«Hoy toca romper todo.
Se los convoca a destrozar los reductos enemigos.
Ya verán cuando arda si es en serio.
Que el fuego se confunda con los gritos, los gritos con la noche,
la noche con el humo, el humo con el barrio,
las llamas con las llamas.
Seamos el fuego.
El mundo sólo recuerda lo brutal y lo grande.
Seamos esa brutalidad y esa grandeza,
por cada escuálido corriendo despavorido,
existe un premio prometido.
Llevar
gasolina,
manoplas,
cadenas,
estopa,
caños,
botellas,
armas, por supuesto.
Las obras en construcción cercanas proveerán
los habituales, los clásicos ladrillos.
Suban las piedras, vuelen. Veloces, vivaces.
Que mil ladrillos planeen hacia el cielo.
Que busque cada uno sus respectivas cabezas.
Que todos cumplan su trecho aéreo,
pasando a través de los cerebros,
¿cerebros?
derrotando los cráneos.
Que los ladrillos tomen la palabra…
Los que se mueran de miedo —sin que nadie los toque—
valen doble.
Se recomienda apilar en las esquinas
las barbaridades contemporáneas que pretenden ocupar
el lugar del arte.
No confundir las piras. No mezclar.
Que haya estilo en eso.
Que cada cosa arda por su lado…
Despleguemos generosos nuestro odio múltiple y rojo.
Demos paso a nuestro odio blanco y negro.
Nuestro odio maniqueo.
Fuego y fuego
Plomo y plomo
Subamos el nivel
Ese odio magistral para sacar mercaderes de los templos,
para que no vuelvan a entrar más en ningún lado
Ellos nos han chupado la sangre
y esquilmado.
Es justo que paguen con sangre.
Acordonar el barrio. Nadie se va sin previo aviso,
sin posterior permiso.
Se autoriza lo que sea
Se agiten mil bastones, sangren mil cabezas.
Dejar leyendas aclaratorias en las inmediaciones
para que la gente sepa.
Que todo quede devastado.
Cuando amanezca, reunirse en las esquinas,
vivar la patria,
corear canciones de esperanza.
Arreglarse un poco.
Despedirse.
Encolumnarse.
Respirar hondo.
Volver».