La primera víctima es un hombre de al menos 45 años que cruza la calle galantemente y al ritmo del vallenato, mientras que algunos compradores lo aúpan. Imagino que le pregunta la tarifa a una de ellas mediante un tierno, «mami, buenas noches». Ambos sonríen y van a un hotel que se encuentra a poco más de cuadra y media. Los demás siguen haciendo lo propio: Elevarlo moralmente como si de una especie de luna de miel se tratara.
Mientras algunos encuentran normalidad y chiste, yo sigo en lo mío.
Se acerca una mujer inscribiendo en una lista a los ansiosos caraqueños, a fin de evitar que se coleen. La cicatriz en medio de su mejilla y un léxico degradado delataba su papel en la cola.
—Epa, catire, dame tu nombre, bebé, pero es pa’ la lista. No la sueñes, no me gustan los rockeritos, y menos con pelo largo. —exclamó risa mediante.
—Eduardo.
—Qué serio, vale. Eres el 189, Eduardo. —con énfasis en mi nombre aclaró.
Le hace una seña a las prostitutas y éstas abren la puerta de un edificio para luego enconderse. Pasa una patrulla de la PNB inspeccionando por encima, todos con cara de «dame pa’l fresco». Ya iba entendiendo todo; la muchacha de la lista era una bastarda de Al Capone, el mafioso neoyorquino, y es que hasta su cicatriz había heredado.
Mi capacidad de sorpresa se encontraba anulada. Así es Caracas por las noches, una versión barata, real y hasta más peligrosa de Ciudad Gótica.
Ya casi las 9:00 a.m., me terminé 1984 de George Orwell y tengo más hambre que antes, pero esta vez de libertad. Mientras, sueño con una reina pepiada y una malta; a su vez, escucho a la señora de atrás, comunicándole a otra que hacía días vio a un par de vecinos con sus niños escarbando entre la basura por los lados de La Candelaria. Por lo que entendí, no precisamente se trataba de una familia punk de la vieja escuela, sino de víctimas del flagelo gobiernero que ha mermado la capacidad de compra, seguridad personal, bienestar individual entre otros detallitos de la Venezuela que alguna vez existió.
Los empleados anuncian que pronto despacharán dos kilogramos de harina por persona. Muchos gritan de la felicidad. Me siento como en una graduación donde voy a recibir el título que jamás servirá de algo en mi propio país.
Al poco tiempo del anuncio, «La dama de la lista», como bauticé a la pran del supermercado, desata una disputa por querer filtrar a cuatro de sus amigas al inicio de la cola. Una madre se enfurece y la encara, debido quizás a que no hay permiso a la viveza criolla cuando el hambre reclama.
—Yo tengo horas pasando hambre con mi chamo para que vengan a colearse. —afirmó eufórica mientras apartaba a su hijo
—Bueno, mami, esto ya está hablao’.
Inicia la trifulca verbal y se produce un efecto dominó. Todos reclaman en coro mientras callo por una razón: Las estadísticas.
Una de sus amigas corre a buscar su destartalado Malibú del 82.
—Marica, vámonos, deja eso así. —sentenció la conductora
—¿Deja eso así? Ta’ bien, menor. —respondió mientras sacaba un puñal debajo de su blusa
El tiempo se detuvo entre gritos y despavoridas carreras. La madre en estado shock solo tuvo oportunidad de apartar a su chamo mientras rápidamente recibía siete profundas puñaladas distribuidas entre su pecho y abdomen.
Con una sonrisa entre su rostro, la homicida huyó junto a sus cómplices en el vejestorio de carro, mientras que el cuerpo de la hambrienta madre caía sobre su propio charco de sangre y como fondo, el llanto de un niño que jamás olvidaría tan nefasto día.
El cuerpo yacía en una acera teñida de rojo. El infante de unos seis años era pobremente consolado por una señora que secaba sus lágrimas lentamente, empanada y juguito mediante. Aun así, el supermercado decidió abrir y vender el prometido producto.
Lo que para mí fue la escena más grotesca que haya visto en mi vida, mas no la última, para otros es la cotidianidad materializada; todos pasaban por encima del cadáver y así poder pagar por su pequeña dosis de socialismo. Yo me retiré con hambre e indignación.
Otro día en la cola. Otro día de mierda.
[Foto: Reuters]