Todavía faltaba un cuarto de hora, así que comencé un lento y retrospectivo viaje al pasado. Recorrí a paso amortiguado los varios pasillos de los que se compone la zona comercial del centro, y a medida que caminaba se me iba aguando el guarapo. Todo parecía igual a hace 40 años, pero con diversas capas de deterioro a cuestas. No hablo de suciedad, valga la aclaratoria. Hasta donde vi no hay problemas de higiene. Me refiero a que todo está como gastado, desteñido. Envejecido tal vez sea el mejor término. La nostalgia me hizo penetrar esa zona denominada Villa Mediterránea, que en el pasado estuvo poblada por minitiendas divertidas, en donde se podía conseguir mercancía curiosa, apta para esos regalos chistosos que nos gustaba hacer en la juventud. Ya no queda nada de eso, a menos que uno quiera obsequiar un dildo comprado en la «sex shop», que parece ser el único negocio próspero de la Villa. Del resto, algún café, varias peluquerías, una tienda de ropa. Pero todo arropado por ese manto de vejez al que aludí anteriormente.
Proseguí mi camino, y fui a ver las 3 librerías que subsisten. Estaban vacías, salvo un par de dependientes esperando con indiferencia la hora de cierre, sin mucho que hacer. La oferta de libros de las vitrinas era la misma que se puede observar en otras tiendas del ramo. Algunas pocas novedades nacionales, y prácticamente ninguna foránea.
Continué mi paseo por la nostalgia quejumbrosa, y fui a dar a la zona más oscura del sitio, esa área que está justo debajo de la entrada principal del Centro Plaza. Allí, por alguna razón que no se me ocurre, hay un puentecito de madera sobre una especie de tarima alfombrada. Por más que hago memoria no recuerdo si antes de la alfombra hubo un espejo de agua que le diera propósito al puentecito. No importa mucho ya, pues el paso sobre él está vedado por una cadena puesta en cada una de sus entradas. Toda esta parte del recorrido fue realizada en penumbra, pues la mitad de las luminarias estaba apagada.
Ya era la hora de la cita, y me dirigí a lo que fue el Café Margana, de grata memoria por los desayunos sustanciosos que podían celebrarse allí, acompañados por un excelente café. Ya el Margana no existe, sino una réplica de él, con algunas de sus mesitas de mimbre. No puedo dar fe de la calidad de la comida, pues lo que consumimos fueron – ¡oh, milagro! – unas cervezas. Frías nivel restorán chino. Que nos supieron excelentes, a pesar de ser Light. Creo que a esa hora éramos los únicos parroquianos en el sitio. Un pequeño tropel de mesoneros conversaba, a falta de otras obligaciones. Eso permitió que nos atendieran rápida y solícitamente.
A las 6:30, después de haber ventilado los asuntos que nos concernían y vaciado varias botellas, tuvimos que pedir la cuenta pues tanto el local como el estacionamiento cierran a las 7, por las medidas de austeridad impuestas por la crisis eléctrica. Antes de eso, obligado por las cervezas, tuve que utilizar el baño. Para llegar a él hay que entrar al local y pasar por el bar. Allí me sorprendió la presencia de varias botellas de aguardiente San Tomé, entre otros licores nacionales e importados (las botellas de estos últimos, valga decir, estaban entre medio llenas y vacías, y parecían más bien puestas como decoración).
Regresé a mi casa por la Rómulo Gallegos, preparado para enfrentarme con los habituales retrasos tan comunes en esa vía. Pero estaba visto que ese día no iba a sufrir colas vehiculares. La avenida estaba sola, de una soledad hasta atemorizante, como si fueran las 11 de la noche. Me tomó apenas unos 10 minutos llegar a El Marqués. Hasta eso se ha perdido en Caracas, la nocturnidad. La ciudad cierra a las 7.