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AULLIDOS DE MI SIERRA

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Con la oscuridad inmediata de la noche, se viene el aumento de aullidos. Aúllos y explosiones que retumban en los cerros, explosiones que bajan resbalándose por las aguas de las quebradas haciéndolas hervir, luego suben por las faldas de los cerros arruinando sus pastos verdes. Explosiones y aullidos lastimeros que infectan el aire, con olor a pólvora, azufre a infierno… y da bastante desconcierto, miedo y eriza la piel.
Don Hipólito nervioso dice a su mujer:
– Sabes Santosa, ya mi cuerpo se ha acostumbrado a sudar frío igual que el nevado. Como quisiera que estas mantas me cubran de todo este miedo. Mis manos y mis pies hace tiempo que no tienen sangre, ellos llevan el mismo frío de pánico que trae la oscuridad. Lo único que está ardiente en mí, es mi pecho, por este corazón que quema, que suena a bombo lejano como contando las desgracias con sus palpitaciones y hacen doler las costillas, como si me las quebraran… Santosa.
Es por la noche que toda la sierra, los cerros, ¡Todo!, se llenan de esto, se notan que están en una condición de reventar, igual a un volcán a punto de erupcionar, como los nervios y las ampollas del cuerpo de don Hipólito, que no aguanta más.
Doña Santosa toda afligida responde:
– Por favor, cállate Hipólito, vuélvete mudo si vas a continuar mascullando así, es mejor que no dejes hablar a tu turbación, tú siempre has tenido la fuerza de poderte controlar. Así fue como sometiste a los demás y fuiste el mandamás en la comunidad, el saberte conservar silencioso y rudo como las piedras duras y frías, el no hablar jamás de tus miedos, si por este lado te derribas, ¿qué va a ser de mí Hipólito, si sabes que dependo de ti?, ¡¿y qué serán de las escasas tierras que nos quedan?! ellas no producirán más si te acobardas. Enmudece si vas a hablar mal, te pido que olvides que estas aquí en este mal tiempo. No le des uso a tu razón y deja de lado este mal sentimiento que viene de afuera buscándote, atravesando ya de una forma anormal tu corazón y se adueña de ti. Mejor bebe por esta vez todos los tragos de aguardiente que soportes y calma tu angustia. Y ebrio, tal vez renueves tu ánimo, y te animes por los sorbos de ardiente a cambiar tu carácter como fuiste antes, tan lleno de ti, entones borracho haz cualquier cosa o mejor chiflas ese huayno que desde siempre te ha gustado, sílbalo o cántalo Hipólito, hazlo pero bien valeroso, dentro de tu corazón o dentro de tu cabeza para que así huyas de este mal sentimiento. Acuérdate de tu pasado, cuando risueño y seguro con fuerza y armonía tocabas la chirimilla y llamabas la atención de todos, recuerda que con esa música me hacías bailar con mucha gracia. Hoy repleta tu cuerpo con esa evocación, rellénate de ese huayno, colmate hasta donde puedas controlarte con la tonada de la chirimilla, que con esta ilusión, nosotros persistiremos más en éste lugar. Pero por favor ya no converses de todo el miedo que hay afuera, que yo no soy sorda ni ciega y también me doy cuenta, te repito ¡por favor ya no renueves este miedo que nos rodea! que así lo atraes más. Cállate Hipólito, que las mujeres tenemos más miedo que los hombres. Y comprende que el valor o descontrol tuyo es el que me contagia y me hace sufrir como esta sierra.
Don Hipólito al entender a doña Santosa la reprimenda que le daba recordó aquel funesto día para él, cuando su padre apunto de fallecer le aconsejó:
– Sabes Santosa, mi tata estando grave casi expirando me dijo. Que en momentos espinosos e inexplicables de la vida, iguales a estas pesadillas que hoy estamos atravesando, observara y percibiera con mucha atención mi instante mi presente, que estara a la mira con la mayor concentración de mis sentidos, de todo lo que me envolviera o asombrara en mi espacio. Y ya casi pereciendo mi tata terminó por decir: “Luego mira tu mano izquierda mírala como quien mira una mano ajena, y con tu mano derecha jala tu dedo del corazón, si tu dedo del corazón no se extendiera es que estarías vivo lleno de tu conciencia en esa realidad, y si tu dedo al jalarlo se ampliara como alfeñique, te digo que podrías estar durmiendo o mejor dicho soñando y recobrarías tu lucidez dentro de tu sueño; con esto también constatarías si estuvieras muerto, porque te darías cuenta que estarías metido en ese sueño eterno del que nunca despertarías y que en algún día estaremos. Este secreto es para que recobres evidentemente la conciencia de tu estado, en el que te encuentres”. Mi tata en su agonía pretendió jalarse el dedo del corazón, pero no lo consiguió porque expiró. Pero sabes Santosa yo sé que él si se jaló su dedo, en su otro mundo. Porque sé que las almas pasan completas, con sus cinco sentidos aletargados, prestos a que cualquier voluntad los despierte para obtener la conciencia en esa otra dimensión de los muertos. Y ahora por su recomendación y por el secreto que me explicó, jalaré mi dedo del corazón, que es éste. Y concluiremos hoy mismo con todo este misterio tan raro que vivimos aquí.
Ya en la tentativa de halar su dedo anular, Doña Santosa no le permitió cogiéndole con ambas manos las manos de él.
– No pretendas ésta locura, ésta desgracia Hipólito. No notas que a mí me da mucho miedo descubrir nuestra verdadera realidad, y como mujer ya algo maléfico parecido a tus malas pesadillas intuyo. Comprende que no necesito saber más de esta mala realidad que por ahora nos envuelve, es que no quiero comprobar nada de esto, y esquivo saber mi existente condición: si estoy con mala vida o si estoy con mal sueño o si estoy con mala muerte, sabes Hipólito las tres cosas a cualquier ser normal aterran, elijo que la verdadera realidad caiga por su propio peso, esto es inevitable para los dos porque ya lo estamos viviendo, y sería correcto enfrentarla de otro modo, de ponerle forzadamente mucha esperanza que es la única verdad que creemos tener, porque mi intuición de mujer me dice que nada sucede al azar aunque así lo parezca en esto que estamos viviendo aquí, en este terrible mundo en el que por hoy estamos sumergidos, donde nos sentimos desamparados. Primero tenemos que comprender, ser conscientes que hay un saber escondido que nos librará de todo esto, pero primero debemos descubrirlo y luego meditarlo; debemos preguntarnos el porqué de nuestras vidas nómadas sin sentido, este recorrer diario tan lleno de sufrimientos que llamamos destino, ya después forzadamente debemos intuir para que fuimos creados,¿ el qué hacemos aquí?, trataremos de buscar otro camino diferente al que se nos muestra cada día con el amanecer,¿ por qué repetiremos lo mismo?; buscaremos el otro camino el más angosto, el que se adecue a nuestra poca compresión, camino que se irá ampliando conforme madure nuestra evolución, con la compresión que vallamos adquiriendo. Además ya te he dicho que las mujeres tenemos más temor que los hombres y por este miedo existimos detrás de ustedes, nos aferramos de tal manera a ustedes como se aferra la raíz a la tierra, y al final en esta situación vivimos más para empujarlos y aconsejarlos que por escudarnos detrás de ustedes. Entonces entiende: ¿por qué nos situaremos en estos apuros; ya no es suficiente con lo que tenemos, para qué darle importancia a lo dicho por tu agonizante tata?… Pero Hipólito eres cegado de entender. Quiero que comprendas, que por hoy deseo que me des una buena esperanza, esa de la que te he hablado, aunque sea una bondadosa mentira, la mejor mentira blanca que hallas inventado en toda tu vida, que yo creeré en ella como mi perfecta verdad y la concentraré toda en el latido de mi corazón para que se llene de toda esa fe que hoy necesitamos.

Afuera de la choza la misma manía de ésta desgracia: los aullidos y las explosiones, el lloro de las lechuzas malagüeras que se han escapado del cementerio, y se han arrimado más acá, ya cerquita a ellos. Para este momento los cuerpos humanos que aún quedan en la comunidad, permanecen ocultos en la tenebrosidad de la noche sin luna, únicamente el sentido del penetrante oído de los comuneros transita adherido al viento aguaitando todos los caminos de herradura, escuchando las explosiones con gritos de odios mesclados con sonidos de botas y ojotas. Y ellos sintiendo todos los miedos. Es agosto y con ello, los ventarrones helados se filtran a través de las quinchas y las paredes de las chozas.

– Hipólito, por favor sé hombre y abrázame con toda tu fuerza, que no eres tú, soy yo, quien necesita de la fuerza que tuviste, que todavía soy tu mujer y mi cuerpo te reclama para sostenerse, porque hay un mal escalofrío que se me cuela por la espalda soplándome aterradoramente todo mi ser. Abrázame con toda la fuerza que te queda, que estas mantas que nos cubren están hechas del mismo frío del granizo – ambos se envolvieron cobijados por las heladas mantas, enlazando sus cuerpos en un nudo, tratando de calentarse con sus alientos. Tratando de no impórtales lo que sucedía afuera.

Afuera seguían las explosiones, el excesivo frío para esta temporada de estación, más todo el perjuicio que aloca, todo este daño traído acá por contagio de ideas malditas, inadecuadas enseñas para estos sitios, solitarias creencias para estas tierras que bastante dañan. Si hasta recién, recuerdan, los que quedan, todo existía sosegado y sereno. La dimensión pasiva que reinaba en éstos andes y como todos los sentidos humanos los valoraban, especialmente los ojos lograban medir a pleno día la bondad de algún dios en el cielo azul, limpio de nubes tan lleno de luz; además cuando los paisanos alcanzaban las crestas de los cerros, miraban el horizonte perfecto colmado de armonía lleno de paz. Luego, apareció esto, lo malo, lo arribado por tierra reptando como una serpiente, cargado de veneno, de mucha perversidad; ¡sabe Dios de donde salió!… tal vez de algún infierno que vino a cobrar algún castigo.

Todo comenzó así, como si callera una estrella fugaz del cielo, un día sin importancia, para luego transformarse en una eternidad. Esto, cambió el sentimiento de todos los comuneros, volviéndolos más silenciosos retrecheros y peligrosos entre ellos, parece tanto tiempo de esto…parece un pasado con todos sus días atroces…parece todo lejano como ecos guardados en la memoria.
Pero por las mañanas el amanecer parece calmoso, pero esto es engañoso en estos territorios; el sol sale con el lastimero canto de algunos extraños gallos, más el ladrido de los perros chuscos y flacos, que ya tienen algo de coraje y ante cualquier susto gruñen, chuscos que se han quedado sin dueños, caminan buscando con fidelidad sin cansarse con el olfato las huellas de sus amos, que por algún sitio se han perdido. Los escasos árboles frondosos que aún quedan por estos lugares, obligadamente se resecaran no por la falta de lluvia, ellos muestran en sus troncos marcas chamuscadas por las explosiones… hasta ellos también ha sabido llegar la maldad.

Doña Santosa le recuerda a don Hipólito algo que se ha perdido en la memoria de él, le dice:

– Te acuerdas Hipólito, de aquella loma, esa loma saturada de bondades, desde donde contemplaste por primera vez el campo colmado de flores de la estación. Te acuerdas cuando corriste como un puma tan aligerado y veloz como el viento por alcanzar esa lindura, eras demasiado joven, yo curiosa detrás te seguí como si fuera tu sombra. Que completo y precioso fue ese día Hipólito, lindo día que quedó estático en mi corazón. Tú recién te estabas haciendo hombre y yo dejé de ser niña esa vez. Recuerdas cuando al final rellenaste mi pelo con las diferentes flores que apurado recogiste por ahí. Pero más feliz fui cuando ahogaste mi cuerpo con toda tu hombría y me dijiste que por lo que había sucedido, estarían unidas nuestras vidas para siempre, tu voz sonó a pura verdad y te creí, es que fuimos una sola carne y eso me gustó. Deseo que ojalá retornen esos días de bondades Hipólito, para que así reúnan sus vidas otros jóvenes, como nosotros juntamos las nuestras.
Don Hipólito algo reflexivo por el recuerdo de su mujer dijo:
– Sabes Santosa, mejor es que no hallas visto este campo por ahora, de cómo está, de cómo ha resultado por las explosiones. Mejor es que sea así, que mires tus recuerdos con nitidez, que sigas viendo esas flores que surgieron de la buena estación, tú lo sostienes en tu memoria como una esperanza de que aún están allí, o que una buena estación los vuelva a regresar. Yo te agradezco que sea así, que hayas conseguido juntar todas esas bellas evocaciones para mí. Tú al menos tienes ojos para ver tus recuerdos llenos de primavera. En cambio para mí me parece que eso hubiera sido un ensueño borroso. Ya hace tanto de eso, que ahora no se ni como fueron nuestras caras de jóvenes por esos tiempos. Pero si repaso en mi memoria, tus hermosos ojos con la forma de los almendrados ojos del venado, todos grandiosos de color choloque que se cerraron femeninamente en aquella loma, concediéndome hacer lo que con nerviosismo hice a esa edad en tu frágil cuerpo de adolescente, me atreví a amarte y fue la primera vez que acogí el amor Santosa. Pero ahora ya después de tantos años no me acuerdo como se percibía ya llegada la noche de aquel día, el reflejo de la luna y las nubes en esas charcas de agua cuando los sapos con su croar nos despertaron. Todos esos recuerdos se me han ido y los que me quedan se siguen yendo; hasta mi poca conciencia que aún me queda está que se marcha por alguna parte agrietada de mí. Si al menos consiguiera dormir un poco, si pudiera cerrar mis ojos y diluirme en ese sueño de lo que tú vez en tus memorias de las lomas llenas de primavera, ahora me dormiría con la confianza de que tú vigilarías mi descanso. Pero tengo el temor que al cerrar mis parpados, los aullidos no me dejarían despertar jamás, llevándome con ellos para siempre. Además comprende Santosa, que mi sinceridad de hombre te dice que no soy el fuerte pedrusco como me idealizas, porque la verdad tengo tanta turbación a esa dimensión extraña que tanto temo, a la que te aseguro iría a parar si me durmiera.

Por las tardes, el sol perpetuamente tiene la misma manera de marcharse, de ocultarse por el oeste, por detrás de los cerros empinados de allá. El sol se hunde todo rojo como una herida movible en el cielo, herido se esconde a descansar, para reaparecer al día siguiente como si nada. Pero con su ausencia aparece la penetrante oscuridad y hace que retorne el temor, que empiece el pánico, hasta en los perros se aprecia que ya temen gruñir y se espantan, hay algunos chuscos que bien a lo lejos aúllan y en las mismas tinieblas se empieza a vivir la verdadera realidad.

Don Hipólito nervioso le cuenta a su mujer:

– Sabes Santosa el otro día, don Dolores se infló de coraje y salió a ver todo lo que a nosotros nos da miedo. Dice su mujer, que luego llegó don Dolores botando espuma por su boca, dice que sus ojos tenían la mirada de haber visto lo verdaderamente infernal. Don Dolores cuenta que el cielo estaba herido, lleno de sangre como el de cualquier cristiano a punto de morir. Era pura sangre: roja tinta y fresca, parecía que le iba a caer como tormenta de lluvia, vio como las estrellas desde este mismo cielo se soltaban de cansadas produciendo un ruido atroz. Dijo que hasta la luna por los aullidos, ha sido transfigurada en un cántaro de barro llena de lágrimas, y que aquí abajo por las quebradas oscuras, sombras parecidas a nosotros los humanos de diferentes bandos se enfrentaban horrendamente sin ningún respeto a la vida. Don Dolores alcanzó su choza con su cabeza repleta de pesadillas. Pero con la limpia de brujería y tantos rezos que después le dieron, se repuso en algo de ésta mala impresión, aunque en verdad ha quedado malogrado del alma y la cabeza, sin remedio. Pero así con todo, el viejo trastornado ha tenido la hombría de marcharse, de irse de este sitio, esa hombría de hacerse ingrato a su terruño, olvidadizo se volvió desde las profundidades de su poca conciencia, a estas tierras a la que todos nosotros desde que nacemos nos enseñaron a amarla. Don Dolores cogió cualquier senda, hasta donde le lleven sus nerviosos pasos, por ese mismo camino donde tiempos atrás desaparecieron sus hijos, él se ha ido convenciendo a su mujer, perseguidos por su perro flaco que siempre les fue fiel. Por la mañana, cuando el sol salió con su tibia luz, como si nada hubiera pasado por la noche, me llené de coraje y examiné su choza, todo estaba conforme, únicamente faltaban ellos y como siempre sólo ha quedado ese feo olor del infierno, producidos por las explosiones.
Y el tiempo anduvo despacio, paralizado, siempre ocurre así, cuando hay desgracias para hacerse sentir profundamente en los humanos. Don Hipólito y doña Santosa se acababan bastante física e internamente por esta perpetua angustia. El lugar continuaba lleno de aullidos, explosiones el olor de azufre. Con el mal tiempo, los andes se enfermaban sin curarse. Hasta las aves silvestres que abundaban por estos sitios, emigraron con sus miles de cantos diferentes, huyeron a otros lugares a otras geografías más atractivas, donde predomina la primavera con todas sus flores y su pasividad relajante para cantar allí todas sus alegrías, que hacen falta por acá. Mientras aquí aumentaron también las aves carroñeras, las lechuzas noctámbulas aparecieron de día anidando en las chozas abandonadas, que ya huelen a cementerio.
Posteriormente de tanto tiempo malo, sin aguantar más, doña Santosa decidió:
– Sabes Hipólito creo que ya ha llegado el momento de marcharnos de estos cerros de estas planicies, de alejarnos de esta comunidad vacía que también ya nos maltrata y no nos quiere, es necesario buscar la tranquilidad en otro sitio. Mira como todos ya se han ido. Nosotros también debemos bajar la cabeza, saber comprender que estamos rendidos , que todo está perdido, más que sea por esta vez debemos reconocer nuestra maligna realidad, este mal destino que nos tocó vivir, comprender que todo esto ya fue, que debemos improvisar una oración la que salga del corazón con nuestras manos juntas para atraer algo bueno de Dios ; también debemos agradecerles con algunas ofrendas a los Apus de estos sitios, porque ellos nos protegieron de tato peligro; luego sin perder más tiempo, nos marcharemos esperanzados en la suerte que corrieron los que han logrado conseguir otros horizontes. Mira como don Dolores con su locura se ha salvado, y todos los demás que repletos de miedo se fueron de aquí, en otros lugares se han acomodado. Así como ellos lo han hecho, aunque sean rumores o mentiras de sus mejorías, así fugaremos lejos, por esa misma ruta, aquella por donde todo rojo y herido se esconde el sol. Recorriendo por allí dicen que se llega a un sitio llamado la capital y, aunque pueda ser una mentira, nos queda la esperanza que las cosas estén más serenas que en esta serranía crecida de pesadillas como tu cabeza. Dicen que en ese lugar no hay cerros y que es completamente plano y su suelo no es de tierra por que está cubierto de duro cemento, como una piedra modificada nomás.
Pero… de repente, algo en el espacio se apaciguó en una profunda paz, como si los andes soltaran su espíritu armonioso en un suspiro, se sintió en todo, duró unos instantes de tiempo, lo suficiente para dar una tregua de paz al lugar; el sentir de don Hipólito capto esto, se contagió de ésta rápida armonía, sus ojos se volvieron frescos como el sereno de la mañana, frescos como cuando tenía menos edad y bastante ingenuidad para poder contemplar con esperanza, el buen futuro de otras épocas. Entonces don Hipólito más tranquilo de los nervios musitó:
– ¿Cómo nos escaparemos de nuestra sierra Santosa? – su mujer no comprendió la intención de la pregunta de don Hipólito. Y le cortó la explicación.
Ella prosiguió:
– Dejaremos éste lugar huyendo silenciosamente por el cementerio, tú bien sabes que nadie sospecha de los muertos. Luego bajaremos por las profundas quebradas. Por aquellas que nos conducen hasta lo más hondo de la tierra, donde dicen que han arrojado bastantes cadáveres y, confundiéndonos con ellos y con las aves carroñeras avanzaremos, caminaremos por encima de todos los finados sin pisarlos para no contagiarnos de su infeccioso silencio, con devoción nos persignaremos ante todas las cruces de huesos de los difuntos que espontáneamente se han formado allí. Y luego buscaremos esa ruta que nos señalará la puesta del sol.
A lo dicho por doña Santosa. Don Hipólito respondió:
– ¿cómo nos escaparemos de nuestra sierra?, si en el silencio momentáneo, al repetirse mi corazón en latidos, sentí los aullidos de todos estos cerros guardados ya por el tiempo en mi pecho. ¿A qué lugar podría yo huir, si ellos también están dentro de mí? Ven Santosa apoya tu oreja aquí y escucha como mi corazón ha cambiado de latidos, por los aullidos de mi sierra que también se han posado dentro de mi carne y mi sangre. Creo que ha llegado el momento de no huir ni tener miedo, de ser reales con nuestra presencia aquí aunque seamos los únicos tercos en quedarnos, porque esto es nuestro, y nos quedaremos como testigos de cómo fue todo esto, si por si acaso algunos estudiosos con el tiempo vengan y nos inquirieran: ¿Y qué pasó aquí?. De nuestra boca brotará lo sucedido, como fue o como logramos percibirlo nosotros, narraremos lo más patente que vivieron nuestros seres y estas tierras sufrientes. Y que ellos les den la explicación cualquiera, como siempre ha sucedido con la historia, lo que se puedan imaginar o comprender, tal vez lo que más convenga de lo que sucedió, ¡¿me entiendes Santosa?! Además te pregunto: ¿y si todos estos aullidos no fueran malditos para nosotros como pensamos, si son sólo lamentos de las almas dolientes, que no sé cómo han aprovechado una oportunidad y se han liberado por algún resquicio del cementerio donde reposaban, o si fueran nuestros lamentos y de todas las gentes que existieron aquí, o si esos aullidos fueran los ecos lejanos y presentes de nuestra miseria, de nuestra desgracia, lamentos de la mala vida que hasta ahora llevamos por costumbre aquí?. Si ya con todo lo dicho nos encontráramos lejos de esta serranía y se arreglara todo esto, como fue antes, con toda la belleza del principio de la creación, aquella naturaleza sana y hermosa aún por conocer… ¿la reconoceríamos? Y si se nos diera otra oportunidad de domesticarla de nuevo a toda esa virgen hermosura,… ¿de qué la llenaríamos santosa?…otra vez de explosiones y aullidos, de sufrimientos innecesarios. O del paraíso que desea todo ser humano, el de realizarse en lo suyo, libres de avaricias y codicias. Tú crees Santosa que si tuviéramos otra oportunidad: ¿seríamos capaces de llenarla de todo lo bueno que deberíamos brindar, así como las aves silvestres dan lo suyo sin malograr nada, cantando con alegría en todas las geografías?
Don Hipólito jaló todo el aire frío que pudo soportar sus pulmones y terminó por decir:
– Ya no sé qué cavilar Santosa. ¿Por qué si todo está en nuestra contra por ahora, qué nos queda?, quedémonos pues y acabémonos también nosotros con esta sierra y hagámonos parte para siempre con ella, con su esencia, porque esto también es parte de la creación. Además yo no tengo ingratitud a mi tierra, a lo mío, ni creó que mis pies llenos de callos acostumbrados a andar en estas punas se atrevan a dar con ese camino de salida. Porque si nos fuéramos para la capital, para ese lugar ignorado por nosotros donde se dice que también es feo para los foráneos como tú y como yo que estamos acostumbrados a movilizarnos libres como el viento por nuestras regiones naturales. Allá por ser andinos no nos acostumbraríamos para nada; empezando por sus costumbres que nos parecerían raras a nosotros, si ahora hasta para caminar aquí andamos curcos por el peso de estas pesadillas, allá andaríamos peor, encorvados por la miseria que nos darían, por no poder caminar normal, porque caminaríamos cargando nuestros cerros como recuerdos que nos pesarían más. Además los edificios de allá nos darían miedo y escalofríos por ser gigantescos como dioses de cemento, ya que desde allí dominan todo el territorio, son tan altos hasta llegar bien arriba, que ni siquiera nuestra excelente vista podrían llegar a medir su verdadera altura. Además tendríamos que vegetar allí forzados por nosotros mismos, sin ganas de querernos realizar como seres humanos, esclavos de nuestras desgracias, sin poder mirar el cielo, el sol, la luna, las estrellas y hasta el arcoíris que se forma cuando llueve. Y si por ejemplo tercamente nos encontráramos viviendo allá, y de repente se nos diera por rememorar como nunca sentimos todo esto: cuando fue, o tal vez vuelva a ser, y ya no tuviéramos las fortalezas apropiadas, ni la edad para regresar a lo nuestro. Entonces tú te quedarías con tus ojos llenos de lágrimas cargadas de nostalgia que mojarían tu rostro envejecido, recordando el campo de las flores que una tarde inesperada envolvieron tus negros cabellos de adolescente. Y a mí de repente se me aclarara la memoria y se alejaran las pesadillas para siempre, y se me diera por recordar con todas mis fuerzas estos latidos sanos de mi corazón; lo verde de mis sitios, el aire límpido de estos lugares, vivir las estaciones del año, ver las faces completas de la luna, y rememorar aún con más claridad y lágrimas de impotencia, cuando con esa felicidad y arrodillado en mis tierras con todo mi cuerpo mojado en sudor, miraba con satisfacción el producto de mi cosecha, y como mis ollucos aun terrosos llenaban mis dos manos… Santosa.

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