Liberal… hasta que soy conservador

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La burka, el burkini y otras prendas…

     Si este artículo tratara sobre economía pudo haberse titulado «Liberal… hasta que soy progresista» y prácticamente conservar intactos todos los argumentos. Todavía más fácil sería que me refiriera aquí a la prostitución, al uso recreativo de drogas, al matrimonio homosexual o incluso al suicidio. En este sentido bastaría prácticamente con «copiar y pegar» para sustituir por ejemplo «vestir burkini» con «vender su propio cuerpo».

     Ser liberal es complicado. Requiere de una capacidad intelectual importante y de una fortaleza moral incluso mayor como para, por un lado, entender la humilde posición que como individuos tenemos ante la imposible pretensión de planificar el orden social como nos gustaría (tanto en lo económico como en lo moral) y, por el otro, para aceptar con templanza esta innegable realidad y saber cómo canalizar de manera apropiada la ansiedad que esto genera a nivel individual. Sólo un liberal es capaz de entender y aceptar que la libertad debe imperar en todas las dimensiones humanas y sociales y no sólo en aquellas en las que no nos importa cuáles sean sus efectos. Los más cercanos al conservadurismo tienen esto difícil al lidiar con temas no muy materiales de la moral personal, mientras que a los más progresistas les sucede otro tanto con aquellos que se refieren más bien a las condiciones materiales de sus pares. Para ambos casos, la obligada separación prácticamente clínica entre lo que es la moral personal y por otro lado lo que debería ser la Ley (y la política, que hoy por hoy desgraciadamente es el arte de utilizar la fuerza para hacer pasar por Ley lo que no es) es muy difícil. Y es que al final un verdadero liberal es sólo quien logra reconocer esta necesidad y que puede gestionarla personalmente tanto a nivel ético como político.

     Yo mismo comparto muchos valores morales que suelen ser popularmente asociados con la izquierda o con la derecha. Es decir, creo de manera absoluta y vehemente en una buena cantidad de principios de carácter moral que considero no sólo buenos para mí sino también para el resto de la humanidad. Y de hecho no renuncio a ejercer un importante activismo en favor de estos principios que altamente valoro. Esto no es en absoluto contradictorio con mi posición ideológica liberal. Que me parezcan la prostitución y el uso de la burka o el burkini inmorales, o que crea que la solidaridad y el altruismo son virtudes que intento incorporar en mi vida y que así lo enseñaré a mis hijos (y a quien quiera prestarme atención), no implica que deje trascender estos principios fuera del plano de mi moral personal al de mi acción política, ni que crea legítimo intentar imponerlos con la fuerza a todos los demás mientras, de paso, pervierto la esencia de la Ley en el camino.

     Como buen liberal entiendo que no podemos conocer una moral universalmente válida a pesar de estar adherido intransigentemente a la mía propia y, por tanto, sé que no es correcto imponer una moral particular por la fuerza intentando confundirla con la Ley y usando la política para ello. Entiendo que en el plano moral se impone la experimentación social dentro de lo que no prohíbe la verdadera Ley y que sólo un largo proceso de decantación de normas nos permitirá ir descubriendo poco a poco qué era lo correcto. Entiendo que la lucha por difundir mis propios valores morales debe basarse en la persuasión y no en la imposición, en el debate ético y no en el debate político. Y que la victoria final de mis principios dependerá de mi capacidad persuasiva, de la educación que dé a mis hijos y de la eventual masificación de aquellos si acaso una larga experiencia llega a demostrarnos con el tiempo que su práctica generalizada era socialmente exitosa en el largo plazo, es decir, que no sólo servían estos principios para guiar mi vida sino también la de todos los demás.

     El uso de la burka y ahora del burkini lo considero abominable en cuanto a lo que a la dignidad de la mujer se refiere. Y podría escribir páginas acerca de por qué así lo creo desde un punto de vista moral e incluso por las nocivas implicaciones sociales que podría prever a partir de esta práctica generalizada. Pero prefiero más bien escribir estas líneas porque a muchos se nos olvida que debemos poner por encima de nuestros personales juicios de valor el hecho de que, si a una mujer no la obligan por la fuerza a usar estas prendas de vestir, ni yo ni nadie puede ni debe hacer nada al respecto mediante la Ley y la política. Con cualquier herramienta privada y no coactiva me apunto a hacer activismo desde el plano ético y religioso en contra de esta indignante tradición que cosifica y oprime a millones de mujeres en el mundo musulmán y ahora en algunas comunidades en occidente. Sobra además decir que para los casos en que efectivamente se fuerce a una mujer a usar estas prendas en contra de su voluntad debe caer todo el peso de la Ley contra el agresor, de la misma forma en que igual tratamiento merecería la policía francesa por multarlas y obligar a quitárselas y a los políticos galos por osar decretar una norma tan ajena y contraria al espíritu occidental. Pero si no hay coacción y, por tanto, tampoco agresión real, considero inmoral y además profundamente ilegítimo recurrir a la violencia del Estado para prohibir o imponer una práctica que no viole el derecho de un tercero por el sólo hecho de que no me gusta, aunque tenga razones muy válidas para que así sea.

     Una consecuencia inevitable de la libertad es que terceros hagan cosas que no nos gustan y que además las hagan por razones que nos parecen absurdas, irracionales o inmorales. Pero mientras no se transgreda la Ley –la de verdad, no la que los políticos caprichosamente redactan en los parlamentos- este es el precio que tenemos que pagar por los infinitos beneficios de la libertad. Confío en la superioridad moral de los valores liberales occidentales y sólo por esto sé que pueden y deben competir con sistemas éticos arcaicos y denigrantes sin tener que recurrir a la violencia propuesta por los políticos, al cierre de las fronteras, al racismo o a la xenofobia. Y también sé que optar por estos instrumentos es contrario a la tradición liberal que nos ha traído a dónde estamos y que debido a esto, lejos de protegerlos como claman los políticos, más bien los erosionan. En este plano cobra mucha validez el refrán popular de que la violencia es el arma de los que no tienen razón, pues sólo un pobre sistema ético y tradición moral condenados a la extinción son los que deben mantenerse con las armas. Ya la verdadera Ley que se impone con violencia legítima en cierta medida en occidente, incorpora los principios éticos occidentales más fundamentales y al resto, simplemente, lo llamamos libertad individual.

     Hay que recordarle a los desorientados que intentan engañarse a sí mismos y a los demás, apelando a barrocas y contradictorias vueltas argumentativas, que no se tiene una actitud liberal cuando se intenta justificar el que se  apele por la política para resolver los problemas sociales con base en una supuestamente no tan libre decisión de hacer o no hacer algo (por ejemplo, vestir un burkini en una playa) o, de forma equivalente pero por la izquierda, al concluir que alguien no sería tan libre si no tiene la capacidad real de hacer o no hacer algo (por ejemplo, comprarse una vivienda), incluso cuando no haya violencia, ni amenaza, ni agresión de por medio. Esta práctica de defensor de la libertad según el tema, es simplemente la típica actitud de un conservador al tratarse de un problema de la moral tradicional o de un progresista cuando tiene que ver con un problema moral que tenga implicaciones económicas. Y tampoco debe olvidársenos que las soluciones que aquellos proponen para salvaguardar esa supuesta “libertad”, necesariamente atenta en contra de la verdadera libertad de los ciudadanos. Cualesquiera que sean los poderosos factores subjetivos en la mente de una persona o sus posibilidades materiales un poco más objetivas, que orientan la actuación del individuo, mientras la coacción ilegítima no se encuentre dentro de dichos factores, no hay nada que pueda hacerse con legitimidad desde la política o la regulación sin erosionar las verdaderas libertades de los ciudadanos y llevándose por delante los valores occidentales fundamentales. En la esfera de la libertad individual, acotada correctamente por la verdadera Ley, sólo cabe el debate ético y la persuasión. Cualquier otro instrumento coactivo, sin importar su carga moral, consenso social o consideraciones utilitaristas, es completamente ilegítimo. La verdadera libertad individual es la ausencia de coacción ilegítima y no debe deformarse este preciado concepto de la tradición liberal occidental con otras acepciones retóricas de libertad. No le falta libertad a quien despilfarra pero no ahorra ni trabaja y entonces no puede costearse todo lo que quisiera, ni tampoco le falta libertad a quien lleva en su mente el peso de una cultura que lo influencia enormemente al valorar sus propios fines de una manera u otra, incluso si esa influencia la encontramos incompatibles con nuestros propios valores, nos parezca una pesada e injusta cadena –en sentido estrictamente metafórico- y la repudiemos asqueados.

     El liberal defiende su moral particular en el plano ético pero no en el político, porque sabe que no le es legítimo imponérsela a alguien más. Y confía en que si se respeta la verdadera Ley –en vez de pervertirla para favorecer morales particulares o intereses de grupos- los principios morales correctos (sean o no los suyos pues no hay manera de saberlo a priori con certeza) se generalizarán a la larga luego de un dilatado proceso de experimentación social en un marco de plena libertad. A nivel privado la sociedad cuenta con infinidad de instrumentos no coactivos para hacerle costoso a alguien el transgredir las normas morales generalmente aceptadas en una comunidad y esto favorece el cambio cultural. La educación, la religión, la asociación, el prejuicio, la discriminación, el repudio, etc. son sólo algunos de los mecanismos que, sin recurrir a la violencia privada o del Estado, sino más bien haciendo pleno uso de la libertad individual que valoramos y defendemos en occidente, pueden utilizarse de forma legítima para favorecer o rechazar ciertos tipos de conductas que, aunque no violen la Ley, podamos considerar moralmente inaceptables. Un liberal debe aceptar y conformarse con este tipo de instrumentos privados para llevar a cabo su activismo ético o religioso y, en ningún caso, debe optar por la vía fácil de pedir a otros que utilicen la violencia para imponer su privada y particular visión moral a otros. Esta necesaria división entre política y ética, entre moral y Ley, es más necesaria que nunca en estos tiempos en que se pretende ingenuamente que sea el Estado el que haga “buenos” a sus ciudadanos. En una época en la que, por un lado, parece haberse abandonado toda cuestión ética y moral de la sociedad a los políticos y, por el otro, en la que muchos quieren imponer con el totalitarismo de la corrección política una neutralidad moral en la vida cotidiana de las personas que no osan exigir al propio gobierno. Mientras tanto se hace un uso instrumental de la democracia para imponer a todos las visiones morales y los intereses de los grupos de presión más fuertes y mejor organizados. Así estamos y peor estaremos si no logramos volver a trazar nítidamente esa importante línea que muchos en ciertos ámbitos, dependiendo del gusto, intentan difuminar: la que debe separar la Ley de la moral personal. Una distinción que, al menos esperaríamos, los liberales la tuviéramos muy clara.

Luis Luque

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