Nos conocimos un sábado en la tarde a principios de Junio del '96 en el canal #venezuela de Undernet. Entonces las reglas del encuentro eran un tanto distintas, más formales. Con apenas una semana en IRC, era raro que algún habitué me hablara. Así que salté a chatear con ella cuando entró pidiendo ayuda. Buscaba a un amigo que se había mudado a Caracas con esa falsa esperanza que tienen los extranjeros al creer que uno conoce a todo el mundo en esta ciudad.
La sesión de chat terminó alrededor de la medianoche, prometimos y cumplimos encontrarnos otra vez el domingo. La semana siguiente fue una nube de clases en las que dormía, comida que dejaba y largas sesiones nocturnas con ella. La primera noche que amanecimos, nos juramos amor eterno. En la red todo sucede más rápido cuando consigues a alguien con quien compartes varias afinidades a miles de kilómetros de distancia, a quien no puedes tocar ni ver ni oír en vivo. Es confuso y excitante conocer a alguien que, aplicando cualquier método probabilístico, sería imposible encontrarte jamás en la vida.
En ese mundo salvaje de los inicios de la www y la masificación del IRC, creíamos ciegamente que vivíamos una nueva versión del amor a primera vista luego de un tropezón en la calle, así que ambos nos lanzamos sin paracaídas en la aventura de descubrirnos a distancia. Ella cuatro años mayor que yo, trabajaba en una fábrica, le gustaban Silvio y el Gabo, ex-activista defraudada del partido comunista, "no po, no te puedo enviar mi foto todavía pues no la he escaneado".
Yo Releía continuamente los logs de nuestras conversaciones, esperando que fuese la hora prevista para encontrarnos. Cuando me envió su foto, una pequeña imágen en blanco y negro, ya no me importaba en lo más mínimo cual era su aspecto, estaba completamente perdido en un laberinto de mensajes con acento del sur grabados en wavs, trozos de canciones y poemas espontáneos.
Por motivos académicos tendría que pasar seis meses fuera de Caracas, cuando caímos en cuenta que probablemente no nos "hablaríamos" durante ese tiempo, me dijo en un arranque muy natural: "¡vente, po!". Al día siguiente, pedí el saldo de la cuenta que mi difunta abuela había ahorrado para mí, semana a semana, durante veinte años. Compré un pasaje a Santiago de Chile una tarde de Avila fresco y azul.
Esas dos semanas antes del viaje pasaron volando. Una vez montado en el avión, con mi encargo de ron, cigarros y café, viendo el inmenso río Amazonas, comencé a pensar que, independientemente de lo que pasara en Santiago este paso de 5461 kilómetros significaría un hito definitivo en mi vida. Durante un mes había experimentado una completa confusión entre la realidad física y la realidad virtual, confundía conversaciones y tratos. Terminé de darme cuenta que el viaje era bastante real cuando vi las luces de Santiago. Al salir por la oruga, me detuve con un nudo de pánico en el estómago: estaba lejos de casa, con doscientos dólares en la cartera, en un país extraño visitando a alguien que jamás había visto, que podía ser un hombre, un engaño habitante de otro país. Pasé furtivo por la aduana con mi cargamento de venezolaneidad y me senté a esperarla.
Reconociéndonos de inmediato, nos saludamos en un abrazo eterno, de vueltas y tiempo detenido. El frío del Santiago invernal me recibió al salir. En el auto de regreso a su casa, nos dimos nuestro primer beso.
Fui la máxima atracción durante esa semana, "el pololo venezolano que conoció por la Internet", durante los primeros tres días, me presentó a buena parte de su familia, quienes no dudaron en darme a probar lo más variado de la cocina chilena. Las condiciones de nuestro encuentro despertaron una simpatía instantánea hacia mi aunque no la mereciera y todos se ofrecieron a ser mi anfitrión y guía turístico durante esta semana. Ella había pedido vacaciones y naturalmente aseguró ambos puestos.
En mi primera mañana se burló de mi inocencia al creer que lo que veía por la ventana era neblina, "es el smog querido, el smog". Vivía con su madre y hermanos en un apartamento de Santiago Centro, lugar ideal desde el cual hacer la guía rápida para la ciudad:
Orientación |
Al este la cordillera, al oeste las montañas de la costa. El río Mapocho divide la ciudad en una mitad norte y otra sur. La Avenida Libertador Bernardo O'Higgins (o la Alameda como le dicen los chilenos) corre casi paralela al Mapocho y es quizás la principal de Santiago. La plaza Baquedano (mejor conocida como plaza Italia) marca el centro figurativo de la ciudad y divide a los cuicos (ricos) del este, de los rotos (pobres) del oeste.
Santiago Centro queda al sur del Mapocho, al oeste de la plaza Italia, radiando desde la Plaza de Armas (entre la Alameda y el Mapocho) en una serie de calles en cuadrícula. La catedral está justo hacia el oeste.
Una cuadra hacia el sur de la Plaza de Armas está el cruce del paseo la Ahumada con Huérfanos, las dos principales calles del centro (los caraqueños podrían imaginarse dos bulevares de Sabana Grande). Una cuadra mas hacia el sur y otra hacia el oeste está el Palacio de la Moneda, la casa de gobierno donde asesinaron a Allende.
Al cerro de Santa Lucía (un afloramiento rocoso en cuya base fue fundada la ciudad) se puede subir por un elevador en Huérfanos con Santa Lucía. El nido del cuervo, en el tope, ofrece una vista de 360 grados de la ciudad en días despejados. La base del cerro es un buen sitio para comprar arte Aymara, Rapa Nui y Mapuche.
Los pasajes, túneles que comunican una calle con otra a través de los edificios, son una experiencia casi obligatoria en una visita a Santiago.
Justo al norte del río, en el centro, está Bellavista, un vecindario de calles con árboles de acacias, muchos cafés y lugares nocturnos abiertos hasta altas horas de la noche. Si Santiago fuese París, Bellavista sería el Quartier Latin. En Fernando Márquez de la Plata 0192, Bellavista, está la Chascona, una de las casas de Neruda. Las visitas son con cita y el teléfono es 777-8741.
Hacia el este, Santiago pierde su identidad europea a medida que surgen las torres de cristal de Las Condes. El Alto Las Condes es uno de los centros comerciales más norteamericanos que he visto, contando los de Estados Unidos.
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Comida
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El Mercado Central en el 900 de Ismael Valdés Vergara (la avenida al sur del parque forestal, junto al río), es una estructura de metal impresionante que asemeja a una estación de trenes Victoriana, fue fabricada en Inglaterra y luego ensamblada en Santiago. Los locales más alejados del centro de la estructura son más económicos pero todo, absolutamente todo, es bueno. Sin embargo, para comer rico es mejor ir a una picada (restaurante típico de los mercados) en el mercado de Vega Chica (700 de Antonio López Bello, dos cuadras mas arriba justo cruzando el Mapocho).
El café es igual de malo que en cualquier país no-productor, sólo se puede tomar café donde sea caro.
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Transporte
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Los autobuses son buenos y relativamente puntuales, cuestan alrededor de 50 centavos de dólar. El metro es bueno y barato. La Universidad de Chile en la línea 1 es la estación principal para el centro. La Escuela Militar es la estación para la parte rica de la ciudad y Pudahuel para la no tan rica. Un boleto valor de hasta 10 viajes cuesta alrededor de 5 dólares. Los taxis son buenos y útiles a altas horas de la noche. Los conductores relativamente honestos, pero como siempre, es bueno preguntar cual es la tarifa típica para el destino deseado.
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Vida Nocturna
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No es Buenos Aires ni Río, pero para un Caraqueño, Santiago vibra de noche. Maravillado por la ciudad viva después de las 3am, la gente hablando y bebiendo en las calles en lugares en los que, si Santiago fuese Caracas, podrían ser asesinados. Los barrios de Bellavista, Providencia y Nuñoa ofrecen un estilo para cada gusto.
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En mi tercer día en Santiago, tomamos un tren a Rancagua en la Estación Central, viajamos en un vagón destartalado, entre animales, en última clase. Siendo un tren al sur, no pude dejar de oír a Jorge González cantando en mi cabeza. En la cafetería Reina Victoria en Independencia 667, en medio de mi lección de "chileno del pueblo", probé por primera vez un Barros Luco. Desde entonces desprecio las hamburguesas y pienso que solo el esnobismo permite que los McDonald's sobrevivan en Chile. Regresando a Santiago, ella me habló de ciertas oportunidades de trabajo, jugueteé con la idea de olvidarme de mi ciudad natal y todo lo que había dejado atrás. Rompí fotos y algunos papeles personales, no era tan difícil quedarme en Chile.
Fui, hasta ese momento, un fiel creyente de las ferormonas, la feniletilamina y una cara bonita. Supongo que de alguna forma, el cuerpo puede producirlas artificialmente y enamorarnos a distancia, desde el momento en que la vi, comencé a creer que la atracción física basada en la belleza y la química entre dos cuerpos anhelantes son tan inventadas como sus equivalentes cibernéticas. Con un bus en mi cuarto día de Santiago, comenzamos un viaje que me llevaría al pacífico por primera vez, a dos casas del poeta, una calle llena de turistas y un puerto inglés; viaje que redefiniría mi concepto de playa ideal, aún en invierno.