«¿Por qué dice eso?». Él me mira, no responde. Sopesa las palabras antes de decirlas. Finalmente suspira y me mira. «Porque lo veo a diario hijo, por eso» me dice. Me ha dicho que le duelen las rodillas, le pesan los años sobre las arrugas y el pelo cano. Restregamos nuestra historia contra el pasamano del techo e insinuaciones corporales ingenuas nos suceden a cada parada de la ruta. Las chicas del can nos colocan el soundtrack. Una chica alegre (aún no entiendo cómo alguien puede ser feliz en el hacinamiento) canta la cancioncita del samina mina eh eh, waka, waka eh, eh. La muy valiente hasta saca espacio para medio darle movimiento a las caderas. El pasillo es corto, la gente sentada es mucha pero no hay puestos (ni misericordia) para un hombre que los años le pesan sobre las rodillas. «Joven, ¿usted alguna vez se ha enamorado?» me pregunta. «Sí, un par de veces». «¿Y ha sido correspondido?». «En ocasiones varias» grito. Ahora Eddie Herrera ha subido el volumen y le canta a una tal Calorina ¿o Carolina?, en fin, el señor ríe. «¿Y te ha pasado alguna vez eso de estar enamorado por andar alegre?» vuelve a preguntar. No sé a dónde va con aquel interrogatorio, si sólo le pregunté que cómo estaba por la simple cortesía. Yo asiento y se vuelve a reír. «Eso es lo que veo todos los días. Uno sale a la calle a enamorarse, para decir que tiene una ilusión. Por lo menos la mía son dos hijos y mis nietos. ¿Esto? Vivir todos los días dentro de este aparato es estar enamorado por andar necesitado». Río con el comentario. «Hijo, uno cuando es viejo se enamora de todo para distraerse, pa’ no pensar que está estorbando. Vaya y pregúntele a cualquiera de mi edad que qué hace y le dirán lo mismo: estorbando. No es que nos menospreciemos, es que lo vemos, lo vivimos, lo sentimos y lo presagiamos desde el primer dolor de rodillas o de espalda baja» se lamenta. Me da grima, me desalma su testimonio. Trato de desviar los sentimientos hasta sus nietos pero niega. «Ellos son otro nivel, muchacho. Ya están grandes, algunos ya hasta están graduados y casados, otros estudian y algunos otros hacen desastres. Es cierto que uno estudia medicina, como tú. No sé si lo conocerás, se llama Javier». Yo niego. Él prosigue. «Bueno, no es importante. Lo importante es que sepas que por más que los años signifiquen una carga, nosotros, estos vejestorios viviendo el ocaso de la lucidez, fuimos alguna vez como ustedes. Tú eres cortés, se te nota por la atención y el saludo. Pero mira: todos están sentados, algunos de mi camada tienen suerte y les ceden el puesto. Pero hay otros, como yo, que no corremos con la misma suerte. Esto se convirtió en el día de la supervivencia. La tercera edad se convirtió en un estigma, un lastre que nadie quiere. Un mal innecesario». «¿Por qué dice eso?». Él me mira, no responde. Sopesa las palabras antes de decirlas. Finalmente suspira y me mira. «Porque lo veo a diario hijo, por eso» me dice. «Pero póngase usted a ver: sus nietos lo quieren, sus hijos igual, ¿cómo van ellos a considerarlo un mal innecesario?». El semblante no mejora. La tristeza y el dejo de la añoranza del pasado es el signo perenne de los venezolanos. «Mis hijos, los otros tres que tengo, no me quieren cerca. No me reciben en sus casas con gusto. Sé que se insultan unos con otros porque nadie quiere tenerme. Los otros dos, mi hija menor y el mayor, me atienden en la mayoría de los casos. Pero ya veo cómo el cansancio les ha colmado la paciencia. Mi mujer murió hace cinco años, ya nada es igual desde entonces. Nosotros vivíamos en nuestra casa por el sector Don Bosco. Al morir Dinora, mis hijos me obligaron a vender la casa porque “ya no me valía solo” y me tenía que mudar con ellos, muy a su pesar, claro. Ahora les pesa aquella decisión. ¿Dónde quedó aquello de que los hijos mueren por los padres? Antes, en mis tiempos, era así». El clásico frenazo estrella del bus hace que el señor tambalee. Como puedo me aferro con una mano al pasamano y con la otra, trato en lo posible sostenerlo en pie. Los flashes de la nostalgia me permiten vislumbrar a mi abuelo en aquel señor de fisionomía ausente.
Las mardiciones, los recurrentes recuerdos a la madre del intrépido conductor y los gritos le hacen los coros a Diveana que cantan tus ojos, ¿qué tienen tus ojos? Que cuando me miran… inquietan mis ojos. Hay gente que baja en cada parada pero no hay puesto. Cómo nos encanta comérnosla, ser vivos, o como les gusta llamarlo: “ser rápido y ágil”. «Mi papá se llamaba Fernando y mi madre Gloria. Desde pequeño se acostumbraron a llamarme Fernandito y así me quedé. Hasta ahorita, conste que tengo setenta y un años, me siguen llamando así. Sólo mis nietos que por cosas de ellos me llaman Dito pero es por cariño, eso sí. Mis hermanos y yo lidiamos con nuestros padres hasta que estuvieron bien entrados en años. Ni para mí o mi esposa supuso una carga pero parece que mientras el hombre avanza, atrás queda la civilización y cada quien se vuelve dueño y señor de uno mismo. Aunado a eso, vemos que hay un grupito, más grande cada vez, de hombres y mujeres que el rancho les creció en la cabeza y ahorita la tercera edad comienza desde que la mujer cumple veinte años trabajando y al hombre se le cae el pelo. La tercera edad dejó de ser el orgullo de la experiencia, de la experticia cuidada a la vida. Ya no, eso se acabó. Ahora es un orgullo decirle a la gente que eres viejo para que te puedas colear en una cola para comprar algo, para que no te cobre el pasaje completo y para que te den lástima. Porque nadie ya se ajusta a los principios, todo se fue al comino». Yo escucho atentamente. El drama de la tercera edad, la diatriba, el convencimiento, la polarización de la conciencia, el oportunismo parásito, el orgullo vencido. Emula un discurso de sindicalista obrero. Menudo papel se ha cargado. Pero lo dice de corazón, le duele ver a los ojos de la inmundicia humana, de la guerra oportunista, de las necedades socialistas. No se queja de las colas por comida, ni de los servicios inservibles o del show mediático de humo, de olla raspada. No, su preocupación son los principios, las leyes, los reconocimientos, los títulos, la meritocracia, la educación.
«Sepa bien lo que hace en la vida hijo. Cuando vaya a tener sus muchachos, enséñelos que usted no los trajo al mundo para que cuando usted esté viejo ellos lo cuiden. Enséñeles la fortaleza y no les siembre el rancho ideológico. Así, con suerte, no serás merecedor de un juego de la papa caliente. Nadie quiere que le caiga el premio mayor. Y a la larga lo entiendo, sólo que ya nada me vale, sólo la alegría de los recuerdos y la diversión de la nostalgia. Tú te ves que eres un buen muchacho caracha, seguro que me vas a escuchar. Yo no tengo necesidad de estar aguantando estas acciones desleales, sólo que me resumo en desaparecer de la casa de mi hijo de turno desde la mañana hasta la tarde. Que ellos hagan su vida, yo hago la mía como pueda. Al parecer aquí se la hace pasando trabajo. Es esto lo que te digo: estar enamorado por andar alegre. Yo ando alegre. Creo que me estoy comenzando a enamorar de los paseos extremos en Ruta 6 porque… ¿qué más le queda a uno sino es vivir el drama de la tercera edad?». Con las chicas del can de nuevo cantando que no son lobas y que no le van a robar el marido a nadie me bajo. A la final me armé de valentía y le pedí a un tipo que se parara y le cediera el puesto a Fernandito. «Vaya con Dios hijo, vaya con él, porque no espere que aquí lo traten con cortesía» se despidió al bajarme.
***
Meses después vi a Fernandito en una parada esperando una nueva ruta extrema: Cuatro Bocas por la tarde. Su afición a la adrenalina del transporte en horas pico lo salvaba de vivir pensando en el drama de la tercera edad.
PRÓXIMO VIAJE:
VIAJE N° 7: REPRODUCIENDO: QUINCE AÑOS.