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Distancia II

respuesta del relato publicado en Panfleto Negro Hembra.



Él gruñó al escuchar el teléfono. Ella, con un dejo de fastidio alejó los labios del lugar en el que el placer estalla, y levantó el teléfono de la mesita de noche.

-Aló… sí, soy yo… Hola ¿Cómo estás?

La visión de ella desnuda, sentada al borde de la cama despertó aún más el llamado del deseo. Él acercó la mano a su espalda; la suavidad de la piel quedaba en evidencia con la luz de la lámpara. Las yemas de sus dedos tocaron suavemente su nuca y bajaron siguiendo el camino de la espina dorsal. Un escalofrío corrió por el cuerpo de ella y apenas pudo responder a la bocina.

-¿Hoy?

Él sonrió, y decidió continuar su juego, mientras durara la llamada. Se incorporó tras ella y sus dedos continuaron perfilando sus brazos y su abdomen. Él miraba encantado como la luz delataba una piel erizada por donde pasaban sus manos. Aunque el cuerpo de ella se descontrolaba, su voz en el teléfono lucía firme.

-No me digas… ¡Qué lindo! ¿Y fue una sorpresa?

Se aventuró hasta sus senos pincelados con suaves sombras. Con el dorso de su mano los recorrió como si acabara de modelarlos y les diera los toques finales; de hecho la forma se definía sutilmente con el roce. Los pezones se hicieron más llamativos, ansiosos de contacto. Al fin un dedo rozó de un modo no muy accidental la enrojecida cumbre. Ella no pudo contener un gemido que se mezcló con sus palabras:

-Ssssi… ¿Aruba? ¡Se lució! Yo creo que ese tipo te quiere de verdad. ¿Qué vas a hacer?

Al ver el efecto que había ocasionado, continuó acariciando esos fragmentos de piel en los que se delata el deseo; caricias circulares, infantiles. Espirales que crecían a partir de un punto y se dedicaban a recorrer toda la turgencia que rodeaba a la punta convertida en juguete entre los dedos de él.

-Yo creo que deberías aceptar. Tú nunca supiste si esa mujer existía. A veces este sexto sentido nos engaña.

Las caderas de ella se comenzaban a estremecer muy suavemente reclamando la atención que le estaban robando. Él decidió responder el llamado y dejó que su mano se derramara sobre su muslo y avanzara inexorable hasta la entrepierna de ella. Supo que tenía su aprobación cuando sintió que sus piernas se abrían ligeramente. Ella a duras penas podía mantener la conversación. Además de las caricias de él, podía sentir su cuerpo adherido a la espalda, y su creciente dureza imprimiéndose en la piel.

-Tanto tiempo no se puede botar así a la basura…. Las cosas se arreglan hablando…

La mano de él llegó donde el vértigo es placentero, y se dejó impregnar por la humedad que asiente. Ella abrió aún más las piernas. Él quiso indagar más de cerca lo que estaba ocurriendo, así que se bajó de la cama, se arrodilló en el piso, y dejó que su lengua fuera abriendo paso entre los muslos en una aventura que buscaba llegar al origen de todo. Ella tenía que colgar, las palabras salían torpes y sin sentido:

-Bueno, me tengo que.. me … tengo… que ir… No, no me pasa nada. Es que tengo que ir a buscar a Alberto al aeropuerto… Es que esto de ser la esposa de un piloto no es fácil.

Él ya no escuchaba nada, se embriagaba con el sabor, la humedad, la calidez del refugio que había hallado. Lamía, bebía, chupaba, manteniendo el mismo ritmo que las caderas de ella le exigían.

-Ok… A ver cuándo nos vemos… Chao

Al fin colgó el teléfono y dejó escapar un suspiro de placer que antecedió a muchos otros. Gimió y gritó para recuperar todo lo que había disimulado mientras hablaba. Ella se dejó llevar hasta donde su lengua quiso llevarla. En ese lugar, en medio de estremecimientos, sintió que todo se desdibujaba y solo quedaba ese punto en el que el placer se concentra. Poco a pocó retornó a un cuerpo más suave, más libre, más liviano que el que tenía al empezar la noche. Quedaron abrazados por un rato. Las manos y piernas se entrelazaban entre ansiosos movimientos que buscaban abarcar a la persona deseada. En cada beso ella sentía la prueba de que los labios de él habían llegado a una frontera que siempre le sería desconocida.

Poco a poco el cuarto volvió a materializarse; la cama mojada, la lámpara encendida, los cuadros. La realidad volvía a rodearlos.

-¿Quién era? –preguntó él
-Tu mujer –respondió ella con una leve sonrisa
-¿Qué quería? –dijo él sin inmutarse
-Ya no está tan segura de tus infidelidades y va a perdonarte. Yo la conozco bien, te dije que invitarla a Aruba iba a resultar.

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