En tercera persona me referiré, porqué no hay otra manera. En primera persona no me gusta hacerlo, mal puedo ser yo parte de un relato escrito con poca fortuna, además de que no se trata de mí. En segunda persona suele ser poco utilizada; sería darle alguna importancia, relevancia que no tiene a ese cosa, vaina, verga, zascandil, vidaperdurable.
Solo se puede hablar con desdén, desprecio, dientes apretados y saliva en las comisuras de los labios a riesgo que de mencionarlo puedas desarrollar un herpes severo.
Todos los días recuerdo el momento en el que decreté que no vería mas a ese chancro con patas, un tipo que la da dimensión acromegálica al popular insulto hijodeputa, no por provenir su existencia de alguna dama que cobre por sus favores sexuales, pues lamentablemente, el coloquialismo ha colocado a las que ejercen tan noble oficio en el mismo plano de los seres miserables de alma, sino por su vida intrascendente, penosa, que horada y degrada la condición humana.
La profesión mas antigua del mundo que siempre ha sido menospreciada, denostada, sin tomar en cuenta el valor que ha aportado a la sociedad consolando almas en pena, corazones desorientados que pululan por las calles sin destino alguno pero que calman sus urgencias en una esquina sin farol, en un hotel desvencijado, en un colchón gastado y maloliente, consiguiendo así algo de sentido en sus vidas a cambio de unas monedas.
Insistió en llevarme hasta el terminal como para asegurarse de que me marcharía, cosa que estaba haciendo con el alivio de sentir que me estaba liberando de una sentencia desproporcionada e injusta.
Lo que quería con todas las fuerzas de mi alma era darle la espalda, caminar hacia la parada de autobús, quería disfrutar cada paso en el que me alejaba de ese mamarracho, montarme en el autobús de ruta urbana de lento desplazamiento pero seguro de lo que estaba haciendo en esa tarea de alejarme de alguien, de una colonia de seres de emociones marginales, olvidados por los buenos propósitos, que llegaron a tarde al reparto de nobleza.
Llegaron cuando ya no quedaba nada, ni siquiera cerebros. La nauseabunda alternativa de ir en la misma cabina de su carro ofrecida por el mismo que no es muy dado a las atenciones al prójimo respondía al viejo adagio militar: “Al enemigo, puente de plata”. Le insistí que no era necesario que se molestara. Ya había estudiado la ruta para la huída.
8:53 am, autobús de ruta 4656 que me dejaría en unos 25 minutos en el downtown, luego el primero de la ruta 67 que sale hacia la avenida donde había una parada que me dejaba en terminal privado de autobuses, ese trayecto significaba consumir unos 20 minutos adicionales. Llegaría mucho antes de las 10:00 pm, mucho antes de la hora de salida que contemplaba el boleto, pero no me importaba estar 3 horas antes. Sentir que en unas pocas horas me habría librado para siempre de ellos.
El terminal, a decir del lamentable it (Lástima que en español no exista un pronombre similar) en un lugar peligroso, un “vecindario de negros” (Tal cual lo dijo). En principio, no le quité razón, pues llegué de noche e incapaz de ver a mi alrededor ante la sensación de que estaba llegando a la antesala del infierno.
Días atrás usé el mismo terminal para dirigirme a otro lugar, me percaté que había un vecindario al cruzar la avenida y que en el resto de los puntos cardinales aparte de maleza, par de calles que parecían no llevar a ninguna parte pues hasta donde alcanzaba mi vista no había vestigios de viviendas.
En ausencia de sol, el horizonte siempre es oscuro. Una especie de pesada cortina negra con huequitos de luciérnagas que se alternaban en poco orden con los rayos de luz emanados de los vehículos que a medida que transcurría la noche, con cada vez con menos frecuencia transitaban por el lugar.
El millón de veces el maldito ese me hizo su enemigo sin que yo no deseara nada de lo que el tenía, sin que hubiese ocurrido un conflicto, un malentendido, una discusión. Fue un decreto y ya. La última secreción de sus exhaustas gónadas se agotaron en eso.
En el trayecto, estuve a punto de vomitar por el asco que me producía estar en el asiento del “copiloto”, escuchar sus babosadas queriendo hacerse el simpático cosa que por supuesto, miserable bultuntún no logró.
Hizo mal a perfecta conciencia, sin razón, solo porqué si y ya. Solo es su naturaleza. Es como preguntarle al zamuro porqué come carroña o al bagre porqué come mierda y en eso es muy bueno.
Pedirle explicaciones resulta delicioso porqué dada sus obvias dificultades para expresarse correctamente derivado de su avanzada formación en iniquidades, miserias, falta de escrúpulos pero incipiente formación cívica, en cortesía y empatía con el semejante.
Ese día, solo quería pasar la menor cantidad de tiempo posible respirando ese mismo aire que su sola presencia contamina, sentía en cada segundo que pasaba ahí el riesgo de una infección respiratoria baja, ganas de toser, fiebre, decaimiento general, bronquios inundados de un pus verde o de un cáncer pulmonar con metástasis fulminante que me ocasionaría la muerte en menos de media hora era mayor.
Aguanté la respiración y me empecé a marear con la cháchara insulsa de esa postema insidiosa, llena de frases entrecortadas, huecas, rematadas por su pestilente aliento de pozo séptico a punto de llenarse como colofón de una diarrea colectiva en un refugio de cientos de menesterosos azotados por la ingesta de algún alimento infectado con Vibro Chlorae.
Me la tuve que calar, llevar in pectore como el Papa a su sucesor todo ese volcán de odio que llevaba encima para no discutir y no prolongar esa agonía, cuando sentí que desfallecía, que estaba a punto de desvanecerme, con ese desagradable sudor frío que debe recorrer el cuerpo de aquel que está a punto de morir.
Noté que llegábamos a ese terminal de autobuses a su vista maltrecho, que el imaginaba habitado por junkies inyectándose las venas en el baño, rateros al acecho de su próxima víctima, putas cobrando por sus servicios express y maricones en turno permanente preguntando por el tamaño de cada falo a cada visitante de los urinarios prestos a pagar cada felación por pulgadas, en esa suerte de corte de malvivientes enclavada en esa ciudad plástica, de edificios cancerosos y un corazón de oropel a la que una vez imaginó en una de sus creaciones un cantautor centroamericano. Ese lugar donde todos, por unos pocos instantes van a “vivir sus sueños”.
En ese momento, sentí que estaba unos escalones mas abajo del purgatorio, un desafortunado lugar que sería juzgado por la corte celestial, condenado a la destrucción, el tribunal celeste había verificado que no había ningún Lamed Wufnik y si lo había era un mal menor respecto a todos los seres vergonzosos que habitan ese erial donde funcionaba una máquina de odio manejada eficientemente por ese coñodemadre.
Salí de la putrefacta cabina de ese carro, por fin pude respirar aire con gran alivio pues sentía que llegaba el momento de alejarme de esa sabandija. Tomé mi maleta recién comprada y llena de artículos sencillos, de uso cotidiano que le harían por un instante apenas la vida mas grata a los seres que me importan.
Me extendió la mano mientras decía “Estamos en contacto”, yo se la dejé extendida, me di media vuelta y me encaminé con el vómito a punto de salirme, ganas de descargar mi intestino grueso y un sudor frío a montarme en el autobús que me alejaría de tanto asco mientras entre mis sienes solo retumbaba como letanía infinita mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca, mas nunca.
No le deseo nada, su suerte me resulta totalmente indiferente. Ese cabrón de puta pobre que a su muerte dejará instrucciones de que le metan por el orto, hasta que no le entren mas uno tras otro fajos de billetes de unas 4 pulgadas de grosor de la mas alta denominación que consiguió a punta de transas, tranzas, estafas, engaños a ancianos de buena voluntad que creyeron en los nobles propósitos que el manifestó para que le vendieran a precio exiguo, casi simbólico una propiedad que le interesaba para luego desprenderse de ella a precio de mercado para meterle parte del dinero mediante una cirugía plástica a las purulentas tetas a ese moscorrofio descerebrado, de voz chillona y miserable de alma con quién en matrimonio profano hizo la conjunción perfecta entre banalidad e impudicia.
Obsesionado en producir dinero para gastarlo en orgías de colesterol, triglicéridos, reggaetón, bailes paroxísticos de unas señoras cincuentonas que por sus movimientos exagerados estaban a todas luces insatisfechas sexualmente y el resto dejarlo a su heredera desatinada.
Cuando ese mangurrián muera, como buen cabrón de vocación le dejará el dinero a esa infeliz para que salga a revolcarse con el primer sujeto que vea en algún momento cuando las urgencias libidinosas la asalten. Ojalá no te vea mas nunca, ni siquiera en el infierno.