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Digerir fracciones.

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El timbre… al fin, lo estuvo deseando toda la mañana, desde que llegó al aula y, sentado en el pupitre, el estómago le tronó con todas las fuerzas de sus nueve años de existencia, el clamor no lo calmaron la multiplicación de fracciones, no pudo tragarlas, mucho menos digerirlas, las fracciones no calman el hambre.

A su lado, su mejor amigo anhela lo mismo, así que no ha terminado se sonar el timbre cuando ya tienen el morralito tricolor colgado en la espalda, ese morralito que pretende ser una muestra de que papá Estado “realmente” piensa en él y se ocupa de él.

Suben las escaleras casi corriendo, ya se saben cada grieta, cada rugosidad de las decenas de escalones que los llevan a su hogar, la despedida en la puerta de la casa de su amigo, es el habitual, sonoro, repetido y laberíntico choque de manos que es propio de ellos y que nadie más sabe.

Llega a casa, su mamá , figura  materna y paterna desde siempre, no está, mira a la cocina, no tiene que caminar para verla, el espacio al que llama casa es un cuarto de no más de doce metros cuadrados que comparte con su madre, la ausencia de ollas en las hornillas le gritan la realidad a la cara, abre la desvencijada despensita, improvisada con bloques y cuya puerta es una cortinita de tela floreada, con ramilletes ya descoloridos que señalan que hubo tiempos mejores.

El sempiterno paquete de arroz o pasta, la infaltable lata de sardinas (porque “el atún es muy caro, hijo”), hoy son recuerdos del pasado, suspira con desconsuelo, un rayo de esperanza le señala la deslucida neverita ejecutiva, pero sólo agua fresca lo saluda desde el interior. Se sirve y toma un vaso, con la misma fruición que si fuese uno de leche. No hay tiempo para más requisas, igual  no hay tanto espacio donde buscar. Saca los cuadernos del bolso, mete una perinola, una franelita a rayas no sabe por qué, y un envase vacío de esos que otrora servían para almacenar los almuerzos que su mamá le dejaba en la neverita.

Toca la puerta en la que hace escasos veinte minutos dejó a su amigo, él repitió el ritual de búsqueda con los mismos resultados, así que está listo. No tienen que mediar palabra, saben exactamente a donde van y que tienen que hacer. Bajar los escalones, correr esquivando cuerpos que le duplican la estatura hasta la estación del metro, agacharse para sortear los torniquetes sin necesidad de ticket, recoger una botellita vacía que traquetea contra una cerca después de que el metro lo vomitara cinco o séis estaciones más allá del embarque.

Se plantan frente en la mesa exterior más próxima a la entrada de una famosa franquicia que vende pollo frito. Cual porteros experimentados abren e invitan a quienes entran a la vez que les solicitan “me da algo para comer”, no importa que tanto los regañe el anciano vigilante del local, el hambre puede más y continúan allí por horas.

Después de tres horas de espera infructuosa, en el interior un joven aparta la bolsita de papel con yuca frita y ha pedido un vaso adicional donde vierte la mitad de su refresco, dos mesas más allá una madre joven y hermosa aparta en una servilleta una de sus piezas de pollo.

Afuera él se ha quedado solo, ver a los demás comer a través del vidrio les abre más el apetito así que su amigo ha ido a probar suerte en otra franquicia una cuadra más allá.

Le abre la puerta al joven que le tiene inmediatamente el vaso con refresco y las yuquitas, tiene tanta hambre que instantáneamente la boca se le hace agua, pero  no, no come, abre el morralito y almacena la bolsita en el envase vacío que trajo, un instante de debilidad le ha hecho sorber un poco de refresco, sonríe a la madre joven y hermosa que carga una bebé que al le parece tan linda como esos capullos de rosas que venden en el kiosko de en frente, le extiende la pieza de pollo que va a parar al envase también, si tienen suerte no sólo comerán los dos, sino que quizás puedan llevarle a sus mamás. Quizás mañana si puedan digerir las fracciones.

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