Dicen que los domingos se hicieron para descansar. Pero si establecemos un ranking de las necesidades humanas, la alimentación, seguramente, estaría por encima del descanso. Haciendo caso a esa jerarquización, unos cien o doscientos caraqueños de esos llamados “de a pie” acuden –con más sueño que ganas- al calvario del momento en Venezuela: la cola para comprar comida.
La congregación es variopinta. La mayoría son mujeres a las que les ha tocado asumir que es mejor sacrificar el sueño mañanero del domingo para asegurar las arepas de toda la semana. También hay hombres, ancianos y niños. El sol continúa medianamente tapado por alguna nube que sigue dormida. En el ambiente reina una tensa quietud y casi se puede tocar con las manos el fastidio que todos llevan como factor común. La cola es larga y creciente, la cola es aburrida e incómoda, la cola es indignante… la cola es la única vía para conseguir el tan ansiado tesoro que todos aspiran, la cola es la calma previa a la tempestad: son las 7:45 de la mañana y el mercado abre a las nueve.
Venezuela es un país complicado, difícil de entender. Si fuera una persona de seguro sería diagnosticada por los expertos en la materia como psicológicamente inestable. O tal vez bipolar. O como mínimo: un sujeto incapaz de establecer sus prioridades. De allí que veamos a un obrero con un iPhone, aunque con tan solo 30 años de edad, esté más cerca de cobrar pensión que de comprar su casa propia. Mujeres que priorizan la operación de las tetas a la formación académica, y más allá de eso, ven esas prótesis como una inversión para su futuro. De allí que los profesores y médicos cobren la tercera parte de lo que cobra un militar (sin contar los “rebusques” del militar). De allí que la mitad del país siga aplaudiendo, cual manada de focas, al gobernante que los tiene un domingo en la mañana haciendo una cola kilométrica para comprar comida.
De vuelta a la faena, la cola se sigue nutriendo por integrantes casuales: esos que solo pasaban por ahí y prefirieron quedarse “por si acaso”.
–Yo iba a hacer ejercicio, pero vamos a ver qué puedo conseguir aquí –dijo un cincuentón con short, franelilla y gorra, incorporándose a la fila.
– ¿Qué estarán vendiendo? –preguntó al aire una viejita sin obtener respuesta.
La película continúa y el tedio muta en desespero. La espera empuja hacia afuera las frustraciones de la semana y empieza a escasear la paciencia. Vendedores de café, empanadas y agua vociferan tratando de captar clientes con sus cantaletas estridentes. Y hasta “banquitos por hora” alquilan unos muchachos. (Si algo tiene el venezolano es la facultad de sacar provecho ante casi cualquier escenario). De pronto, desde la punta de la fila, una de esas afortunadas que estaba junto a la puerta, dejó escuchar a todo gañote un “¡LLEGÓ POLLO!” que corporizó la más inédita exaltación en todos los presentes.
Cuesta creer que esa simple frase causara tal euforia colectiva. Esa ave que forma parte de la dieta del venezolano y que Evo Morales afirma que vuelve homosexuales a los hombres, causó con su aparición la ansiada esperanza de obtener un botín al final de la travesía.
Efectivamente, todos compraron no uno sino dos pollos a un precio bastante módico (las horas de espera y la indignación no se incluyen en la factura). Y después de tanto grito, tanto militar, tanta ladilla, cada quien se fue a casa con su pequeño tesoro. Inadvertidos ante el hecho de haber bajado un escaloncito más en su calidad de vida. Felices con sus dos pollos. Como si hubiesen olvidado, por un momento, que les sigue faltando el detergente, el papel, el desodorante, el azúcar y el café; que el sueldo no alcanza para nada y que el dólar llegó a 1.000; que mañana saldrá en las noticias la estadística roja del fin de semana y que seguro será de escándalo; que el 90% de esos crímenes quedarán impunes…
Y que así es vivir en Caracas, en la Venezuela que estuvo más de una década sometida al experimento socialista de un pequeño emperador y que, por herencia, hoy está en las manos del más inapropiado conductor.
O.C