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Amanda era imposible, nunca pude hacerla llegar. Nada como Elisa, que apenas la tocaba, comenzaba a gemir. Uno puede acostumbrarse a este patrón de comportamiento hasta el punto de creer que si la otra persona no profiere alaridos, el acto sexual es un fracaso. Si no hubiese sido por Elisa, ahora estaría pensando que no tengo el grosor, la longitud o la resistencia suficiente, pues Amanda era una de esas mujeres que te hacen sentir como un eyaculador precoz, por más que pienses en Mickey Mouse, ella siempre va a durar más que tú.

Sucede esto, supongo, con todas las mujeres de su profesión: Amanda era una "acompañante profesional", "puta" decían mis amigos, pero yo la defendía porque no siempre llegaba a tener relaciones íntimas con sus clientes, además vestía con cierto buen gusto y no profería maldiciones cuando era atacada física o verbalmente.

Nunca me han atraído las mujeres con esta línea de trabajo, la idea de penetrar en una vagina que ha sido visitada por un pene extraño en las últimas veinticuatro horas siempre me ha producido asco. Pero por esas cosas de la vida que uno cree que nada mas le pasan a los policías y a los ricachones de oficio, me había enamorado de ella. Siempre dudé de la veracidad de sus orgasmos así que un día, recién comenzando, le dije que no quería que fingiera conmigo. Gran error, a los pocos meses el asunto de su resistencia sexual y la idea de que yo era la única persona en el planeta con la que Amanda no gemía en la cama, me habían colmado la paciencia.

Así que allí estaba esa mañana, en la cama después de otro intento fallido, viendo su única colilla en el cenicero y preguntándome todo tipo de sandeces mientras trataba de anular la imponente vista del Avila desde el apartamento en Parque Central, cuando se me ocurrió que Amanda llevaba quizás media hora en el baño, de la puerta abierta no provenía ningún sonido que indicase actividad.

Me asomé al baño, ella estaba desnuda, de espaldas a mi, de pié en la regadera contemplando las llaves del agua. Me quedé un par de minutos viéndola, esperando a que hiciera algo. Ni se movió. Cuando comenzaba a pensar que iba a tener que interrumpir ese trance con mi voz, ella levantó la mano derecha, la puso sobre la llave del agua caliente durante un par de segundos y la dejó caer, luego hizo lo mismo con la otra mano y la llave del agua fría. Hubo una pausa y finalmente, se volteó hacia mi, con los ojos cerrados tiró los brazos hacia atrás, puso cada mano en una llave y las giró simultáneamente. Sin soltarse, echó su torso hacia adelante y abrió la boca en un grito mudo de placer, grima o dolor ante el primer chorro de agua sobre su espalda. Quedó colgada de las llaves unos segundos -un perfecto mascarón de proa en mi regadera- antes de recuperar la verticalidad. Abrió los ojos y se quedó viéndome sin sorpresa ni pudor, como si supiera que había estado allí, viendo su desnudez durante la última media hora. Cerró la boca y hablé:

"Amanda, creo que debemos separarnos un tiempo" –no era eso lo que quería decirle, pero igual vino al caso y no era tan mala idea.
Recibió mi propuesta y contestó, sin hacer ni un gesto más que el necesario para decir:
"¿Osea, me estas mandando para el carajo?"
"No es así, solo pienso que esto no nos está beneficiando a ninguno de los dos"
"Tienes razón, eres pésimo en la cama" –el tacto nunca fue su fuerte.
"Gracias" –estaba cansado y era domingo, con todo lo que ello implica. No quería dar más explicaciones, nunca más.
"De nada. Bueno, espérate a que me termine de bañar." –no hizo ningún movimiento para comenzar lo que podría ser considerado una rutina de aseo. Solo se quedó allí parada, viéndome. El agua golpeando su espalda era la única con derecho de palabra en esa habitación.

Yo me quedé viéndola también, sin saber que más decir, quería explicarle que quizás toda esta separación sería temporal, pero la imagen de ella erguida e inerte en la regadera me causó tanta aprensión que perdí la confianza en un posible retorno. Dio un paso hacia atrás y el agua comenzó a mojar su cabellera rizada.

Nos quedamos allí por lo que pareció una eternidad, en interiores veía como el agua bajaba en riachuelos que nacían en la punta de sus cabellos, uniéndose y separándose en algunos puntos clave de su cuerpo. Me pregunté si no se estaría escaldando o congelando con el agua que ya empezaba a salpicar por todo el baño. Finalmente, ella ganó el concurso de miradas, me volteé, cerré la puerta y volví a la cama, encendí el televisor.

Salió al rato de una nube de vapor, secándose el cabello con ambas manos, no me dirigió la mirada, yo era otra pieza del mobiliario. Mientras se vestía, vi de reojo una gran marca roja en su espalda. Se puso sus zapatos de goma blancos que tanto me gustaban, claro, era domingo. Recogió todo rastro de ella, poniendo todo en su bolso, la puerta se despidió al salir.

Irónica y premeditadamente, Porky Pig tartamudeó su famosa frase desde el televisor. Nada como las comiquitas para olvidar un domingo en la mañana dentro de un apartamento en Parque Central con una impresionante vista al Avila.

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