y ni ella ni yo queríamos dormir, decidimos caminar hasta la Plaza Milla que quedaba como a 500 metros de donde estábamos, la bajada era lo de menos y había dejado de llover hacía horas; le decía a Sandra que la lluvia no solo alegra a la tierra sino que espanta las plagas, ella reía, sabíamos que corríamos un riesgo por andar en la calle a esas horas y totalmente solos, pero en este país uno hace las paces con la muerte cuando se despierta en las mañanas y con todo lo raro que me había pasado ese viernes morirme podía ser lo más normal, esa noche, Sandra y yo estábamos especialmente suicidas.
Llegamos a la plaza cuando me dijo que la acompañara a su apartamento a buscar cigarrillos, vivía a una cuadra de la plaza y no iba a dejarla ir sola a las 3 de la mañana; subimos a su edificio y la esperé en la puerta de su casa mientras registraba sus cosas, la esperaba un poco menos ebrio que al salir; yo estaba viéndome en el pasillo con la cabeza gacha, la chaqueta café oscuro, los jeans negros y las infaltables botas, con una bolsa en la mano un cigarro en la otra y el pelo alborotado. Estaba esperando a una mujer hermosa en la puerta de su casa y ella no le tenía miedo a la muerte, al que dirán, ni a los licores fuertes; ahí estaba yo, esperando a esa mujer. Nos dirigimos directamente a la plaza mientras la noche se hacía más fría y oscura, yo le calculaba unos 7 grados, tal vez era la noche más fría en años. En el gazebo, la silueta de Sandra en contraluz me serenaba y me perdía, escuchar lo profundo de sus ideas y la firmeza de sus conceptos, todo eso saliendo de una “petite demoiselle” como ella hacía de la experiencia divinamente platónica, me llegué a sentir un poco arrepentido de querer besarle con tanto ímpetu. Alcancé mi bolsa y saqué la última botella que tenía de mi blancuzco licor, tomé un par de vasos de papel y le di uno a mi acompañante, brindé por las letras, la muerte, y su belleza, la neblina seguía bajando por la plaza y confundía lo real con lo onírico, no hay droga mejor que las buenas experiencias. Nos agarró el amanecer con dos cigarrillos, abrazados en una esquina del gazebo y la botella vacía a un lado con el cadáver del conejo viéndonos desde el cristal, sus besos al amanecer eran dulces, como los primeros besos adolescentes, pero tenían un leve avinagrado, el mismo del vino de arroz.