Miss barriozuela

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Itmar se levanta temprano gracias al jamaqueo de su mamá. Se envuelve un rato con las sábanas antes de desperezarse. Camina descalza sobre las baldosas sucias; algunas ya tambalean. Se dirige a la cocina. Abre la nevera, cuya puerta, cada vez que se mueve sin cuidado, desprende copos de óxido. Tantea con los ojos; la inmortal jarra plástica amarilla llena de agua, dos cambures, un plato guardado de arroz con Diablitos y una botella de Coca-Cola, ya sin gas, llena hasta la mitad. Toma uno de los pedazos de fruta. Desprende la cáscara. Come de pie, rápidamente. Vuelve a su cuarto.

Tapa el agujero de la ventana con la toalla de Minnie Mouse que le sirve de cortina; nunca se sabe cuando hay alguien mirando por allí. Se desnuda. Se contempla en el espejo; de frente, de lado, de espaldas. Se nalguea un par de veces. Confirma que su carne joven y esbelta está firme y estable. Se viste con la ropa más especial que tiene. Revisa su cartera, imitación barata de Gucci. Chequea que sus documentos estén en orden. Relee la planilla de inscripción, que descansa dentro de una vieja carpeta manila. Se disgusta al ver su foto de carnet, donde sale más morena de lo que es y con el pelo sin alisar; pero es la única que había. Se despide de su mamá, quien la abraza, le desea suerte y dice que confía en ella.

Baja los setenta y siete escalones que atraviesan la zona inferior del barrio. Saluda a Yofren, ese muchacho, otrora amable, de quien los vecinos sospechan que anda con juntas raras. Cruza la calle, lejos del rayado. Espera la destartalada camionetica que la dejará directo en la Avenida La Salle. Se monta. Paga setecientos bolívares al chofer, por motivo de pasaje. Observa, con cierta molestia, que todos los asientos están repletos y que le tocará hacer el viaje de pie. Evita prestarle atención a quienes la “bucean”; está acostumbrada a eso, aunque nunca le ha gustado, le incomoda. Teme transpirar con el calor y empapar de sudor su franela. Llega a su destino.

Sube la cuesta, empinada e interminable. Se abanica con la carpeta, cuidando de no doblarla o arrugarla. Se forma en la fila, junto al resto de las aspirantes; casi todas vinieron acompañadas por alguien. Entra, luego de un par de horas, en la Quinta Miss Venezuela. Admira el mármol pulido y la alfombra impecable, homenaje a la frivolidad de la belleza y a la belleza de la frivolidad. Sigue las instrucciones del afenimado asistente; ser obediente y sumisa lo es todo. Se enfrenta a un ocupado y altanero Osmel Sousa, quien le hace un par de preguntas, elabora juicios y la ve con lástima desde detrás de un escritorio. Se siente un poco estúpida, pero a ella siempre le han dicho que aquel certamen puede ser una oportunidad para salir de abajo, para ser operada de las imperfecciones y, aunque no se gane, aprovechar esas herramientas para buscar la suerte en obscuros y nuevos lares. Cruza la puerta de salida; es hora de almorzar. Sabe que no tiene dinero ni en los bolsillos ni en la tarjeta; la vida sería tan fácil con una banda y una corona.

 

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