Mi corazón era un bombo sonoro, un martilleo violento que semejaba un tambor de pozo petrolero. Mi sangre hervía junto a la adrenalina del instante tan esperado. Mi cabeza era un periscopio, una grúa nerviosa que se cercioraba constantemente de que no había testigos visibles. El aire, que impactaba contra mis pituitarias, parecía ser gélido, polar. La luz naranja de los postes imperturbables en medio de la calle desierta, daba a mis compañeros un alucinado aspecto cinematográfico. “Ya lo tenemos, ya lo tenemos”.
Con rapidez genuina (aunque ensayada previamente en varias ocasiones) pulsé el botón que abría las fauces de la maleta del carro. Ellos, sudorosos y sonriendo de manera casi forzada, introdujeron el bulto beige que aún se retorcía. “Pégale más, pégale más”, era la orden que se fundía entre los gritos de pánico. La motocicleta, que aún rezongaba horizontal sobre el asfalto brillante, fue recogida y orillada para no levantar sospechas. El acelerador a fondo hizo galopar los caballos de fuerza que, con crines de carbono, nos alejaron del lugar. “No puedo creer que lo hayamos hecho”.
Aullidos frenéticos y alocados eran sinónimo de celebración. Palmas que percutían repetidamente eran el ritual que brindaba las primeras albas de calma luego de la meta alcanzada. Suspiros (casi gemidos) de alivio eran nuestro soundtrack. La ruta, a través de la cual marchábamos, estaba memorizada al caletre. Nada más nos hizo falta, todo estuvo en orden, a lo menos, por una vez. “Y yo que ya no creía en la justicia”.
La reja del estacionamiento, a razón de su motor semi-averiado, tardó más de lo acostumbrado en darnos la bienvenida. Mi índice, perpendicular a mis labios, era señal imperiosa de guardar silencio. Mis padres dormían, el bombillo, apagado desde su ventana, no podía indicar otra cosa. “Tráelo, tráelo”, fue el único murmullo que se atrevió a romper la quietud. Entre tres cargaron a la víctima y la transportaron hasta el hermético maletero del estacionamiento. “Ahora podemos gritar todo lo que queramos”.
Siete minutos tardó en volver del desmayo. Las agujas de mi fiel reloj de pulsera no se atreverían a mentirme, mucho menos esa noche. Fue desenvuelto, mas no desamarrado. Allí estaba el mejor obsequio que yo podía haber solicitado en esta metrópolis enferma, en esta capital profundamente trastornada. Sus dientes rotos, su mirada desenhebrada por el terror, sus bigotes esbeltos, acorralados, exploraban su limitado entorno en busca de algún retazo de compasión, una compasión que todos sabíamos (incluso él) que sería la gran ausente en nuestra revanchista tertulia.
Era imposible recular, a esa altura del juego era pecado arrepentirse. Cualquier indicio de desmontar lo logrado no era más que una tontería que podía resultar carísima. Cierto sadismo, del que jamás creí poder ser portador bajo ninguna circunstancia, era una morfina que se me intensificaba sensible ante los golpes y patadas que iban deformando el rostro renegado a su castigo. “No volveré a hacerlo, no volveré a hacerlo, perdón, perdón”, era un monólogo en loop que iba y volvía ante oídos sordos y puñetazos iracundos. Desapareció su respiración, sus ojos no eran más que dos lienzos blancos en los que se borró mi angustia y en donde se rayó, con manchas indelebles, el retrato reflejo de nuestro propio salvajismo.
T.M.