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Corónicas Virulentas I: Expedición al deli

Hoy fui al deli a comprar ocho cervezas y un par de frutas. Es la tercera vez que salgo desde que nos impusimos el confinamiento, hace ya quince días hoy jueves 26 de marzo. Aunque ya había bajado con las chicas al jardín de atrás del edificio el par de días que hubo sol durante ese tiempo, no había pisado la calle desde el viernes pasado que fui al supermercado a comprar tres cosas: una caja de botellas de Modelo rubia, un cartón de veinticuatro huevos (que no era un cartón sino una bandeja de anime o poliespán o nieve acrílica o como sea le dicen en sus casas a ese material infernal) y una botella de leche de un galón. Una compra pequeña aunque pesada que en su momento me pareció toda una aventura. Un supermercado, sobra decirlo, es mucho más grande que un deli, y además está mucho más lejos. Pero aunque ya entonces Nueva York había subido al top five de las ciudades más virulentas del mundo, los niveles de alarma no eran todavía tan altos como hoy. Ya mi mujer, la única que maneja en casa, había ido llenando la despensa con cosas esenciales. Digamos que teníamos comida como para un mes. A mí básicamente me había tocado encargarme de la curda, cosa que hubiese resultado justa aún si mi jeva no se hubiese tomado tan en serio lo de no beber, pero la verdad es que no ha probado ni una gota de alcohol desde que nos encerramos. Bueno, mentira: se tomó medio vasito de cerveza el viernes pasado, pero más nada. Simplemente no quiere beber y yo no soy quién para juzgarla. El caso es que el de la curda (el de la cerveza, realmente; caña-caña tipo trago solo bebo cuando no tengo otra alternativa) soy yo. Sí me compré una botella de vino por no dejar, pero lo cierto es que yo puedo pasar meses sin probar el vino, mientras que no puedo pasar sino días —más bien pocos— sin tomarme una birra. También soy el que compra otras vainas aleatorias, divinas, ojo, pero que, quizá desde un punto de vista nutritivo, no son del todo necesarias, por ejemplo: más birras, pero de otra variedad, salsa inglesa, kétchup, fluff (un producto delirante que consiste básicamente en marshmallow para untar), Tabasco, mantequilla Kerrygold, pepinillos o cualquier pan cuadrado de esos que duran meses y que con solo verlo el páncreas comienza a trabajar el doble.

Como el deli queda en la esquina, a menos de una cuadra, no tomé ninguna precaución especial, más allá de asegurarme de mantener mi distancia con los demás. Al regreso, dejaría los zapatos y la chaqueta afuera. La ropa iría toda a la ropa sucia y yo, sin tocarme la cara ni a nadie, me metería directamente en la ducha. Ese era el plan. Así que con mucha entereza y arrojo abrí la puerta y salí del apartamento. Las escaleras crujieron como siempre, como crujen los edificios madera que tiene más de un siglo, como si fuese un día normal —una guerra más, una peste más—, como si yo no me sintiera que bajaba las escaleras a un planeta desconocido en el que acababa de aterrizar. Abrí la puerta sin guantes y salí a la calle como si nada, pero lo cierto es que por dentro me sentía como los señores de Chernobyl. No me sorprende descubrir que el aire no parece haber cambiado: huele igual, sabe igual, se ve igual. No parece haber carros circulando por calle. Solamente en McGuinness Boulevard se escucha cierto flujo de tráfico hacia Long Island City. El silencio —que si uno pone atención es casi siempre un conjunto de sonidos que el ruido no deja escuchar normalmente— me llenó de un culillo terrible, así que apreté el paso. Quería dar la misión por cumplida lo antes posible. Pasaron dos ciclistas rebosantes de salud e instintivamente me pegué más a los edificios. Un señor mayor que fumaba un cigarro cruzó la calle hacia su casa y yo frené un pelo para no tener que cruzarme con él. Finalmente, complacido por mi observación del distanciamiento, llegué al deli. Ahora venía lo peor. Reuní todo el coraje que pude y empujé la puerta con el codo para entrar a la tienda. Me sentí afortunado cuando vi que no había nadie sino el dueño, un tipo un par de años menor que yo, indio, supongo que de Goa, como la mayoría de sus empleados. Saludé por lo bajo y pasé directamente a la nevera del fondo, donde con un sentido del propósito apabullante cogí dos paquetes de Zywiec, una cerveza polaca barata, rica y muy común en estos predios polacos del norte de Brooklyn. Después agarré las tres manzanas y la mano de cambures (plátanos, guineos, bananas, ustedes mismos dirán) en la nevera de las frutas y me dirigí a la caja con mis cosas. Ahí fue cuando se disparó la paranoia viral en serio: acababa de entrar un chamo de unos veinte años, tranquilo, desenfadado, seguro de su juventud y de su bajo riesgo, sin responsabilidades, sin futuro, felizmente aburrido, negligente y entregado. El carajo comenzó a poner en el mostrador las cosas que iba agarrando por toda la tienda, mientras yo, cargadísimo y muerto de miedo, no me atrevía a acercarme a la caja. Parado con mis cervezas y mis frutas en los brazos, hacía lo posible por no revelar mi tormenta interior. Estuve a punto de decirle excuse me a cuatro metros de distancia para ver si se daba por enterado de mi aprehensión, pero finalmente opté por aprovechar para pagar mientras el chamo se devolvía a buscar otra cosa. Aún así, mientras pagaba —veinte dólares exactos; algo debe haber subido, no se qué y no me atreví a peguntar porque lo que quería era salir corriendo de allí—, regresó el indolente ese del coño y puso aún más vainas en el mostrador, yo qué sé, barritas de cereal, cosas así, al lado de mis birras, a apenas un paso de mí. Me dieron ganas de empujarlo y preguntarle qué coño era lo que le pasaba, pero no me hubiera atrevido a tocarlo ni de vaina. Tampoco quería que me contestara cuatro cosas: el inglés es un idioma lleno de fricativas capaces de expeler toneladas de virus por un radio de docenas de metros. En lugar de eso, decidí aguantar la respiración mientras metía las cosas en mi bolsa. Lo hice tan rápido que aplasté uno de los cambures con el peso de las birras. Dejé el billete allí y salí soplado de la tienda. Ya afuera, exhalé todo el aire del deli y me volví a llenar los pulmones del aire de la calle que, cabe aclarar, no estaba totalmente exento de sospechas.

No tardé ni un minuto en llegar a casa, pero ni siguiera dentro del edificio podía respirar aliviado. Venía ahora la tarea de impedir la entrada del puto enemigo invisible al hogar. Primero tenía que quitarme los zapatos afuera tratando de no pisar el suelo, así que abrí la puerta, me quité un zapato con ayuda del otro y puse un pie descalzo adentro. Después no sabía como quitarme el otro otro zapato sin la ayuda del pie que ya estaba adentro, así que tuve que usar una de las manos —vuelvo a sentir terror ahora que lo escribo— para quitarme el zapato antes de poner el otro pie adentro y cerrar la puerta. Sí: ya sé que se dieron cuenta. Yo también me di cuenta y maltripeé bello: tenía puesta la chaqueta. Me la quité enseguida y la colgué en la puerta, advirtiéndole a mi esposa y a mi hija que no se les ocurriera acercarse a la puerta. Lo primero que hice después fue lavarme las manos. Yo no canto nada para poder concentrarme totalmente en la tarea, así que sin cantar me lave las manos con esmero, después los brazos, después la cara y las orejas. Nuestro lavamanos es un pelo más grande que el de un avión, con lo cual el baño quedó emparamado, así que que tuve que coger la mopa para secar el suelo. Por si acaso, volví a lavarme las manos después de haber empuñado la mopa, y salí corriendo del baño antes de poder comprobar si había vuelto a mojar el piso para no quedarme pegado en un loop absurdo y eterno. En seguida, regrese a la cocina, saqué los cambures y los metí debajo del chorro. Se me ocurrió que lo mejor sería lavar cada cambur con lavaplatos, así que me puse a la tarea y lavé cada uno vigorosamente, pero con mucho cuidado de no magullarlo. No hay manera de hacer esto sin que a uno le dé un pelo de risa, así que me reí mientras lavaba cada cambur y lo ponía junto a la ventana, al sol, porque leí por ahí que los rayos ultravioleta del astro rey matan al virus. Se me ocurrió también que debía replantearme mi relación con la capa de ozono y su celoso empeño en filtrar lo rayos más purificadores del sol. Después lavé las manzanas con la misma atención, pero una manzana nunca será tan cómica como un cambur. Mientras tanto mi hija de diez años decidió comerse uno de los cambures que acababa de lavar. Le pedí, quizá a gritos, que botara toda la concha antes que comerse nada y que le quitara las dos puntas por si acaso. Mi mujer me miro con cara de consternación, pero no dijo nada. Yo seguí disciplinadamente con mi rutina de desinfección y deshice los paquetes de birras, boté los plásticos y lavé cada lata de cerveza con agua caliente y jabón antes de ponerla en la nevera.

Ahora venía el cloro: el arma doméstica más devastadora contra la amenaza viral. Agarré la botella como me imagino que hubiese agarrado una Glock nueve milímetros. Sentí el peso del líquido, comprobé la respuesta del gatillo y ajusté la apertura del aspersor. Luego rocié todo el mostrador de la cocina, poniendo especial empeño en cubrir el área donde habían estado las birras y las frutas. Aproveché para limpiar también el pomo de la puerta principal y de la puerta del baño, y a todas estas caí en cuenta horrorizado de que aun llevaba puesta la ropa con la que había estado en la calle. Corrí al cuarto, me quité todo, lo puse en la ropa sucia y corrí de vuelta a la ducha. (La geografía de algunos apartamentos neoyorquinos puede ser muy peculiar). Una vez más me sentí como el héroe de una película sobre un ataque biológico mientras me enjabonaba con furia bajo un chorro de agua tan caliente como podía soportarla. No sé cuánto tardé, pero de allí salí limpio y me pareció que mi hija había crecido un poco. Finalmente, ya duchado, me bebí una de las cervezas en un vaso helado.

Satisfecho, mientras miro por la ventana la apacible hostilidad de la ciudad en calma, calculo que no tendré que salir a buscar birras por unos cuatro días, quizá cinco. Al fin y al cabo son latas de medio litro. Sé que debo beber menos, pero sé con mayor certeza que tendré que volver a salir antes de que todo esto haya terminado, y a pesar de la alegría que me embarga mientras la cerveza baja por el esófago, siento el mordisco de la ansiedad de solo pensarlo. Sí, definitivamente todo ha cambiado. Antes vivíamos en el ombligo del mundo —piensen en su ombligo y dense cuenta de que la metáfora tiene sus matices: a menos que uno sea una bacteria, una bolita de lana o un ácaro, un ombligo no es precisamente un hábitat ideal—, pero ahora vivimos en el ombligo de la pandemia.

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