Ley para todos

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El Fiscal General de la Republica tuvo que ser removido. Se había convertido en un obstáculo para los intereses del régimen.

“A rey muerto, rey puesto”. El parlamento de facto no tardó en nombrar a alguien en su lugar.

Tenía una misión: sacar a la luz todas las arbitrariedades supuestamente cometidas por la anterior administración. Justificar la remoción ante el pueblo era necesario.

El recién nombrado encontró rápidamente a los culpables del “desfalco” de la Nación. Numerosos empresarios que se habían dedicado a invertir capital en el país en las últimas décadas, pasaron a ser los más grandes delincuentes en cuestión de segundos.

“Estos delitos económicos venían perpetrándose de manera continuada en las narices del anterior Fiscal, quien decidió hacerse de la vista gorda ante la situación durante años” alegó el nuevo funcionario al mando.

Nuestro cliente era el accionista de una pequeña empresa dedicada al sector funerario que tenía 20 años ininterrumpidos operando en el mercado. Cuando fue sacado de su casa a patadas por la policía y aprehendido por mandato de una Fiscalía con competencia en Legitimación de Capitales del Ministerio Público y un Tribunal de la República, su familia decidió contratar nuestros servicios.

Una vez detenido era necesario esperar en los Tribunales, no íbamos a tener acceso a él en la policía. La ley era clara: debía ser presentado ante la justicia dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes a la detención. Lo contrario implicaba una violación grosera de los derechos fundamentales de las personas. La libertad es inviolable.

No lo presentaron.

A las 7:30 de la noche divisamos a los Fiscales designados para el caso, quienes decidieron tener la deferencia de indicarnos que el traslado se realizaría al día siguiente, ratificando con expresión burlona que lo preceptuado en nuestra legislación, debía considerarse letra muerta. Ellos eran la ley.

El día acordado la Fiscalía, que tenía como norte velar por los intereses del Fiscal recién nombrado –y la intención de no quedarse sin trabajo-, consignó cuatro voluminosas piezas de un expediente supuestamente contentivo de la investigación adelantada por ellos.

El interior del Tribunal en el que se desarrollaría la audiencia de presentación parecía una cámara de tortura. Era un espacio reducido en el que difícilmente se podían avanzar dos pasos seguidos sin chocar con algún escritorio. El sistema de ventilación estaba averiado y el ambiente estaba denso y pesado. El número de personas reunidas en el pequeño lugar –los abogados defensores, la secretaria y los funcionarios- hacían el aire difícilmente respirable.

Nos informaron que disponíamos de cinco minutos para revisar el misterioso expediente antes de entrar a la audiencia y de pie, mientras las gotas de sudor inundaban nuestra frente, nos dispusimos a ello. Se trataba de un acto que reviste cierta formalidad y estábamos vestidos para la ocasión: un caluroso saco y unos zapatos altos de tacón, intensificaban el aire viciado que se respiraba en aquellas oficinas.

Íbamos a defender a alguien y no conocíamos los hechos que se le imputaban. ¿Quien puede revisar cientos de páginas de un expediente que contiene varias piezas separadas en semejantes condiciones? El famoso “derecho a la defensa” parecía un mal chiste.

No cabían dudas de que estábamos ante un caso político: el nuevo Fiscal General de la República manifestó en televisión abierta que quería al hombre preso y nadie se iba a atrever a llevarle la contraria. Nuestra participación como defensores era una mera formalidad, todos sabíamos cuál iba a ser el resultado de la audiencia aún antes de su celebración.

La oficina de la Juez era aún más pequeña que el resto del Tribunal. Los cuatro abogados defensores ingresamos con dificultad en el estrecho despacho aún desconcertados por el calor y por las arbitrariedades que se habían cometido hasta el momento: la privación ilegítima de libertad, la revisión del expediente…

Los fiscales del Ministerio Público ya se encontraban en su interior, cómodamente sentados en las únicas dos sillas dispuestas en el Despacho.

La Juez nos lanzó una mirada de odio y profirió de viva voz que lamentaba el hecho de que tuviéramos que permanecer de pie, pero no habían más asientos disponibles y ella es quien decide “quién se sienta y quien se queda parado”.

Habíamos dos mujeres entre los defensores y los fiscales eran dos manganzones que no poseían ninguna discapacidad. La necesidad de demostrar que nuestras acciones eran inútiles ante un estado todo poderoso –casi orwelliano- era evidente. Incluso las normas de la “caballerosidad” quedaron suspendidas en ese espacio.

No caben cortesías cuando hay que defender los intereses del régimen.

Agrafena Villanueva.

 

“Por cierto, hay horas sombrías, que nos llegan a todos, en las que se piensa no haber logrado nada en absoluto, en las que parece que solo los casos destinados desde un principio al éxito tienen buen fin, que hubieran salido bien de cualquier modo, aun sin nuestra ayuda, mientras que muchos otros estaban predestinados a perderse a pesar de todos los esfuerzos y habilidades, y de esas ilusorias y pequeñas victorias de que tanto nos vanagloriamos. Era un sentimiento en el que no había seguridad en nada, de manera que ante determinadas preguntas no podíamos negar enfáticamente que nuestra gestión hubiera encaminado mal el infortunado proceso, y que sin nosotros hubiera transcurrido bien, siguiendo su cauce legal” Franz Kafka – El Proceso

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