Ya los veo acercándose como llamaradas en la noche, como el perro mecánico y moralista que describió Bradbury en la más famosa de sus novelas. Insultos, desprecios, recuerdos a mi madre y a más de cinco generaciones precedentes (todas de venezolanos). Respuestas con errores ortográficos por parte de gente enfadada y chovinista que, amparada por la valentía de saberse detrás de una pantalla, pondrá precio a mi cabeza. Pero yo, bajo la protección también de este cristal mágico y peligroso, tengo a derecho a expresarme de igual forma y a sacármelo de dentro del corazón: No me siento venezolano.
Se siente bien decirlo, es como librarse un poco de una espina clavada muy adentro. Lo puedo repetir incluso: “No me siento venezolano”. Y eso no quiere decir que reniegue de mi país (el que me robó la juventud y parte de los sueños, pero el que me ha otorgado alegrías incomparables), no quiere decir tampoco que no lo quiera. He leído libros de historia nacional desde que tengo memoria, me gusta comer comida criolla y realmente disfruto con la música hecha y producida aquí (en un rango amplísimo, desde Canserbero y La Vida Bohéme hasta Pío Alvarado y Renato Capriles. Pero hasta ahí. Creo que, si hubiese nacido en Sri Lanka, la cultura aromática de allá sería parte de mi capa y de mi espada.
Siento, además, que he hecho lo suficiente como para poder llamarme venezolano y que nadie sea capaz de quitarme ese título, esa nominación (que no es motivo de orgullo ni de vergüenza). Siempre fui una estudiante responsable y he trabajado para producir dinero y ser capaz de rescatar así sea un ápice de lo que me fue arrebatado. He sufrido como han sufrido todos y me he divertido en los lugares de esparcimiento que ofrece Caracas. Es algo que estará imbuido en mi sangre hasta el día de mi último aliento.
Pero hasta ahí. Realmente no comprendo ni comparto a la gente que se ufana sobre esta nación pobre y tercermundista (duele leerlo, pero es una realidad irrenunciable). Me extrañan esas personas que gritan que Venezuela es el mejor país del mundo cuando hay tantas cosas que mejorar (y reconocer los errores, asumirlos y tragarlos es el primer paso para la construcción de un cambio verdadero). Me alegro por Daniel Dhers y por Yulimar, pero hasta allí. Los apoyé con el pensamiento en los juegos olímpicos y eso fue todo. Siento que su logro es de ellos, de su esfuerzo, su constancia y su talento, y no del país. No tengo razón para sentirme orgulloso por sus medallas, ya que yo no hice nada, absolutamente nada, para contribuir a dicha causa.
Los símbolos clichés de la venezolanidad me enferman y me causan escozor. La gorrita tricolor, el “llevo tu luz y tu aroma en mi piel”, Chino y Nacho, las noticias de El Nacional en letra Arial 72 que afirman que Venezuela está presente en Hollywood porque el que le lleva la ropa al asistente del trabajador que le coloca a Brad Pitt el café en su camerino es venezolano; la teoría de que la Cuarta República era el paraíso terrenal hasta que llegó el chavismo en su nave espacial a destrozar a la patria y a convertirla en la montaña de cenizas que es hoy, las mismas cenizas sobre las que las camionetas del año sin placa se pasean campantes frente a los niños famélicos que comen de la basura. No me siento identificado con nada de eso.
Recuerdo un pensamiento no tan famoso de García Lorca que, desde que lo conocí, he repetido como una suerte de mantra. “Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre de mundo y hermano de todos. Desde luego, no creo en la frontera política”.
Siento a Venezuela porque es el país que me tocó. De igual forma podría sentir a Letonia, a Nueva Zelanda, a Alemania o al Congo si me hubiesen tocado. He tenido la fortuna de vivir afuera y comprobar que hay españoles, brasileños, italianos, mexicanos, peruanos y senegaleses mucho más valiosos que muchos venezolanos que conozco. Personas que se convirtieron, muchas de ellas, en amigos cercanos y nobles, en amigos con los que me gustaría formar una suerte de república nueva y libre de heroísmos y de próceres, de himnos y de banderas.
Y yo, al igual que García Lorca, escribiré a Venezuela y la sentiré hasta la médula, pero con sus defectos y virtudes, con todo el combo bizarro y agridulce que vino con este país. El petróleo no es más que una maldición y la mujer más linda del mundo es la que más le guste a cada quien en cualquier parte del globo. Yo escribiré a Venezuela con su sangre y con su violencia, con el cariño y con el esfuerzo de sus estudiantes justos, de sus trabajadores que sueñan con salir adelante, de sus artistas de verdad, los que han sido críticos y han abierto puertas para sus mundos maravillosos, mundos en los que cada quien pueda disentir de la mayoría y no verse acorralado por una llovizna de piedras amarillas, azules y rojas.