La gloria del Tinder

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Un rayo de sol concentrado penetró a través de mi párpado caído y me despertó de la mala hora de sueño, ella aún dormía. En la mesilla de noche, los cadáveres entrecruzados de dos porros consumidos (uno no fue suficiente a la hora de compartir). En el parqué, una escena de posguerra protagonizada por ropa desdoblada, una botella de absenta negra y latas vacías de Mahou Cinco Estrellas. Con gran razón me lo advirtió una buena amiga durante una conversa previa: “Tinder es la receta del desastre”.

Con las manos, aún dormidas, puestas sobre mi cara y con los codos encima de mis rodillas, me senté al borde de la cama esperando incorporarme; rogándole a la náusea, que se paseaba campante entre mi estómago y mi garganta, que se calmara y me diera una tregua, aunque ésta fuese temporal. Madrid se despertaba y un vientecillo templado, preludio del otoño que se acerca, hacía danzar la cortina mientras, desde la acera, una voz gruesa de señora mayor le decía a otra: “Venga, Petra, que hoy toca caminata larga y desayuno sano”.

Podía quedarme allí, inmóvil, durante tres horas más. Tenía, sin embargo, gracias a la ventaja del apartamento vacío, licencia para salir cuando se me antojara. No sabía si marcharme a secas, si dar una despedida silenciosa, si despertarla, si decirle “adiós”, “hasta luego”, o “hasta nunca”. No sabía, ni siquiera, si había disfrutado la experiencia; pero una voz interna, esa pequeña consciencia libertina que todos tenemos (y que en algunos echa más raíces que en otros) me decía “Tomás, hijo mío, estás en Europa. Hay que intentarlo todo, hay que probarlo todo, hay que vivirlo todo”.

El amor eros es un tumor que debe ser tratado (para su cultivo o para su destrucción) antes de que haga metástasis y comience a doler, a invadir. La gloria del Tinder reside en que, según la manera en que se utilice, es capaz de neutralizar y arrancar cualquier indicio de maleza sentimental, o de apego, con el fin de ofrecer un viaje directo hacia el corazón del hedonismo. Aun así, mi fugaz contacto con Devi Extailarena (eufemismo para evitar, en esta crónica, señalar su nombre real) será, por lo menos para mí, imborrable en el recuerdo; con sus pestañas largas, con sus rizos cobrizos, con su piel pálida y estampada de lunares, con su linfoma de Hodgkin.

Todo comenzó con una notificación, con una vibración de mi teléfono que, absorbiendo el Wi-fi de una de las unidades de transporte de la EMT, me advirtió, con orgullo y signos de exclamación: “¡Enhorabuena! Tienes una nueva persona compatible”. Devi, en cuya foto de perfil hay una mirada infinita que sobrepasa la pose de postureo y la boca empinada, utilizó pocas palabras. Allende a las preguntas de pesquisa hacia cualquier persona que no conoces pero con la que mantienes cierto pacto etéreo, acordamos, en sólo minutos, para citarnos, ese mismo día, en la boca número dos del metro de Príncipe de Vergara.

Contrario a lo que suele suceder, Devi es, físicamente, más hermosa en persona que en el perfil. Lucía un inquietante abrigo negro que se imponía desafiante al agradable clima, que rondaba los veintiséis grados. Su mano huesuda y frágil acarició mi tosca barba ante mi gesto evidente que pendulaba entre la desconfianza y la incredulidad. “Vamos a tomar algo, que necesito hablar contigo”.

Nos sentamos en las plateadas sillas de una terraza casi solitaria. Pedimos un par de tintos helados que, con grandes cubos de hielo, hacían “sudar” el tarro que los contenía. Ella no paraba, casi obsesivamente, de fumar. No se tomaba la molestia de guardar el mechero, pues, aún sin acabar un cigarro que se descomponía en humaredas fugitivas entre su boca y su nariz, ya había armado, con una velocidad admirable, el siguiente. Miraba hacia el firmamento, luego hacia mí, inhalaba una bocanada, la exhalaba, bebía un trago grande y repetía, como ensayado, el mismo proceso una y otra vez.

“Te lo voy a decir sin ambages, quiero follar, drogarme, beber y pasar una buena noche”.

“¿Y por qué conmigo?”, pregunté con mi tradicional y fea cara de imbécil y con mi tendencia a deshacer y destruir procesos en pocos segundos.

“Porque me pareciste interesante, guapo; y tu perro lo más”.

En circunstancias normales, me habría ido por la perpetua tangente de la baja autoestima y habría amurallado mi vida con las repetidas defensas de “te equivocas”, no soy interesante”, “no soy guapo”, “en lo del perro, sí tienes razón, Dexter es el mejor perro del mundo”, entre otras. Pero la curiosidad de acostarme con alguien fue aleccionadora y, mientras me amenazaba con su fusta, me susurraba: “no lo arruines, Tomás, por favor, oportunidades como ésta no se presentan siempre. Di que sí y no opongas resistencia”.

El trato estaba cerrado y, mientras caminábamos hacia su hogar, luego de pasar por la farmacia, el corazón me explotaba repetidamente; como una máquina pisadora de ondas expansivas, como los miembros del Estado Islámico el día del atentado en Bruselas. El camino parecía interminable a la vez que el tiempo parecía corto. Aprovechando el mutismo, me fijaba en los números de los edificios, en sus formas elegantes, en su dorado decadente. Entré en su casa, al fin. Por alguna razón, que tardaré meses en comprender, me sentía un vulgar filibustero, un bandido sonriente, un secuaz del Al Capone.

“Hay algo que es importante y que necesito decirte”, me dijo mientras me sentaba en el sofá y se colocaba sobre mí.

-¿Qué?

-Tengo linfoma tipo Hodgkin.

-¿Eso no es…

-Un cáncer del tamaño de una catedral.

-¿Y por qué me lo dices?

-A veces sufro colapsos y desmayos. Si me pasa, llama al número que está en la tarjeta sobre la mesa y me vendrán a buscar.

-Pero…

-No preguntes.

-¿Y te lo estás tratando?

-No.

-¿Por qué?

-No quiero. Si preguntas otra cosa sobre eso, te voy a echar. No me importa echarte.

-Ok.

-Tengo absenta negra, cerveza y marihuana, ¿quieres algo?

-Bueno.

Todo fue un perpetuo delirio de galaxias azules, de filosofía, de chistes malos, de risas que eran como gritos amplificados, de despechos, de vida, de muerte, de cuchillos extrayendo tripas desde las nubes y de Devi Etxailarena creando, sólo para mí, un verano entero con su aliento cálido hasta que, en un fundido a negro, nos quedamos abatidos y durmiendo.

De haberse desmayado, aunque tenía el número que me había dicho, no hubiese sabido de qué modo reaccionaría. Por suerte, su salud y su misterio no echaron llamaradas esa noche. Me siento egoísta, me siento un maldito. Pero, gracias a Tinder, esa aplicación superficial y fútil, he comprobado que existen infiernos y agujeros negros retozando por allí, tomando tinto en las terrazas, esperando el autobús, asomados en los balcones que, con cortinas que se mueven con el aire, celebran que el otoño está llegando y que está muriendo el estío.

 

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