Los Cambios Progresivos

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Después de ocho años de andar de un sitio a otro regreso, feliz porque había muerto quien se dedicó a  instaurar un circo, quien tenía la  costumbre de eliminar hombres mediante el vaciamiento de cerebros para convertirlos en cloacas, pero sorprendido al ver a un sustituto aún más inoperante tartamudeando mientras intentaba hacer un simple cálculo. La repetición había hecho de lo estúpido lo lógico, de lo anormal la cotidianidad de los días.

El experimento continuaba, inocular en la mente de los incapaces el  veneno de la separación por medio de extrañas consignas «Que llueve que llueva» «Que la vieja está en la cueva» » los pajaritos cantan» «la vieja se levanta» frases a las que respondía automatizados y con brutal violencia si se les ordenaba una acción. Cuando me baje del avión y me adentre en el aeropuerto vi al delincuente que me había robado en el pasado vestido de militar, con una insignia que lo definía como guardia de honor, hacia un canje de droga frente a las puertas de salida con destino a las Antillas holandesas. Cuando me vio intente ocultarme entre la gente.

Sentí el calor del clima, el bullicio de las calles, las voces de los vendedores ambulantes ofreciéndome entre dientes comprar moneda extranjera, modo subasta.  Estaba alegre entre la desidia de la ruina, en el medio de un cambio que se notaba en todo lo que  veía. Muchos se  ofrecieron a llevarme, camine entre la insistencia  de quienes me querían robar para después dispararme y tirarme en el rio, cuando se los comentaban se reían.  Llegue incluso a tomarme una cerveza con uno de ellos.

Viaje por más de cinco horas hasta mi destino, el tráfico y los accidentes incrementaban el tiempo de un traslado que en realidad se hacía en dos. Mientras veía las montañas conversaba. Aquel hombre que conducía me decía, señalando una empresa en ruinas, que aquello era  el fruto del esfuerzo de la revolución. No sabía si aquel hombre era capaz de burlarse en la derrota o si de verdad consideraba aquello una victoria. Me quede en silencio hasta llegar. Esa misma semana decretaron el día  «del combatiente», una festividad a la que todos acudieron, tarima, grupo de baile. Yo también fui a obtener las bondades espirituales del cuartel de la montaña, y me dieron un kit, una gorra, me cortaron el cabello gratis.

Inmediatamente supe que al hablar debería resumir las palabras, incluir más adjetivos, idear modismos y gritar para no ser sospechoso. Un hombre con un megáfono explicaba la tortura, el canibalismo y la profanación como métodos revolucionarios. Yo  era pobre pero les parecía rico, adinerado, fue entonces que entendí el grado de miseria mental en el que estaba inmerso. Quise comprobar  el horror de los perseguidos  jugando al escondite con dos sicarios, pero a uno de ellos no le pareció gracioso. Cuando se puso las vestimentas me horrorizo y preferí retractarme, me mostro un video en el que, con escopeta en mano, le volaba prácticamente la cabeza a un adolescente atado que yacía de rodillas en el piso. Vi su cráneo estallar, solo una parte de la mandíbula permaneció pegada a su cuello que lentamente se deslizo hacia un costado y empezó a moverse circularmente  como una máquina de irrigación.

El día termino con un embriagamiento masivo, y sin comida, los días posteriores tuvimos que idear un plan para llevarnos algo a la boca. Sigilosamente me despedí y entre en casa. Aunque lo había entendido trataron de explicármelo sentándome en una silla, luego me pusieron un guía para salir a comprobar. Me visitaron algunos amigos, víctimas de la delgadez y del miedo me exigieron cerrar la puerta cada vez que entrara o saliera. El parque detrás de la casa está lleno de hombres y mujeres que junto a sus motos forman grupos, ninguno de los que allí estaban eran de la zona. La música, la bebida, los disparos después de la ingesta eran frecuentes. Nos veían detallándonos de arriba a abajo, directamente a los ojos para increparnos y trasmitir miedo. Normalmente nos íbamos sin decir nada.

No podemos dormir cuando lo intentamos, la algarabía desmedida se hace continua. Así pasan las noches. Con la luz del día; veo el asfalto roto, un rastro de sangre hacia un desagüe que termina en un canal. Una señora busca pruebas para comprobar lo que le dijeron, llora, grita, me abraza, es la dueña de la tienda de víveres que existe desde mi niñez, hurga entre unos arbustos, no encuentra nada. Me suplica que la acompañe a la morgue para comprobar si alguno de los cuerpos que ingresaron en la noche es el de su hijo.

Después de más de cuatro horas logramos entrar, los varones sin reconocimiento suman doce, el médico forense por alguna razón extraña va describiendo. Pedro Gómez: disparos en el abdomen pecho y cabeza, posible ajuste de  cuentas. Mauricio Sánchez: quince puñaladas en la espalda, muerte por desangramiento. Ignacio Solórzano, muerte por asfixia,  ahorcamiento inducido. Pero cuando el medico destapa el cuarto cadáver la señora estalla en llanto, es su hijo, rápidamente saca del bolso algodón para limpiar las heridas sangrantes pero el médico le insiste, está muerto. Ahora,  ella tendrá que esperar más de lo que piensa para que se realice la autopsia  y le entreguen el cuerpo.

Salgo, una vecina justifica el hecho repitiendo que era un chico problemático. Tan pronto habla, el grupo que esperaba pasa de la seriedad y la tristeza a la simpatía. Lo mato su esposo, y su esposo es el jefe de la cooperativa. Se marchan entre el silencio más absoluto, todos trabajan para él. Los otros familiares de las victimas llegan, el único forense se ha ido a comer. Tendrán que esperar. Regreso a mi calle y veo a Yonas.

Yonas siente orgullo del color verde oliva de su vestimenta, pañuelo rojo. Era el tonto de la calle, ahora carga un  fusil AK103 y anota a los que no piensan como él piensa. Lo designo la delincuencia. Nos burlamos, hacemos chistes pero no lo enfrentamos, tiene un número, y si llama, los partidarios acuden. Con el pasar del tiempo hemos aprendido que la vida no vale nada, la gente es sustituida  por otra que vive en medio de la inmundicia, gente que le gusta lamerse la mugre, recibir órdenes. Se ha establecido una relación directa con la ilegalidad donde todos participan. Las alternativas se diversifican si te alistas en las organizaciones del estado, en la maquinaria criminal. Tendrás, con fusil en mano, que dejar morir por desidia en  filas de mercados y hospitales  a quienes no comulguen con los estatutos, a cambio, otorgan combo semi completo, entradas para la feria de la cerveza con baile de Fernandito, el del merengue.

Te obligaran a promover el regreso de la barbarie, que la animalidad surja con sus instintos básicos como un demonio en medio de la fauna original, como un cáncer dentro de un cáncer. Sale el sol, sorpresivamente llega una calma inesperada, después de todo, los demás están tranquilos, ya pueden mirar a la muerte, de frente y sin estremecerse.

 

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