La mayoría de la gente que he conocido por el mundo piensa que lo que sucede en Venezuela es normal, el tipo de cosas que pasan en Latinoamérica, en países del tercer mundo. Los que menos se impresionan son mis amigos sub-saharianos, para los que el horror venezolano, la violación sistemática de derechos humanos, la represión ilegal, la diáspora, la pérdida de tu pasado, es algo que ellos llaman “martes”.
En los últimos meses me he acostumbrado a escuchar el nombre de mi país al lado de Corea del Norte, en el lugar que antes ocupaban Iran o Cuba. En las tertulias políticas, Venezuela es sinónimo de un estilo de fracaso, de un cancer sistémico. La revolución bolivariana ya cumple veinte años y para la mayoría de los habitantes del mundo Venezuela siempre estuvo a las puertas del horror.
Es por eso que cuando hablo de Venezuela con extranjeros, invariablemente digo algo como “vale decir que no siempre fuimos así” o “yo viví todo el colapso, sucedió en menos de quince años”, o “éramos la democracia más sólida de la región”. La gente que no esté al corriente de la literatura, o no haya visto Die Welle, rara vez entiende como se pasa de la disfuncionalidad al horror en 10 sencillos pasos; así que asumen que exagero, que hago apologías del ancien régime y en realidad las cosas siempre han estado jodidas, como bien capturan los de cinismo ilustrado. La gente que tiene el privilegio de vivir en el primer mundo rara vez entiende que la democracia liberal es un teatro de entredichos, de acuerdos tácitos de buen comportamiento. Un blanco sencillo para los populistas.
El hackeo de las elecciones norteamericanas y el asenso de un títere de Rusia a la presidencia de los EEUU es quizás lo mejor que puede haber pasado para ilustrar que los valores occidentales están bajo un doble ataque de los extremistas islámicos y nuestros supuestos aliados de Europa del Este. Es patentemente claro que todas las elecciones en Occidente son decididas por Moscú y desde hace unos meses para acá me cuesta menos explicar porqué en Latinoamérica hay comunistas decimonónicos en Chile o narcotraficantes electos en México. Cuesta menos explicar porqué en 2013 la mayoría de los Venezolanos aceptaron que un muerto asumiera la presidencia. Turcos, Polacos y Húngaros me entienden sin entrar en detalles y el resto parece escucharme cuando digo, como un viejo cubano, «presta atención, mijo, el colapso está más cerca de lo que crees».