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Hugo

 

 

 

 

Por qué carajo al enunciar

el nombre de «Hugo» (nombre corto, fácil, retenible,

luego estridente, volcánico, nocivo),

se afila la púa rancia desde la urna de plata?

 

¿Por qué?

 

¿Por qué cuando leo la frase «revolución y paz»,

automáticamente entiendo: «recalcitrante»?

 

¿Por qué?

 

¿Por qué al escuchar los estrépitos de la propaganda,

desde mi casa, la duda me impacta con una pedrada?

 

¿Por qué?

 

¿Por qué al ver las barbas del Che o de Fidel,

inundando los paredones, rayando las botas

de nuestros Padres, pienso en la tenaza

para cortar esos alambres?

 

¿Por qué?

 

Fue por nuestro desliz. Al aparecerte, no se notaron los contras posibles y visibles en un papel. Y así pasó la cláusula que venía ennegreciendo a los reaccionarios.

 

Al correr el tiempo, la sombra se hizo sombra densa, y la salida, abismo de un abismo.

 

Hugo, traías de tu cubil una bandeja,

vacía y amenazante,

para implantarla sobre la mesa y confiscárnosla. En esa oquedad invisible a nuestros ojos, arrumbaste

convivencia y cotidianidad,

para maltratarnos con tu definición de borrasca,

e, inesperadamente, en una ráfaga

los orangutanes te saludaron, te cargaron en hombros

hasta la tutela, te entregaron aliento, monedas, soles.

 

Un día, la fila de los orangutanes era corta. Al día siguiente era una serpiente desenrollada. Y al final del ocaso, se aferraron con tal fuerza -a lo que no les correspondía,

a lo que nunca ganaron-, a la silla, como si fuera

un trono extraordinario de la que era pecado ceder por los siglos de los siglos.

 

Aún te aman, te adoran, piensan construirte un altar, porque no

te conocieron, aunque te hayan visitado. Yo que sí te conozco,

porque he sufrido tus imposiciones, quiero nublarte o arrojarte a los hornos y carbonizar tus relojes, tus oropeles, tu evidente escapulario falso.

 

Por más que la libertad de expresión fuera un derecho, te tomaste la libertad de torcer la expresión.

 

La soberbia,

el mendrugo que querías arrojar para

partir los dientes. El monopolio, ¡gran cuna capitalista!, la bisagra para mantener manipulable tu mampara.

 

Entonces, los días ya no fueron días,

sino adversidades. El aprieto pasó a ser el esfuerzo para saltar a la siguiente jornada. La tristeza, la pinza para arrancarnos la sonrisa.

 

Lo que no te pertenecía, fue tuyo por imposición. Te erigiste señor de la primavera para sangrarla. Venezuela dejaría de ser una comarca

impetuosa,

festiva,

ávida, para ser una

moneda de escaso valor en tus bolsillos.

 

¡Esa era, y aún sigue siendo, el filo que nos acaricia!

 

¿Cuántas manos pedimos para resolver? ¿Qué instrumento usar

para corregir? ¿Cómo solventar esta novela dolorosa?

 

Cuando cierta vez nos viste la cara, juraste

no entregar los espacios azules y pródigos,

en cambio, con mucha cautela, ofreciste viviéramos del hervidero.

 

Promulgaste leyes para comprar corbatas a la holgazanería. Contrataste delincuentes para encubrir con estuches de seda sus pistolas y fueran vigilantes de tu alcoba. Popularizaste el jardín para tu zoológico.

 

Redefiniste el ocaso, entendida como una hora triste y pasajera y hasta necesaria, pero no áspera

para los párpados en continua sílaba larga.

 

Contigo brotó la malaria, también la hematuria que hace sangrar las vejigas vitales. Contigo

el charco pasó a ser el lago profundo. Contigo el potro se vio forzado a torcer su pasitrote imparcial.

 

¡Qué clase de Cristo fuliginoso para reordenar y desordenar el hambre y la miseria!

 

Se me vino a la cabeza dejarte en las manos un buqué de rosas,

no para que lo tomaras desde los pétalos, para nada, sino desde las espinas y así marcar tus venas.

 

Se me ocurrió arrojarte unas vajillas,

de una en una, y rajarte la locura.

 

Se

me ocurren tantas soluciones para escupirte, que bastan

pocos minutos para que se me ocurra el siguiente y el siguiente.

 

Al morirte, no lo hiciste con el mismo pantalón de cuando llegaste saltando obstáculos, sino que ocultaste cientos, miles de pantalones en tu cintura.

 

Para quienes piensan que estos dardos son intransigentes,

es preciso que se calcen estos zapatos,

este único par que nos queda,

que vienen, desde hace rato, hiriéndonos los talones.

 

 

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