Es alarmante la proliferación de casos de linchamientos en Venezuela como una respuesta espontánea a los altísimos índices de criminalidad e impunidad, que lamentablemente son la norma de los últimos años en esta sociedad víctima del socialismo. El caso más infame fue el acontecido hace unos pocos días cuando por intentar robar a los pasajeros de un autobús en Catia, los vecinos habrían golpeado y prendido fuego al presunto delincuente. Esta noticia (http://www.el-nacional.com/sucesos/Quemaron-vivo-delincuente-Catia_0_808719169.html) acompañada de un explícito video en el que se muestra a esta persona ardiendo y gritando de dolor, mientras algunas personas pasaban indiferentes a su lado y otras celebraban el hecho, se difundió rápidamente a través de las redes sociales.
Si este hecho es ya por sí sólo alarmante y reprochable, creo que lo son aún más algunas de las lecturas que del mismo se han dado. Especialmente llaman mi atención aquellas que provienen de personas cercanas inteligentes y con quienes suelo compartir buena parte de mi visión del mundo. Es por ello que desde el liberalismo quiero contribuir a que se ofrezca una interpretación más reflexionada y correcta de estos lamentables hechos. A este respecto recomiendo también la lectura del artículo de John Manuel Silva (https://www.panfletonegro.com/v/2016/03/11/sobre-la-ilusion-de-seguridad-y-justicia-que-dan-los-linchamientos/).
En primer lugar quiero responder a la comparación de la legítima condena de los linchamientos populares con la equivocada condena del “bachaqueo”, que se hace desde el desconocimiento económico, la propaganda del gobierno socialista y la frustración de la gente frente a la hiperinflación y la escasez. Creo que comparar ambas denuncias es por decir lo menos aventurado y peligrosamente tendencioso. Sí, ambas son respuestas a distorsiones introducidas por la intervención gubernamental. La primera por un déficit en la prevención y la respuesta ante el crimen y en la administración de justicia, ambos monopolios estatales; y la segunda por la fijación de precios máximos. De acuerdo, ambos fenómenos son consecuencias de causas más remotas y lo procedente sería atenderlas y solventarlas en su origen: por una parte los monopolios y la calidad del ejercicio de los mismos, tanto de la llamada violencia legítima del Estado como de la administración de justicia; y por la otra la ilegítima e ineficaz intervención gubernamental en la economía, en particular la referida al control de precios.
Sin embargo hay diferencias fundamentales entre ambos fenómenos que no sería honesto menospreciar al compararlos. El bachaquero es aquél que actúa como intermediario al procurarse de productos cuyo precio está regulado (causa) artificialmente a la baja y que por tanto escasean, para luego revenderlos a un precio mayor en el mercado negro, sin restricciones de cantidad, logrando con esto una ganancia. El bachaquero cumple una importante función social a través de una muy legítima y antigua actividad que es la de comprar barato y vender caro. Al hacer esto, una operación de compra venta legítima, además de satisfacer a los consumidores que voluntariamente le compran y que sin él estarían en interminables colas en los días en los que el gobierno les permita intentar comprar, introduce presiones para acabar con la distorsión. Esto en un mercado libre y competitivo sería un simple arbitraje: al comprar en un mercado donde se vende barato y vender en otro donde se vende caro, el precio en ambos mercados tendería a igualarse al elevar la demanda en el primero y la oferta en el segundo, contribuyendo así a corregir la distorsión. En socialismo esto no es posible porque el precio del primer mercado (el regulado) es fijo por ley, mientras que en efecto el del segundo mercado (el negro) sí que es libre. Sin embargo las presiones, que terminan trasladándose como coste político a los reguladores en la forma de frustración popular frente a la escasez, deberían eventualmente corregir la distorsión artificial creada por el control de precios.
Por lo tanto el bachaquero, tanto en su proceder como en los efectos que genera, actúa de forma legítima y en beneficio de la sociedad, aún a pesar de hacerlo en contra de la legislación vigente que fue la que originó la distorsión de precios y la escasez. Si no comete al hacerlo un verdadero crimen, beneficia a muchos consumidores por librarlos de las restricciones gubernamentales con las que se intenta administrar (que no eliminar) la escasez creada en todo caso por los mismos gobernantes y ejerce presión para que tanto la verdadera causa como los equivocados paliativos se eliminen.
El caso es muy distinto al analizar tanto el proceder como los efectos de una turba popular que lincha a un presunto delincuente. Esto puede llamarse de muchas maneras, pero definitivamente no se puede denominar justicia. Mucho menos sería un ejemplo válido de lo que podría ser un sistema de administración de justicia privada. Es tan sólo eso: una turba envilecida torturando a un presunto delincuente. En todo caso sería una interpretación macabra de justicia poética, pero poco más. Desde mucho antes que el Derecho fuera confiscado a la sociedad para ser sustituido por un órgano del Estado que más que Derecho redacta legislaciones, tenemos claros muchos de los atributos que debe tener la justicia bien entendida. La presunción de inocencia, el derecho a la defensa, la proporcionalidad del castigo y algunos más que se me escapan por ser lego en esta materia, son algunos de estos atributos que debe tener cualquier proceso que hoy en día entendamos como justo y apegado a derecho. Y evidentemente los linchamientos populares carecen por completo de estas características, por lo que convierte inmediatamente en criminales a aquellos que presumen estar haciendo justicia con sus propias manos.
Por tanto el proceder de estos “justicieros” es intrínsecamente injusto y criminal a pesar de que pueda haberse originado en una motivación legítima, la de procurarse justicia. Y el efecto más importante y nocivo de este tipo de hechos, más allá de argumentos utilitarios como la disuasión de potenciales criminales o la eliminación de estos, es el socavar las instituciones sociales civilizatorias que el Derecho nos ha legado. Y además, quien ahora se ha auto-investido con los monopolios de la violencia legítima y de la administración de justicia quedará muy satisfecho: unos cuantos delincuentes menos que alguien más les quitó de encima y en especial y mucho más grave, el consentimiento popular de que actuar de esta manera está autorizado y que por lo tanto podrá también tolerarse que se utilice todo el aparato coercitivo del Estado de esta manera injusta y criminal sobre la población. Es evidente por todo esto que, a diferencia del caso de los bachaqueros, el proceder y los efectos de los linchamientos es, en términos netos, aplastantemente perjudicial para la sociedad.
En segundo lugar querría responder a una pretendida equiparación entre justicia y venganza. La justicia es mucho más que la venganza y es que además son conceptos bastante distintos. El sentimiento de venganza es una pasión humana, que tan seguro como que hoy está en el corazón de las víctimas de un crimen, lo estuvo también muy presente en los primeros intentos de una proto-administración de justicia con los que se dio inicio a la larga experimentación social, que aún hoy continúa, y que nos ha legado una de las instituciones sociales más preciadas: el Derecho.
En ese largo y tortuoso tránsito hacia la civilización, en incontables casos de ensayo y error entendidos en una perspectiva social extensa, a partir de motivaciones como la defensa de la integridad personal y de la propiedad, de pulsiones más instintivas como el propio sentimiento de venganza y de racionalizaciones más utilitarias (por ejemplo que castigar desproporcionadamente con pena de muerte a un simple ladrón crea un incentivo para que futuros ladrones maten a sus víctimas porque si atestiguan en su contra el precio a pagar sería igual al de cometer un asesinato), se han venido depurando normas y principios que hoy identificamos con alguna claridad. Entre ellos estaría la justicia con todos aquellos atributos que intenté esbozar un poco más arriba y que la diferencian claramente de un simple acto de venganza.
No se trata tampoco de un mero tema procedimental o de formas, ni de quién lo ejecute (privado o público, víctimas o intermediarios), se trata especialmente de una distinción de contenido. Un contenido que pudo haberse comenzado a edificar y evolucionar a partir de un instinto pasional como la venganza o un derecho a la autodefensa, pero que se ha perfilado a lo largo de muchas generaciones en conceptos más precisos y mejor definidos y con un altísimo contenido de conocimiento social y que son, nada más y nada menos, los que hoy sostienen a la civilización. Estos principios nos aclaran hoy que no es justicia prender fuego a un presunto ladrón, ni es legítima defensa disparar por la espalda a un asaltante que huye con lo robado. Y que no importa si es un cuerpo del Estado el que llene fosas comunes de presuntos delincuentes o que lo haga el padre de una víctima que sufrió una agresión. Podría dar satisfacción a algunos o evitar futuros crímenes perpetrados por el “ajusticiado”, por los mismos “justicieros” o por potenciales delincuentes que quedaran impresionados por el espectáculo de un linchamiento. No quiero entrar a juzgar moralmente cada motivación, cada resultado, cada caso, pero no puedo llamarlo justicia en su sentido más correcto. Ya lo que conocemos hoy como Derecho es precisamente la depuración de toda esa casuística que nos ha traído hasta dónde estamos y es por eso que es tan preciado. No podemos entonces permitirnos el lujo de retroceder al desvirtuar el contenido de las instituciones sociales porque en una sociedad particular, en un momento específico, no haya acceso a la verdadera justicia por la ineficacia del Estado y por la prohibición de una verdadera justicia de naturaleza privada auto gestionada por la propia sociedad.
Luis Luque
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