Siento que, algún día, en Caracas se van a acabar las cosas para robar. La delincuencia aumenta día a día y el poder adquisitivo se reduce. Siento que habrá un momento en el que los malandros, únicos poseedores de las riquezas, comenzarán a robarse entre ellos, lo que dará paso a un gracioso teatro del absurdo en el que las carteras, las tarjetas de crédito y los celulares irán en ciclo, como el agua, por distintas manos. Esto durará sólo un tiempo. Alguien, un poco más perspicaz que el resto, notará el sinsentido de todo y la delincuencia se detendrá como un motor obsoleto reemplazado por una maquinaria moderna. Lo que suceda después será imposible de predecir o de determinar.
Muy poca gente sabe que, en el cementerio del Este, hay una serie de mausoleos y de tumbas prodigiosas. Muchas de ellas de personalidades que, a lo largo de sus casi seis décadas de funcionamiento, han sido inhumadas en dichos terrenos. Presidentes, personajes del espectáculo, escritores, músicos, millonarios. El Cementerio del Este alberga una mina de oro para quien tenga los pocos escrúpulos de colarse en la noche y apoderarse de muchos de los tesoros que yacen bajo la tierra. Cabe tomar en cuenta que el dueño, por razones ajenas a su propia voluntad, sólo será capaz de oponer una resistencia muy pasiva y muy leve.
Nos habíamos organizado bien. El Cementerio del Este es como un gran laberinto, pero en internet y en las voces de sus empleados podemos hallar buenas direcciones, incluso mapas. Habíamos barajado bien todas las opciones. Cabe en cuenta decir que, en las circunstancias en las que Venezuela se hallaba, no era muy práctica la moralidad. No era más que un impedimento en el pedregoso camino hacia una vida que ofrezca la posibilidad de un plato lleno y de diversiones, sanas o mundanas, de vez en cuando.
Raúl Leoni fue el elegido. Yo apenas sabía quién era. Me sonaba de algo, quizás de alguno de los cuentos que echaba mi abuela mientras asaba las arepas en el aripo que teníamos en la casa. También sabía que, gracias a las joyas con las que fue enterrado, nos haríamos millonarios. Habíamos visto bien las fotos. Incluso, fuimos a la biblioteca Nacional (les aseguro, amigos míos, que todo fue planeado muy metódicamente). Había anillos, brillantes, medallas. Muchas de esas gemas eran donaciones que hacían dolientes admiradores y miembros del partido al que pertenecía el presidente Leoni. Lo que más ambicionábamos era un collar de oro puro que tenía el viejo escudo de la república. Por lo que nos pudimos informar, valía unos cuantos ceros sólo por el peso, sin contar el valor histórico.
Metimos, en la maleta de la camioneta, picos, palas y hasta un taladro al que un amigo docto en ferretería había dotado con una especie de silenciador. Funcionaba con una batería recargable que había pertenecido a una vieja motocicleta de uno de mis tíos. Teníamos bandanas para cubrirnos las caras. A mí me parecían una estupidez. Sentía que cubrirse la cara con bandanas era como estar en el viejo oeste, que era como ser uno de los bandidos que aparecían en El Zorro. Además, quién iba a saber de nosotros en esa obscuridad, si acaso algún vigilante de paso lento que no tendría más que una linterna. Pero el consenso general fue el de utilizar bandanas y, contra el consenso, yo no podía hacer nada.
Uno de nosotros brincó la reja del cementerio. Era fácil de saltar y no estaba electrificada. El Cementerio del Este no es un lugar que esté realmente vigilado. Sólo unas cámaras con sensores infrarrojos que son fáciles de burlar. El que había entrado, rompió el candado con un napoleón medio oxidado y abrió la reja. Tuvimos que empujar la camioneta apagada. El ruido del motor podía alertar a alguien y el plan se nos caería de la manera más tonta. No pensamos en algunas de las subidas, que eran realmente empinadas y difíciles. Por suerte, la tumba del doctor Leoni no estaba tan lejos.
Allí estábamos todos, parados frente a la tumba, como en una especie de reverencia. Todos teníamos las manos entrelazadas. Había una placa grande con letras en relieve. «Al Doctor Raúl Leoni, presidente de Venezuela en el período 1964 – 1969. Por parte de su familia, de sus hijos y de sus compañeros del partido Acción Democrática. Pienso que, si supiésemos un poco más de historia de Venezuela, tal vez hubiésemos entablado una conversación interesante sobre Leoni y la Cuarta República. Pero lo que nos movía era la ambición, no la sed de historia contemporánea.
Con la ayuda de varios fierros y cabillas, apuntalamos la losa. Ninguno de nosotros sintió asco o miedo, pero ninguno quería entrar. Quizás yo, al ser el más joven, era el que tenía la mayor presión. Yo no quería, pero me amenazaron con partirme la cara y la cabeza con los mismos fierros y las cabillas. Además, según mis compañeros, «cantar la zona» era lo más difícil. Miré hacia todos lados. Cada minuto que esperaba, entre la duda y las ganas de echarme hacia atrás, era engrosar el riesgo de que nos pescaran y llamaran a la policía. Podríamos caer como unos imbéciles.
El sarcófago es inmenso, digno de la talla de un presidente. Puede entrar una persona entera con comodidad. Bien acomodadas, podrían entrar dos y hasta tres personas. La urna no fue difícil de abrir. Allí estaba el presidente (o ex presidente), en posición de descanso. Un poco maltratado por el tiempo y la putrefacción, claro está, pero con las joyas intactas. En donde yo me hallaba, estaba a salvo de la vista de mis compañeros. Comencé a apoderarme de anillos, de medallas y de otras alhajas que, aunque se veían de menor importancia y costaban sacar a causa del rigor mortis, no tardaban más de medio minuto en cambiar de dueño. De un muerto a un vivo (en todo el sentido y la extensión de esta última palabra).
Naturalmente, guardé algunas medallas y gemas para mí, aprovechando mi posición y desconfiando de mis compañeros que, al ver que tardaba en salir, me apuraban en voz baja. Cualquier grito podía ser el fin. De todas formas, ya tenía el collar presidencial de oro puro, el que tenía el viejo escudo de la república. Me dieron la mano para salir. Rápidamente, guardamos todo el botín (todo menos la parte de la que yo me había apoderado sin que ellos se dieran cuenta) en un saco azul. Nos costó más cerrar la losa que abrirla, es pesadísima, pero pudimos hacerlo. Nos montamos en la camioneta. El trayecto de bajada, gracias a la gravedad, fue mucho más sencillo, tomando en cuenta que teníamos la camioneta apagada para no hacer ruido.
Con una cadena y un candado que teníamos de repuesto, uno de nosotros cerró la reja y volvió a brincar. Nadie se daría cuenta de que el candado o la cadena habían cambiado. Nadie es tan aficionado a su trabajo, mucho menos el vigilante de un camposanto, al que le pagan una miseria en un país con una moneda cada vez más devaluada. El semblante serio nos cambió. Nos reímos nerviosamente y manejamos hasta mi casa. Quitamos la tierra y las marcas del paso del tiempo de varias de las joyas. Las pulimos. Estaban como nuevas. Se notaban que eran joyas de auténtica valía.
Obviamente es impresionante tener sobre el sofá de tu casa el collar que perteneció a un presidente de la república. Nos daba cosa venderlo, pero necesitábamos el dinero para poder sobrevivir. No fue nada difícil venderlo. El mercado negro en Caracas y en Venezuela es muy extenso, es como un mundo paralelo donde corre muchísimo dinero. Dinero que, en su totalidad, para nuestra fortuna, consiste en divisas extranjeras. Dientes, uñas, obras de arte, joyas, escritos. Realmente hay de todo en el pequeño universo de las transacciones ilegales de la clandestinidad.
He podido vivir bien hasta hoy gracias a las joyas con las que fue enterrado el doctor Leoni. A todos nos rindió el dinero para irnos del país y vivir como personas honradas en otros lugares. Siempre me extrañó que, en una ciudad con tanta delincuencia, a nadie se le hubiese ocurrido hurgar donde nosotros hurgamos. ¿Quién dice que la Cuarta República fue realmente mala? A nosotros nos sigue dando frutos. Quizás no fuimos, somos ni seremos las personas más eruditas en lo que se refiere a historia, pero aprendimos esa noche que, en Venezuela, el petróleo no es la única riqueza que se puede extraer desde debajo de las piedras.