Sobre la ilusión de seguridad y justicia que dan los linchamientos

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Creo que las personas tienen derecho a portar un arma y a utilizarla en legítima defensa, por eso nunca he estado de acuerdo con las campañas de desarme. En tal sentido, no condeno que una persona que haya visto amenazada su vida por un delincuente ejerza su legítimo derecho a defenderse. Hay dos razones para ello:

    El Estado no puede poseer el monopolio de las armas.

    El derecho a la vida tiene un límite, y eso es cuando una persona amenaza la vida de otra. Defenderse de alguien que amenaza tu vida o la de tu familia es legítimo.

No existe ninguna autoridad política que diga que un policía puede accionar un arma contra un delincuente pero un ciudadano no puede hacerlo. Será incómodo admitirlo, porque todos sentimos un rechazo instintivo a la violencia, pero esa es la base de la existencia de cuerpos de seguridad o de la despenalización del aborto (priva la vida formada de la madre por sobre la vida en formación, la del feto). No creo en el concepto del “monopolio de la violencia legítima” que se supone que tiene el Estado.

Así que me opongo al desarme y a las campañitas de ese tipo como la que estuvo de moda en Venezuela hace un tiempo. No condeno moralmente a alguien que se haya visto, ante una amenaza letal, en la situación de ejercer su defensa. Creo que alguien que amenaza la vida de otro pierde su derecho a la vida si ese otro se defiende con fuerza letal. Priva la vida amenazada por sobre la vida del que amenaza e intenta arrebatar la vida ajena.

Ahora bien, dicho eso hay que puntualizar algo: los linchamientos ya trascienden la defensa personal. Se trata de delincuentes que una vez reducidos por la fuerza no son entregados a las autoridades, sino que son matados por la comunidad. En el caso del ocurrido ayer, hay además un sadismo latente en la forma en que lo ejecutaron y luego quemaron vivo. A eso se le puede sumar el tema de los videos, las subidas a internet del material de la ejecución, acompañados de una suerte de satisfacción respecto al hecho. Esto es revelador de muchas cosas.

En primer lugar, el gobierno chavista ha hecho que el Estado abandone la principal de sus funciones: proveerle seguridad a los ciudadanos. Y por tanto, estos últimos han visto que deben hacer justicia por sus manos, partiendo de una lógica retorcida: si los linchamos y lo mostramos en red, los disuadiremos de cometer más delitos. Detrás de los linchamientos hay una idea social, la de una ciudadanía obstinada por tanta impunidad que quiere decirle a los delincuentes un “Nosotros también somos arrechos. Si nos joden, los joderemos. Si vienen a robar no los entregaremos a la policía para que los suelten a los pocos días, sino que nosotros mismos nos encargaremos de ustedes”. Parte de la estrategia del Estado en los últimos años era esa: lograr que la ciudadanía se cansara y tomara una decisión drástica ante la violencia desatada, fuera irse del país como han hecho millones de personas, o tomar la justicia por sus propias manos, como se viene haciendo recientemente (aunque en realidad los linchamientos no son algo nuevo).

Sobra decir que no ocurrirá lo que los ciudadanos quieren. Los linchamientos sirven de catarsis, pero no como elemento disuasivo. Por el contrario, la respuesta será la de un recrudecimiento de la violencia criminal; los delincuentes sabrán que cada vez hay que ser menos piadosos, e incluso es probable que cuando linchen al miembro de alguna banda importante ésta ejerza una venganza colectiva atroz. De hecho, el horror ocurrido en Tumeremo, según las crónicas periodísticas que se han publicado al respecto, tienen algo de eso, de venganza, de retaliación.

El gobierno ha provocado esto porque su interés es la destrucción del corpus social. Las personas están crispadas, pero su rabia no se dirige contra el Estado sino contra sí misma. Además, permite mantener el discurso de lucha de clases del gobierno. No se extrañen si hoy el gobierno, y algunos de los insoportables columnistas del chavismo posmo y sus derivados, salen a decir que esto es una reacción de los fascistas de la clase media que ahora se dedican a linchar a personas negras y pobres. No se extrañen tampoco si pronto una banda reivindica su derecho a linchar a un blanco de clase media en respuesta.

Hemos visto saqueos de camiones y abastos privados; vemos ahora con más frecuencia el surgimiento no de los linchamientos, sino de una suerte de subcultura de estos. Como apuntaba Erik del Búfalo ayer, esto no es rabia popular o deseos de justicia, si así fuera habría un movimiento feroz contra el Estado, culpable de la impunidad. Pero no es así, los venezolanos somos cada vez más sumisos ante el Estado y la tiranía, nuestra frustración la estamos descargando de una forma tal que solo profundiza en el problema social de fondo, tal como el Estado quería que hiciéramos, estamos contribuyendo nosotros mismos con la destrucción de cualquier atisbo de paz social.

En el Perú de hace pocos años, esto era moneda corriente, también lo es en El Salvador u Honduras. En Bolivia el demagogo Evo Morales los validó muchas veces como forma de “justicia comunitaria”, al punto de plantearse como debate legal. Es la consecuencia natural de un Estado que abandonó sus obligaciones de seguridad y justicia con la intención de controlar socialmente a la población. Esto no es ni siquiera una forma de venganza sino una gran decadencia social, el hundimiento de un país que cree que aplaudir la quema de un malandro lo hace más seguro, cuando en realidad lo hunde cada vez más en aquello de lo que trata de escapar.

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