Conversaciones en la choza de don Catalino

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A través de la trenzada tranquera de palos, se filtra de afuera el gélido viento de la noche y también la pequeña luminosidad opaca que existe del trozo de la luna, en su fase de cuarto menguante.
Dentro de la pequeña choza, como a veces suelen reunirse, como un refugio para ocultarse de ciertas raras noches como ésta, que se da en la planicie de la comunidad, el profesor Eustaquio Mendo y don Catalino bebían aguardiente, y silenciosamente conversaban y definían:
– Este aguardiente por más puro que sea, como le dicen “puro cogollo”, aquí en las alturas de estas punas se intimida como nosotros y pierde su vigor, si hasta parece agua de manantial trasparente y fría que no aviva nuestra sangre, ni entibia todos los huesos del cuerpo, que atrapan el frío a través de nuestras manos y pies. – Estas apreciaciones las decía don Catalino.
La conversación era tarda y callada. La exigua luz que requerían de la vela de cera era suficiente para percibir los duros rasgos faciales de ambos, pero ellos se ocultaban de esa pequeña luz, para soltar sus palabras, que dolían al brotar de su boca.
– Don Catalino, sabido es que las comunidades son, más indigentes y sufrientes mientras están a más elevación, cerca al cielo, y esta atrevida comunidad de nosotros ha tenido la osadía de tratar unirse a las nubes del cielo, colocándose cerca del pico más elevado de este territorio; como si fuera la torre babel que hasta nos ha perjudicado nuestra comunicación de por vida. Este pico que a forado y traspasando todas las nubes que a la distancia parece que se derrama el paraíso aquí, para vivir la plena felicidad: “seguramente eso pensaron los antiguos fundadores de esta comunidad”. Y lo único que hemos logrado es esta confusión y este abatimiento. Creo don Catalino que nuestros antiguos, fundaron nuestra comunidad cuando era de noche y sin estrellas, una noche cuando la tierra estaba de cabeza señalando el infierno, y eso fue lo que abrieron. Sí don Catalino, y nos quedamos a los pies de algún Apu, que sin querer por nuestra ignorancia nosotros lo buscamos y, ahora perpetuamente nos pisa por nuestro atrevimiento y nos hace hincarnos de rodillas para enseñarnos a respetar. Y nosotros conservamos esta terquedad de insistir aquí por generaciones, en esta pequeña planicie que desde siempre nos arroja de su lado al no querer producir nada de lo que sembramos, ni manifiesta en nada a nuestros esfuerzos. Únicamente cosechamos lástimas de producción para doblegarnos por nuestra porfía de quedarnos aquí. Si hasta por las mañanas, como algo corriente para nosotros, hay que quebrar las gruesas costras de hielo para que salga el oculto pasto a la superficie y puedan comer las escasas vicuñas que nos quedan. Si hasta los ichus, que son gramíneas de las alturas aquí se esfuerza en desarrollarse; yo no sé de qué carne y sangre fuimos hechos, de ser más porfiados que estos auquénidos tercos y seguir insistiendo en esta zona sufriente, lejos de todo el mundo andino, muy distante de todas las otras comunidades que allá abajo las pasan mejor.
El frío, a estas horas de la conversación retornaba más denso y penetrante, ingresaba sin permiso y entumecía los sentimientos que había en la plática de estos dos paisanos.
– Don Catalino, lo que a mí me da mucha pena son los niños de esta comunidad, que nosotros los mayores ya fracasados y jodidos, vegetando en esta vida sin sentido, estemos enraizando a nuestros pequeños hijos y a su tierna voluntad, a la mala voluntad nuestra. Semejantes fueron nuestros tatas, nos arraigaron a nosotros a esta tierra y a sus pesadumbres, que la verdad es un infierno desmedido y maldito para nosotros, que no produce nada y se halla pegado a un cielo confuso. – el profesor jaló otro sorbo de aguardiente y continúo. – yo existiendo en esta comunidad tuve la suerte de hacerme profesor, lo hice lejano de aquí. ¡No sé cómo logré lo que soy! y esta profesión ahora me respalda con un pequeño sueldo, una mensualidad que aunque no chorrea, gotea. Pero así con lo mal pagados que estamos los profesores, con lo insuficiente que gano, soy millonario cotejado con la pobreza que aquí impera. Si a veces cuando veo a todos estos ingenuos niños con su mal destino, igual al de nosotros, fantaseo en mi corazón allí donde algo de esperanza late, se me ocurren ilusiones, como de antojárseme y atreverme a ser un Moisés de querer reubicar en un éxodo a todas estas criaturas, rebuscando nuevos territorios, otros horizontes… la tierra prometida, donde alcancen a realizarse como seres normales, olvidándonos del compromiso que hicieron los antiguos de esta comunidad con los apus que nos atrapa todos nuestros sentimientos y no nos deja pensar con claridad.
La luna se apagaba afuera y la vela derretida fue cambiada por otra. Concibieron la necesidad de tomarse otro sorbo más de aguardiente. Don Catalino por el licor que ahora si le corría por las venas; afinó su concentración y se ahondó sobre lo dicho por el profesor, entonces dio liberación a lo que tenía oculto dentro de él a través de sus palabras que como una confesión, contó:
– Mire profesor, después de usted yo aquí trajino mejor que los demás en lo económico, por ejemplo, mi mujer y yo merendamos al menos dos veces diariamente, pero los demás, ya tocaron el límite de comer poquito una vez por día, como se dice, ya comen su hambre. En otra época, hube de tragar la miseria que nos echan estas tierras, tanto como los demás comuneros, pero mi cambio actual se dio a través de mi difunta hija, que en vida se la entregué a mi compadre Eugenio para que se la cargara para abajo, a un trabajito de doméstica para la capital. – Don Catalino se franqueó- por esta madrugada oscura que parece una tumba, dejemos las falsedades por hoy y, valgan las verdades, sólo por hoy. Le digo que también yo merendaba poquito una vez por día, repaso que a veces por esas épocas, consumía un pequeño puñado de cancha de maíz o un pellizco de papa u olluco y trataba de rumiar como los auquénidos, desgastando mis pocas muelas, masticaba lentamente por largo rato, trataba de pretender que tenía bastante comida, trataba de engañar a la panza hambrienta con lo poco que había en mi boca. Masticando me perdía en ilusiones como que algún día vendría algo mejor para mí, de dejar esta porquería de miseria, y cuando salía de estas reflexiones de esperanzas; me daba cuenta que me encontraba repasando mi saliva espesa en la boca, me la tragaba como un escupo amargo lleno de bilis. A veces repensaba que por estar así, siempre perdido en estos engañes, atraería mi mejoría, otras veces desenfrenado en pensamientos estériles me sumergía en la confusión de la angustia que me llevaba a bloquearme en la nada, llegué a especular que algún día concluiría que por tanto masticar tragaría mi lengua;si bien en esta comunidad la lengua parece estar de más, es porque existimos mudos, sintiendo desde adentro nuestras desgracias, monologando con nuestra alma, y cuando miramos afuera de nosotros, comprobamos que la fatalidad es peor.
La vaporosa luz de la vela en la oscuridad le perturbaba a don Catalino y le causaba miedo, pero continuó con su historia crecida de remordimientos.
– Mire profesor, este lugar y esta hambre que nos abarcaba a toda mi familia, determinó en conceder a mi pequeña hija a mi compadre Eugenio: “con él va a poseer superior destino”, así pensé. Usted me habla de la pena que siente por los niños de esta comunidad, ya se supondrá la pena que concebí cuando mi pequeña sollozando se aferraba a mí, cuando se la entregaba a otro que no era su tata, ya percibe o siente profesor lo que abrigué ese día. Luego tuve un mal presentimiento, una veloz visón: que jamás vería a la que actualmente es mi difunta hija. Ahora muerta ella, mensualmente recibo dinero que por lástima y cuenta, mi compadre me gira.
A don Catalino le centelleaban los ojos como unos luceros a punto de estallar pero no lagrimeaba, como que los ojos se resecan cuando la dolencia supera al alma. Y chupó con más ganas el aguardiente que en algo lo apaciguaba, y casi en monólogo, olvidándose que el profesor le atendía, enviaba sus palabras como molestosos insectos hacia la llama de la vela para que los chamuscara. Prosiguió.
– Cuando me enteré del fallecimiento de mi hija, concebí el peor dolor, ese padecimiento que solo sienten las mujeres en sus entrañas cuando paren. Después, bastante perturbado, decidí ir para la capital. Recuerdo que estando en la carretera la amargura, la cólera y el mal sentimiento me pedían venganza, nada de exigir menudas explicaciones y das desgraciarme de frente con mi compadre, como que ya cargaba el arma blanca con todo el filo que logré sacarle. Mi cabeza estaba crecida de malas inclinaciones de ver solo sangre, la sangre de mi compadre en mis manos por no haber cuidado bien a mi chinita. Con estremecimientos oscuros que no soportaba mi corazón; frente a frente nos miramos con mi compadre. Entonces sucedió lo incompresible para mí, como si me cayera un feroz rayo me paralicé; fue cuando él, mi compadre, se me adelantó antes que yo cumpliera mi venganza. Por primera vez mis ojos vieron lo que no conocían: “mis dos manos que siempre permanecieron vacías “ahora estaban rellenas de dinero, ese dinero que jamás en todas las cosechas de mi vida habían alcanzado merecer en esta comunidad”. Ese dinero me embrujó, como que me forzó a reconsiderar: la falta que me hacía a mí y a mi mujer; eso costó la vida de mi hija. Mi boca se quedó sin reclamos y de mi cabeza desertaron los agresivos pensamientos. Desde allí mi corazón permaneció vacío, hueco, con ese nudo en el latido de todo mal tata. Mi compadre aprovechó para aliviarme la conciencia con unos esclarecimientos serenos y rotundos, que acepté. Me dijo que cada quien nace con un incambiable destino y que el destino de mi hija fue finalizar sus días así, sin que nadie se diera cuenta para auxiliarla, que fue tragada por el salado mar que existe en la costa, que nunca el maldito mar repuso sus restos. Pero sabe profesor, yo no sé por qué siento que todo eso que me expresó mi compadre, fue pura mentira, porque ese poquito de tata que aún me queda, me dice en lo íntimo de mí, que mi hija murió en circunstancias de maldad. La verdad, es que ese día acepté lo que me indicaron, porque cuando existe mucha hambre, hasta las cosas patentes que presentimos, las negamos con fuerza. En esos instantes recapacité que todavía tenía una mujer viva que escudar y en la suficiente indigencia que había en mi choza, y en el bastante dinero que veían mis ojos repletando mis dos manos.
Cuando la vela se sofocó, los ojos de ambos se adiestraron a la oscuridad, ligeramente todo se puso claro en la habitación. El profesor dedujo que por más negrura que haya en la conciencia de la mala gente, tendría que haber alguna claridad que aliviane a esa conciencia y no la oscuridad perpetua de sus malas vidas, porque con la conciencia no hay que meternos porque es ella la que nos juzga y sentencia, ya que nos alocarían los remordimientos que atormentarían hasta en los sueños. Estaba en esto deduciendo el profesor cuando fue interrumpido.
– De mi compadre Eugenio recibo continuamente dinero. No sé si lo hará por bondad o por enmienda. Pero quiere saber otro secreto que llevo profesor, en qué situación ahora vivo: “es que actualmente que se me ha cumplido esto de merendar dos veces por día, ya no masco mis alimentos, ni el maíz, ni la papa, ni la dulce oca, hoy trago de un tiro sin masticar mi comida como si fuera un reptil, a ocultadas de mi mujer trago, dándole la espalda para que ella no se dé cuenta de mi desgracia… porque ahora todos mis alimentos tienen sabor a la peor hiel”.
Pero el profesor sabía, y sabía suficiente de estos raros rumores, de las de don Catalino y demás comuneros. Como que un día se dijo el profesor que si pensaba mal, llegaría a lo cierto. Lo indudable es que en esta maldecida comunidad, los tatas a veces venden a sus hijos por sus necesidades, y que don Eugenio coexistía de la trata de niños, del comercio sexual en la capital, que la chinita de don Catalino había sido tragada por la explotación y que ese maldito mar salado nunca devolvería los restos del delicado cuerpo… .
El profesor miro la botella y consideró que ya estaba borracho, no tanto por el aguardiente, sino por el tema de la conversación. Como que sabía que en toda borrachera, el que se embriaga más es aquel que sólo escucha penas. Igual a todos los comuneros de este lugar que andan todos embriagados por sus sufrimientos, escuchando su propia voz que los martiriza en monólogos, en el perpetuo mutismo que a ratos en su planicie hace bulla, cuando el viento al remolinar silva en los oídos de los comuneros para sacarlos de su eterno martirio.
El profesor entró de nuevo al aguardiente, deseaba realmente embrutecerse, para aceptar la peor realidad y sentirlo como si fuera conforme a una normalidad-dejando de lado los valores y la moral- que esto se da en cualquier comunidad nativa de cualquier mundo. Miró fijamente con ojos cansados la botella, cansada y triste le era escuchar las parecidas narraciones de otros comuneros. Pero así se daban las realidades y hasta peores aquí en esta comunidad pegada a un extraño cielo, donde se dice que la fundaron de noche cuando la tierra estaba patas para arriba, mirando toda la oscuridad del firmamento sin estrellas.
– Sabe profesor, desde que entregué a mi hija, ella se tornó ingrata a mis sueños. Cuando ella estaba en vida, siempre la soñaba abrazada a mí y que correteábamos por todas las hermosas comunidades de allá abajo, donde celebran sus fiestas patronales con sus atuendos y huaynos; recuerdo bastante ese huayno que tanto le gustaba cuando yo le cantaba: “Y nosotros los serranos luchamos por la bandera”. En esos sueños bastante la cuidaba con sentimientos buenos que Dios nos pone en el corazón a todos los tatas del mundo, y ella confiaba en mí, en su tata bueno. Pero hoy ella se ha disuelto en ellos, se ha ido y no logro encontrarla. Y ahora por ella hasta mi dormir se ha ahuyentado de mi cabeza, únicamente en la oscuridad me acuesto sobre las mantas por hacerlo, por la rutina. Cuando llega la noche me engaño que voy a dormir, cierro mis ojos como apagando la luz dentro de mí y luego me repleto del frío de mi arrepentimiento, me inundo también del frío de estas punas que por más mantas que me ponga quedo como los tantos gélidos pedruscos de afuera del sereno. Cuando clarea el nuevo día y abro mis ojos, mi cabeza amanece dura, porque los malos pensamientos me señalan con su índice acusador. Y cuando mi corazón se despierta, demasiado pesa y arde en remordimientos… es por mi chinita, así me indican mis enfermos latidos.
El profesor, más delirante, tuvo ganas de destrabar su lengua, de esclarecer la situación, de decirle que su hija estaba con vida, que su compadre era un mal elemento en esta sociedad. Pero recapacitando, que enmendaba con esto. Tal vez, abajo en la capital, invariablemente las cosas marchaban mejor para todos, incluso para los que tropezaban con la mala vida… mucho mejor que aquí, donde se toca el extraño cielo levantado el brazo. El profesor asumió, que atendiendo y callado de alguna manera daba paz y sosiego, como si fuera un sacerdote oyente a las confesiones de los pecadores.
– Era mi única hija profesor. Su mama nunca pudo parir más hijos. Cuando mi mujer se preñaba, el frío de la puna se le fijaba en sus entrañas y ella abortaba, siempre abortó, tantos que perdí la cuenta, sería que Dios y los apus sabían que iba a ser un mal tata un desgraciado. Lo único que recuerdo es que mis hijos o mejor dicho los abortos emergían todos pestilentes, como bolas de hielos oscuros y densos, dispuestos a derretirse sobre las mantas en un charco de horrible sangre, semejante a los atardeceres rojos de esta comunidad. En cambio ella, mi hija, nació tibia, bonita, con toda la vida, buscando el chucho de su mama para tragar toda la leche que podía. Yo pensé que mi hija iba a ser eterna en esta vida, que ella nos enterraría a su mama y a mí, y ya ve, el perpetuo he sido yo en esta desgracia de vida.
Don Catalino hizo una pausa, para acomodar las palpitaciones de su corazón que le lastimaban, y miró más interiormente dentro de él, en el sitio donde se ocultan los eternos recuerdos, reanudó.
-La asenté con el nombre de mi mama “Faustina”, así la llamé y salió conforme a ella, agraciada y buena. Así fue mi mama, humana con sus muchos hijos que tuvo. Siempre mi mama tuvo expresión con sabiduría para quien le requiriera consejo. Y más buena fue con el necio de mi tata, que jamás le atendió esa sabiduría que mi mama nunca se cansó de sugerirle. Mi mama decía que mi tata se tornó necio cuando viajó por primera vez para la capital llevando a mi primer hermano donde un compadre y, al conocer esta urbe, allí mismo el tata resultó embrujado por esta ciudad. Distinguió las enormes realidades, las tremendas diferencias. Una, en lo alto, lindante al extraño cielo tan terrible comunidad para él y, la otra, abajo convirtiéndose en un infierno por las bajas pasiones que se estaban definiendo en su sociedad, cuán hechicera ciudad para él. De plano empezó a aborrecer con ganas estas punas y pretender vivir allá en la ciudad capital, y por más que codició permanecer en aquella ciudad, nunca pudo. Es que la gente de allí también es desigual a nosotros. Lo odiaron por ser serrano, por ser paisano de mala pécora y mala sangre, le proferían maldiciones y todo lo perverso que se puede decir a un enemigo. Sentía que querían destruirlo como quién aplasta a un gusano. Allá en la capital lo ridiculizaron por sus facciones duras de piedra, por su distinto modo en el caminar, trotón y arqueado, mucho peor se carcajeaban de él como si fuera un payaso de los peores circos, cuando hablaba su incorrecto castellano asimilado con su esfuerzo; esto hizo que aborreciera su quechua, nuestro idioma nativo, porque él comentaba que este idioma, le había quebrado la lengua para siempre fregándolo para conversar en castellano. Mi tata siempre se quejó, por qué en la capital y en todos los territorios de este país, los gringos extranjeros siempre eran bien consentidos y admirados, “si igualmente hablan horrible el castellano y caminan ridículos”. Y por qué él no era aprobado como los gringos. Pobre de mí tata nunca comprendió la valía del dinero que siempre transportan estos foráneos. Al final, insistió con ese mal carácter de necio disconforme, no solo desapegado de esta comunidad, sino de todas las comunidades que conforman nuestro mundo andino. Y más majadero se puso porque por más intento que hizo jamás fue aprobado, ni por compasión, por la gente racista de la capital, por no caerles bien. Al final mi tata agonizó botando por su boca la bilis y por pedazos el hígado; arrojando en sus vómitos sus esperanzas frustradas en forma de tumores negros. También, le ayudó a morir así horrendamente: la cólera, la amargura y el odio a esta comunidad; los comuneros le devolvieron con la misma antipatía que él les tenía, pero él de ningún modo se arrepintió ni se allanó con esto, y su odio a los comuneros más bien fue desarrollarse hasta que su cuerpo se rellenó completito de esto, tanto que lo cargó a la tumba. Recuerdo que antes de morir me dijo que eternamente lidió y luchó por sus sueños de ser uno de allá, que al final cumpliría su pretensión más que sea muerto, penando su alma por ser aceptado en la capital. Allá abajo en ese infierno diferente a este infierno de nosotros; que eternamente lo tuvo embrujado.

Luego tomó la palabra el profesor:
– A todos nos sucede algo en la capital que nos desencaja, nos quita la vida intrascendente, rutinaria y conformista que se vive aquí. Yo también me formé en la capital. Un pariente de mi tata me llevó, mi tío Isabel, que lo regalaron también siendo criatura para una familia acomodada de allá. Por esa época aquí en esta comunidad no vendían ni se prestaban los hijos, se regalaban. En mi caso, yo fui encargado a ese tío que con el tiempo se había acomodado económicamente en la capital. Él me refirió que quería auxiliar a alguno de los suyos, y lo llevó a la suerte, el beneficio recayó para uno de los hijos de mi tata, el indicado fui yo. Fue asunto del destino, una cosa de suerte. Recuerdo que para partir para allá, mi taita me llenó de consejos, el temor de irme lejos colocó mi mente en blanco, mi memoria a las justas pudo rescatar un único consejo de mi tata: “mantente duro y frío como estas rocas, para que no se burlen de ti”. Pero estando en la capital, por fuera me especulaba que era esa roca, pero por dentro me sentía polvo de tierra que se discurría de adentro hacia afuera por mis poros. Fui una roca fofa llena de escalofríos. Pero los de allá me comentaban que veían en mí un tipo duro y frío, igual al consejo de mi taita. Yo creo que la capital me convirtió en un confundido y la confusión tiene cara de cobardía. Yo pude haber hecho más que suficiente allá, por mí y por los míos y tal vez por esta comunidad proporcionando la mano, como me la facilitaron a mí. Pero me enredé en mis pensamientos y miedosos sentimientos, un cobarde con baja autoestima que tuvo recelo de pisar la universidad para evitar que los capitalinos me maltrataran por ser andino. Estudié en un instituto blando sin categoría, allí me formé como educador y tuve bastante miedo de trabajar allá. Mi cobarde salida fue ponerme pretextos los que sea, con tal de huir de allá y venirme para acá. Opino que esta comunidad siempre me llamó tocando mis temerosos sentimientos y, aunque yo no enseñe aquí, sino en otra comunidad, de abajo, constantemente estoy aquí hermanado al destino de todos los tercos comuneros con sus miedos…esta comunidad es un imán que atrae para hacernos sufrir.
Al concluir de hablar el profesor- le atravesó una interrogante- ¿Y qué pasará cuando las extrañas nubes oscuras de la comunidad bajen para la capital? porque todo indica que así va hacer, entonces cuando levanten la mano para tocar esas nubes tocaran el infierno, porque ya todo estará de cabeza.
La amanecida estaba suspendida para los dos y ellos sumergidos en un total cansancio. El fresco de esas heladas horas los aletargaba más que el aguardiente bebido y los congelaba por dentro, escarchando los sueños, que recién llegaban.

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