Gracias a los contactos que hicimos durante los dos días de conferencia en el CNIT de París, llenamos nuestra agenda para el resto de la semana, iríamos a una fábrica de tarjetas inteligentes fuera de París. El día que terminaron las charlas fuimos a la Gare de Lyon. Después de dar unas vueltas, conseguimos el lugar donde se hacían las reservaciones, tomamos nuestro número y esperamos entre decenas de franceses de provincia, creyendo con seguridad que no tendríamos problemas para ser entendidos, después de todo, la mujer que repartía los números hablaba inglés bastante bien. Sin embargo, a pesar del esfuerzo honesto del tipo de la taquilla por hacerse entender, nos dimos cuenta que reservar y comprar un ticket de tren para Marsella en TGV, requería algo más que un je voudrais un billet pour Marseille. Nuestro problema se hizo público cuando se agotó la paciencia de nuestro interlocutor y éste comenzó a preguntarle a sus compañeros quién hablaba inglés. Entre la confusión y las miradas de los otros viajeros molestos por nuestro monopolio de funcionarios, nos dimos cuenta que hubiese sido mejor comenzar a hablar español. Reservamos y compramos nuestros tickets para el día siguiente y luego tomamos el RER a Eurodisney, como habíamos acordado días antes.
Dejamos nuestra edad en la puerta y nos montamos en todas las atracciones, inclusive en aquellas destinadas para menores de cinco años. A pesar de que la mayoría de las atracciones son de mucha calidad, para cualquiera que haya ido a los otros parques, Eurodisney es una suerte de parque barato, venido a menos y francamente, un tanto triste. Ver este enclave norteamericano en Francia, a tantos niños franceses con sus madres suburbanas, imposibles de distinguir con sus contrapartes gringos no sólo es deprimente, sino que confirma mi teoría de que los franceses son unos gringos frustrados y por eso odian todo lo norteamericano, con excepción de Jerry Lewis.
Al salir, paseamos por el centro de entretenimiento, una calle de compras entre el resort Disney y el parque. Una ciudad aparte, diseñada por el inconfundible Frank Gehry, llena de familias que seguramente no sentían la fuerza gravitatoria de la ciudad-luz.
Al día siguiente, salimos en el tren de las siete a Marsella. Nos sentamos junto a una madre con su hija adolescente, cada una hablando por su celular, cinco, diez, quince minutos, hasta que me dormí. En un TGV a doscientos setenta kilómetros por hora cruzamos el pie de Alpes francés. Dormimos todo el viaje.
Llegamos a la Gare Saint-Charles y tomamos un taxi, no sin antes pasar por la taquilla de información para pedir un mapa gratis. Nuestro destino era La Ciotat, una pequeña ciudad a unos treinta kilómetros cuya principal contribución al mundo fue darle el escenario a los hermanos Lumiere para lo que algunos consideran su primera película: un tren llegando a la estación de la Ciotat, en 1895. El teatro del Eden de la Ciotat, donde la película fue exhibida, todavía existe. Mientras cruzábamos ese árido territorio de las afueras de Marsella, vi por primera vez el destello del sol sobre las olas del mediterráneo, haciéndome entender la mítica fascinación mundial por la Côte d Azur, el litoral más construido, sobrevaluado y superpoblado del mundo.
Una vez en la fábrica y después de una reunión introductoria, vimos el futuro: dos millones de tarjetas inteligentes producidas diariamente, robots soldando los contactos de los chips con una rapidez vertiginosa, inspectoras de control de calidad en una línea que corría a una velocidad imposible, brazos robotizados haciendo maniobras orquestales celebrando el nacimiento de una nueva era.
Volvimos a Marsella al mediodía. Nuestro tren salía a las cinco, así que nos dio tiempo de dar unas vueltas por la ciudad. Marsella, siendo la segunda ciudad de Francia, es tan cosmopolita como París, pero no tan glamorosa. Tiene fama de ser violenta, racista y corrupta. Sin embargo, posee atractivos históricos y arquitectónicos importantes, un verdadero puerto de comercio, activo desde hace unos 2600 años y un tipo de ciudadano francés distinto al parisino, mucho más relajado y amable.
La ciudad está dividida en dieciséis arrondissements, que parten en espiral desde el Vieux Port, un buen lugar para ver transcurrir la vida de la ciudad. Muy cerca está la Basilique St. Victor, la iglesia más vieja de Marsella, con un aspecto más de fortaleza que de templo -las paredes en algunos puntos tienen hasta 3 metros de grosor- que evidencia la cualidad estratégica de la ciudad.
En Marsella también está una gran obra del arquitecto Le Corbusier, un modelo de residencia de alta densidad que ha sido copiado miles de veces en todo el mundo, aunque quizás nunca con el mismo éxito que el original. La Unité de Habitatión en el 280 del Boulevard Michelet es un edificio de concreto en obra limpia con 337 apartamentos de 23 tipos distintos, desde estudios hasta residencias familiares, construido con la innovadora idea para entonces de apilar los hogares en bloques, de forma que los espacios libres alrededor del edificio pudiesen ser utilizados como parques públicos. Toda la construcción descansa sobre inmensos pilotes, en el techo hay una piscina y un gimnasio, en los pisos 7 y 8 hay un centro de comunicaciones y un centro comercial, reconocibles desde afuera por un cambio en la fachada. El Modulor, un estándar de medida desarrollado y aplicado por Le Corbusier, en este caso juega un papel principal hasta el punto de estar representado varias veces en la fachada y los pasillos. Sentí que entraba en un territorio imposible, no podía creer que gente común y corriente viviese allí, ¿Qué se sentirá vivir en un edificio que es patrimonio arquitectónico de la humanidad? ¿Qué pensarán los niños que juegan en el parque cuando ven al Modulor?
Tomé tantas fotos como pude y luego volvimos en taxi de vuelta a la Gare Saint Charles, ya era tarde.
El viaje de retorno fue eterno, llegamos a medianoche, derrotados, directo al hotel. Nos esperaba una sorpresa al día siguiente, 21 de Junio. Era la fête de la musique, una celebración anual en la que todo París se transforma en un carnaval.