crónica baquiana

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De cuerpo entero sobre el pavimento. Los ojos crispados de terror, en su mano izquierda un rosario color negro seguía insistentemente apretado como queriendo espantar un animal. El cadáver era tosco y grande, como un árbol viejo en la plaza Bolívar de Mérida. Los baquianos estaban de pie desde muy temprano, eran las seis menos cuarto de la mañana, el pacheco hacia saltar al más macho, es como una candela que se cuela por sobre las aceras, salta y brinca imparable, nadie se salva como dije. El frio es la voluntad que mueve a los lugareños, los levanta de sus camas y, los envía en dirección a la plaza Bolívar. Ya son las seis y cuarto, hora de café negro y cigarrillos. La señora Luisa suele llegar a estas horas, con sus termos de café y los aclamados cigarros. Los periódicos ya no los compra casi nadie, dicen lo mismo cada día pero con diferente protagonista. Dice el señor Gonzalo que los políticos difieren muy poco uno de otro, a uno le colocas boina y al otro flux y no varían en absoluto. Un aderezo de retórica por aquí, otro poco de civilidad europea por allá. Son figuras de acción y decepción coleccionables. Pero, hoy, 3 de febrero, nadie escapa el titular que pondría a la ciudad patas arriba. Este suceso va en primera plana dice Gonzalo, ya lo vi todo: “Hombre constreñido por las asperezas de la vida, murió por asfixia voluntaria en el cono sur de la plaza Bolívar de Mérida. Su esposa, no tenía esposa; hasta los momentos se maneja la hipótesis de que era un tipo solitario, silencioso y de pocos amigos, a diferencia de las palomas que siempre alimentaba por las tardes en la entrada de su rancho.” Gonzalo, habitante de la plaza desde siempre, así dice él. Hombre delgado, fuerte semblante y barba cana. Armado con chaqueta y gorra de béisbol, para ocultar la pelona que lo avergüenza. Dice tener más de setenta años, pero en apariencia denota un tipo de cincuenta y tantos. El hastió de su casa lo hace pasar la mayor parte del día en la plaza. Junto con otros baquianos se reúne desde muy temprano. Espera a la señora Luisa, se toma dos café negro y un cigarrito, así le dice él. Para amañar las tripas y meterle una mentira al frío que se cuela por su pecho viejo. El cadáver sigue en el suelo de la plaza, la catedral marca las 7 menos 10, una señora se acerca llorando al círculo de curiosos que se ha formado alrededor del cuerpo, dice tener la explicación a todo lo ocurrido: “Este hombre no tenía una mancha en su expediente, es un santo, ¡es que no lo ven! El rosario en su mano, era un hombre entregado a su fe. Todos ustedes debieran de darles pena, hablando paja del prójimo, como si fueran una pirámide de virtudes. Yo si soy una mujer digna de respeto, hagan el favor de cerrar el pico y moverse a sus respectivos trabajos.” La policía nada que llegaba, cada vez la plaza parecía más una verbena, la cantidad de personas era impresionante. Yo llevaba tres cigarrillos, uno detrás de otro, los nervios me mataban. ¿Quién será aquel sujeto; extraño, tosco y grande como un árbol viejo? La señora Luisa, una mujer de pocas palabras, sabia y gentil me dice: “Yo sí sé quién es el susodicho, me da tanta rabia que no haya pagado por sus fechorías. Pablote, le decían en el pueblo de Los Aleros. El preñó a mi hija Graciela, ella es menor de edad. El tipo ese no quiso responsabilizarse por nada. Dijo que ni siquiera la había visto nunca, cuando lo fui a visitar a su rancho. Un patán de pies a cabeza. Solo por eso me veo en la obligación de madrugar todos los días para venir hasta acá a vender. No es por nada mijo pero a cada quien le toca su medicina.” Entre tanto la policía se presentó en la escena, coloco un cordón amarillo de seguridad. La gente seguía comentando los posibles móviles de muerte del sujeto y su obsesiva tendencia a cambiar de modos de vida en cada boca presente.

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