Herrera Luque y José Ignacio Cabrujas fueron visionarios al comprender que Venezuela siempre fue un campamento. Nuestro nombre debió ser República Guipuzcoana de Venezuela. Sin embargo, ninguno de los dos jamás pudo intuir que ese campamento perduraría hasta el día de hoy. Ya hemos transitado diez y seis años dentro del Siglo XXI y sus primeros catorce fueron con el capataz más mediocre que haya conocido este continente.
Debemos de una vez por todas comprender que nunca hemos sido un país. Desde siempre el político se ha investido de pueblo mediante alguna artimaña mediocre para volverse mayoral de la granja, capataz de la mina, luego del pozo y por último otra vez la mina. El juego consiste en extraer, luego vender y en el proceso me hago millonario mientras mantengo al campamento medianamente feliz. Desde El Dorado hasta el Arco Minero, esa es nuestra historia.
El militar en Venezuela es el más patriota de todo el planeta. Liberó a su propio país; luego se fue a liberar otros. Al final se entregó al libertinaje: revueltas, reyertas, golpes, invasiones y quién sabe cuántas otras emboscadas con el único y mezquino fin que ser el capataz del campamento. Y así lo hicieron durante años. La bota dirigía las acciones y mantenía al campamento derechito. Pela bola pero derechito. Pero el mundo cambió. Siempre lo hace. Nosotros no. Hay demasiada riqueza aún por extraer. Cambiemos el modelo del campamento, demos un salto hacia la modernidad. Entonces nos convertimos en demócratas corruptos. Seguir chupando al huésped hasta dejarlo muerto para después huir. Morir en el exilio, en París o Nueva York. En Santa Marta no. Así fue siempre. ¿Por qué debe cambiar?
Hay que hacerle creer a los habitan del campamento, a los mineros, que todo está muy bien. Hay asfalto y luz. Edificios. Autopistas y televisión a color. Somos un país en vías de desarrollo. No hemos llegado. Vamos en camino. Tú sigue trabajando tranquilo y tómate algo el viernes en la noche. Tú produces. Producimos. Móntate un parapeto de bienestar. Convencer al minero es la consigna. Tranquilo que ellos siempre se comen ese mojón. ¿Por qué iban a cambiar?
Pero como siempre pasa, la nueva clase política, rostro del poder militar patriota y único dueño de la mina, se tragó todo. Nunca aprendimos nada pues Natura siempre está allí para aliviarnos las penas. Un palo de agua que refresca y una mata de mango, o mamones, o patilla o cambures. Allí, al alcance de la mano. Tranquilo que el golpe avisa. Y así fue. El campamento se embochinchó. Y cuando eso pasa hay mineros que mueren en las escaramuzas para restablecer el orden y la paz del país. Tiempo de un nuevo liderazgo, del pueblo. Bolivariano. El péndulo tiene que ir hacia el otro lado. Y los pozos volvieron a escupir y la parodia pudo continuar. Hacerte creer que eres importante y trabajador. La ficción de que somos gente que produce y que trabaja. Mango con adobo y cigarrillos detallados. Pueblo que baja del barrio a producir para llevar a su casa. Subsidios y te someto. Sumiso. Anda a la mina a trabajar en silencio. Bozal de arepas. Estás empoderado. Mientras el capataz con toda la clase política nueva y progresista hacía su labor. Engordar hasta la obesidad mórbida. Putas y curda para el campamento.
Diez y seis años adentro del siglo XXI. Y les pasó lo mismo. Volvieron a empiparse hasta los tuétanos y se olvidaron una vez más del minero y de la absurda comedia que lo embrutece y somete.
Ellos saben qué hacer. Si aún hay recursos que extraer entonces es tiempo de canibalizar la Amazonía. Volver al oro. Al mito de la riqueza.
Ellos saben qué hacer. Cambia el capataz. Ya viene el péndulo de regreso.
Ellos saben qué hacer.
¿Por qué iban a cambiar?