Viéndolo en retrospectiva, 1998 fue un año particularmente determinante para mí. Hubo dos eventos clave ese año que terminaron por perfilar ciertas características de mi personalidad. El primero fue la final del Mundial de Fútbol de Francia. Ya desde entonces mostraba cierta afición por el fútbol y, siguiendo el esquema que se manejaba en ese momento, me identificaba con la selección brasileña. En los días previos a la final le decía a mis compañeros del preescolar “vamos a ganar, Ronaldo va a hacer los goles, vamos a ganar”. En la clase siguiente, nadie levantó la mano cuando la maestra preguntó quién le iba a Brasil en la final. Nunca más he hablado de algún equipo deportivo o alguna otra causa colectiva en primera persona. Es más fácil y más sano, desde mi punto de vista. Las derrotas duelen menos; es más fácil decir “perdieron” que “perdimos”. Las victorias se hacen más racionales; es un triunfo de unos pocos que se sudaron la franela, que de verdad lo trabajaron, y que luego uno lo puede asumir y celebrar, pero es principalmente de ellos.
El otro evento clave en 1998 fueron las elecciones presidenciales que se dieron lugar ese diciembre. Hay una escena que tengo muy fresca de ese día. Era la noche, no recuerdo la hora, pero sé que ya habían dado los resultados. Los adultos de mi casa estaban en sus cuartos pasando el trago amargo. En mi núcleo nunca se habló bien del Presidente; no se entendía el votar por un golpista. Esa noche me asomé a la ventana del apartamento a ver las caravanas pasar. Junto a mí estaba una vecinita de mi misma edad. Sus padres también estaban pasando el duelo. Un grupo de motorizados pasó, ondeando banderas rojas. Gritaron “Viva Chávez” y sus voces escalaron hasta nuestro refugio en el piso 10. Ella, mi vecina, gritó “¡Claro que no!, ¡Salas Romer!”. Recuerdo haber volteado y decirle “Cállate, ya ganó Chávez. Salas Romer perdió”. De ahí se mantuvo la tendencia a llamar a cada resultado por su nombre, aunque no entendiera del todo las causas o las consecuencias que pudiera suponer.
Ya desde entonces, desde los seis años, empecé a tener una actitud bastante fría y si se quiere pesimista con respecto a los resultados de mis “equipos”, tanto en el deporte como en la política. Las derrotas son dolorosas, pero están bien contenidas por la barrera de la tercera persona; esa distancia que permite darle contexto y sentido al resultado adverso. Las victorias, por su parte, son cálidas, pero también están marcadas por cierta duda y la convicción de no quedarse con esa primera sensación, sino de intentar cristalizarla, materializarla. En ese sentido, el resultado de las Elecciones Parlamentarias de este domingo 6 de diciembre fue muy difícil de asimilar.
En líneas generales, no estaba preparado para que sucediera lo que sucedió. El ambiente lo predecía, las encuestas lo vaticinaban, pero no era sano generarse esperanzas a partir de eso. Ya mucho hemos sufrido el desaire de la expectativa incumplida. Uno intenta proteger lo que puede de una psique bien golpeada por estos años de locura política. Escuchar el boletín oficial del CNE me demostró lo impredecibles que pueden llegar a ser las emociones. Semanas antes, construyendo en mi mente el posible escenario post-victoria opositora, me imaginaba hablándoles a mis alumnos sobre mi sensación de expectación ante los resultados. Me imaginaba hablándoles sobre cómo los resultados no me generaban ni frío ni calor y que el desastre seguía. Es algo que aún creo. Todavía pienso que mi profundo desencanto con Venezuela está en un plano social más que otra cosa. Sin embargo, a pesar de que pensaba que los resultados me caerían como cualquier otra noticia, no pude evitar sentirme feliz y esperanzado.
Pero no sabía cómo reaccionar. No sabía hasta qué momento podía estar “emocionado” o “esperanzado”. No sabía hasta dónde podía o debía ilusionarme con un futuro un tanto diferente. Muchos chistes fueron apareciendo con respecto a si sabemos o no celebrar una victoria electoral. No lo sabemos. Yo no lo sabía. Quedé en estado de shock. Uno muy raro.
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Vanessa y yo estuvimos juntos por prácticamente cinco años. Hace un mes, más o menos, decidimos tomarnos un tiempo, separarnos un rato. Había muchas razones que hablamos bastante durante días; una de ellas era el tema de planes a corto plazo. Yo quisiera irme del país mañana, a hacer cualquier cosa por ahí; necesito un tiempo fuera. Ella no está tan urgida, dentro de todo no le va mal en el trabajo y está emocionada con un postgrado que quiere terminar. A veces hay que tomar decisiones impopulares (punta para los nuevos diputados y para nosotros, que debemos vivirlas).
La mañana del 7 de diciembre Vane y yo comentamos los resultados de las elecciones. Ella escribe “¿Sigues con la idea de irte?”. Su pregunta trae el anhelo de ambos de poder crear un plan de vida juntos; su pregunta trae la angustia de los dos por saber si este país nos dará las condiciones para trazar y alcanzar los planes que queremos. No puedo evitar contestarle: “Aún no ha cambiado nada. Vamos a ver qué tal”.
Esa es mi sensación y creo que es una postura bastante sensata. Aún no ha pasado nada. Pero ojalá pase. Hoy una mayoría de diputados de oposición ganaron con algunos votos que normalmente iban al chavismo, pero no deben confundirse. Esos votos siguen siendo chavistas, solo que muy molestos con la actual gestión. Así como votaron por ellos hoy, ese mismo pueblo puede darles la espalda si ellos desatienden los problemas centrales que ayudaron a llevarlos a donde están. Deben trabajar para cristalizar esa victoria. Aquí solo haré un pequeño eco de analistas mucho más competentes que yo, quienes ya han dejado claro que la agenda de la oposición, sin dejar de lado asuntos como los presos políticos, es la estabilización de la economía del país. De nuestro lado queda entender que, pase lo que pase, al menos la primera mitad del 2016 será mucho más terrible de lo que estamos viviendo ahora.
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En 2011, el Real Madrid ganó la Copa del Rey de España. Habían pasado por una sequía de títulos considerable y ni los jugadores ni los seguidores sabíamos muy bien cómo asimilar la situación. Esa estupefacción la llevó a su máximo punto Sergio Ramos, quien, falto de práctica con los trofeos, dejó caer la copa desde lo alto del autobús del equipo; el automóvil le pasó por encima al trofeo y tuvieron que buscar un repuesto que la directiva del torneo jamás pensó que tendría que utilizar.
Solo espero que estos diputados que acaban de ganar no dejen caer la copa. Solo espero que puedan de verdad aprovechar la oportunidad que les han dado y demuestren que sí tienen una forma efectiva de llevar un país. Mientras tanto, seguiré manteniendo mis esperanzas controladas y mis afectos resguardados. Ganó la oposición, ganaron los candidatos de la MUD. Yo, César, aún no siento que haya ganado nada.